TEXTOS PANELES
“Simultáneamente
hamítica, semítica, aria incluso, pagana, judía, cristiana y musulmana, al
mismo tiempo africana, asiático y europeo, un continente que no tiene relación
con nuestra manera habitual de medir el tiempo y es espacio, ya que África
empieza en los Pirineos y la Edad Media sobrevive aquí con las ofertas
contemporáneas más atractivas, simultáneamente romana y cartaginesa,
alejandrina y hebraica, helénica y catalana, el escenario de contrastes por
excelencia, la fértil tierra madre de mitos y espejismos.” (Susan Sontag)
Más allá de la idílica visión del mar Mediterráneo que
retrataran los pintores norteños, fascinados por la luz, de principios del
siglo XX, el Mediterráneo engloba una superposición, una mezcla y una
confrontación de lenguas, culturas y religiones desde los inicios de la
historia. Se trata también de un marco urbano, compuesto por ciudades
históricas, destruidas y reconstruidas, por aglomeraciones ilusorias de
vacaciones, y por campamentos de quienes no tienen acceso a la ciudad. El
Mediterráneo acoge a ciudadanos desde la Grecia antigua, pero la ciudad
democrática clásica funcionaba con asambleas de unos pocos ciudadanos libres, sin
que mujeres y foráneos tuvieran voz y voto, así como con el trabajo de esclavos.
El mar Mediterráneo sigue siendo hoy un mar de fondo.
Habitar el
Mediterráneo es una exposición con un mosaico de imágenes, de obras de la
antigüedad y contemporáneas, de artistas de todas las riberas, que traducen la
compleja, contradictoria, inclusiva y excluyente imagen de pueblos y ciudades,
levantados con muros que ceden el paso o que amurallan.
1.- MARCO GEOGRÁFICO
Mar que une y divide. Sin tener en cuenta los intercambios
culturales y comerciales desde la Antigüedad, las invasiones y la curiosidad intelectual
que movía a desplazamientos desde Gades hasta Damasco y Bagdad, el Mediterráneo
se convirtió, entre la segunda mitad del siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial,
es una fértil fuente colorística, sensual y lumínica de motivos edénicos, de
deseos y temores recreados por artistas venidos de tierras lejanas o nórdicas.
2.- EL PESO DE LA
HISTORIA
No es solo desde lo alto de las pirámides que dos mil años
nos contemplan, como exclamara Napoleón I culminando la conquista colonial de
Egipto, una tierra y una cultura que, a la vez, conquistó al emperador francés.
El Mediterráneo se organiza por estratos. Desde el neolítico, los
desplazamientos en el tiempo y el espacio han causado revoluciones geológicas.
Las ciudades y los campos se asientan sobre restos, “milagrosamente”
preservados, pero a menudo olvidados -o ya saqueados- y altercaciones,
beneficiosas o no, del entorno, que ayudan o condicionan, que soportan y que
dan peso y fundamento a instalaciones actuales. Como un juego de muñecas rusas,
los edificios encajan unos dentro de otros: templos paganos devienen mezquitas
y catedrales como en Damasco y Siracusa; las ruinas acogen al presente. Éste no
se puede entender sin los soterrados niveles que explican por qué estamos aquí,
en esos precisos lugares en los que quizá no debiéramos estar si no fuera por
las huellas, por el peso de la historia. La historia tiene un peso, da peso a lo que se
planifica, pero puede pesar como una losa constriñendo o impidiendo una nueva
mirada a la ciudad.
3.- URBS
a) La trama urbana
La impenetrable medina representa bien lo que es o lo que
fue la ciudad mediterránea, compuesta por una mezcla de espacios, olores,
colores y sonidos –entre los que destaca, paradójicamente, el silencio de los
viernes, los sábados y los domingos. Lo que a ojos ajenos puede aparecer como
una urbe caótica suele ser la representación de un tejido social complejo y
articulado. La modernidad, empero, ha rasgado dicho tejido. Las ciudades
coloniales de los siglos XIX y XX, proyectadas desde la metrópolis según trazas
hipodámicas, han dejado de lado o caer las ciudades antiguas, mientras que
amplias avenidas, a imagen de París, han destripado sin contemplaciones, como
en Barcelona, la tupida y laberíntica trama, considerada insalubre, hasta
llegar a proyectos como el Plan Argel (entre muchos otros) del arquitecto Le
Corbusier, en los años treinta, en el que la ciudad antigua, deshilachada,
desaparece, rota en bloques inconexos.
b) Elementos urbanos
Los griegos eran conscientes que si Oriente inventó la
ciudad, ellos la dotaron de un cuidado espacio público, perteneciente a todos
los ciudadanos, libre del incesante control de los dioses. Lo profano primaba
sobre lo sagrado, lo público sobre lo privado, dos mundos conectados a través
de calles, callejuelas y callejones, y que, antes de la dictadura del muro de
vidrio, se miraban gracias a terrazas, balcones, galerías, rejas y celosías que
articulaban distintos niveles de privacidad, desde lo más íntimo hasta lo
público, desde el ámbito familiar hasta el comercio a plena luz. La densa trama
de lacería de las celosías, de hierro o de madera, que permitía vistas cruzadas
y autorizaba mirar desde dentro sin ser visto, diluyendo en parte la barrera
entre el exterior y los interiores, recordaba y aún recuerda la misma red
nervada de las calles que recorren la ciudad (antigua). La plaza abierta, sin
embargo, tuvo menos crédito en la ciudad islámica, en la cual la vida acontece
detrás de los muros, y en la que la calle, salvo en el bazar, es un conducto que
une portales siempre cerrados. Sin embargo, el patio de la mezquita, abierto a
todos, en el que se practican toda clase de actividades religiosas y laicas,
culturales y comerciales, de ocio y de recogimiento, cumple con muchas de las
funciones que la plaza de la ciudad pagana, luego cristiana, acoge.
4.- CIVITAS
4.1 Ciudadanos
La ciudad: urbs y civitas.
Ciudad como un conjunto de perennes construcciones (urbs), y, o es sobre todo, comunidad (civitas) de ciudadanos bien relacionados entre sí, un tejido de
relaciones humanas. En griego, polis –de
ahí, metrópolis- no era la ciudad de piedra, sino de carne o de espíritus: el
conjunto de los habitantes que constituían el corazón de la urbe, y que la
defendían. La ciudad es ante todo sus moradores cultos y cultivados. Las
ciudades abandonadas, en las que no vive no un alma, son ciudades muertas.
4.2 No-ciudadanos
Pocos eran los llamados ciudadanos en la ciudad antigua mediterránea. Amén de las
mujeres, los niños, los esclavos y los foráneos -incluso si se llamaban
Aristóteles, considerado un simple un macedonio en Atenas-, los deficientes
físicos y mentales y las mujeres ancianas, reducidas a la mendicidad, cuando
perdían su familia, no tenían cabida en la ciudad. La ciudad clásica,
democrática o no, solo se componía de patricios con plenos derechos.
Los excluidos, hoy, no son necesariamente los mismos que en
la antigüedad, pero la ciudad sigue manteniendo en los márgenes, cada vez más
extensos y difusos pero que constituyen
el corazón de la ciudad -una vez que los centros, convertidos en museos o
escenarios temáticos, se despueblan-, a colectivos a los que no quiere o no
puede integrar, que no logran o que rechazan la asimilación. Hasta la flecha
del tiempo se detiene, como si no hubiera futuro.
5.- CIUDAD Y
CONFLICTO
Además de la muralla exterior que circundaba la ciudad
mesopotámica, los barrios de ésta estaban también rodeados de murallas
interiores que los definían, los defendían y los segregaban. Fuera de las
murallas la vida no tenía sentido. La imagen anterior no nos es ajena hoy.
Ciudades como Bagdad han sufrido recientemente y durante años un asedio
interior, partidas por una red de altos muros de hormigón para impedir cualquier
relación entre vecindades; muros y murallas que también dividen comunidades, a
las que enfrentan, como en Nicosia. Las guerras civiles, como las que han
asolado o asolan Beirut, Sarajevo, Damasco o Bagdad, no son las únicas causas de
las barreras entre los habitantes. Los muros no siempre son físicos. Las ciudades
coloniales, como Túnez o Argel, anteriormente a la Segunda guerra mundial,
estaban divididas entre la ciudad originaria, antigua -la medina-, dejada de la
mano de dios, y la ciudad de nueva planta, bien planificada a imagen de una
ciudad moderna europea, ocupada por los colonos europeos, que ignoraba la
ciudad árabe. Las ciudades se doblaron. Se construyeron nuevos barrios para los
colonos, a la vera de las medinas. El poder colonial dio licencia para trazar y
levantar planes de urbanismo y tipos de edificios novedosos, libres de ataduras
con el pasado –el cual, por el contrario, debía cuidarse en las metrópolis
occidentales-, falto de respeto con el entorno.
La ciudad actual incluye –o excluye- barrios, a menudo
periféricos, como el Cabañal en Valencia, o la Mina en Barcelona, que el resto
de la ciudad rechaza y en los que no se osa entrar por miedo al peligro y al
qué dirán, mientras que los vecinos marginados apenas se atreven a salir de su
comunidad por el estigma que sienten les marca.
6.- TORRES DE MARFIL
La ciudad vive de la imagen ideal que proyecta, y se dota de
imágenes luminosas que deslumbran. No caben proyectos públicos de mejora del
espacio urbano sin grandes paneles anunciadores de promesas donde siempre luce
el sol. Estas imágenes fascinan pero también ocultan lo que no se debe mostrar.
Sin embargo, las imágenes ideales no tienen cuerpo. No casan, no se amoldan a
la realidad. Son decorados paradisíacos –no muy distintos de los que Gauguin,
por ejemplo, pintara- tras los cuales, como observaba Platón acerca de toda
imagen ilusoria, no hay nada. Despiertan ilusiones a las que no pueden dar
satisfacción.
El hedonismo asociado al Mediterráneo, que pintores y
fotógrafos, huyendo de la grisura hacia las riberas azules, promovieron a
principios del siglo XX, ha devenido del sueño de los inicios en la pesadilla
de la ciudad de vacaciones. Quienquiera recorra la costa egipcia desde
Alejandría, como quienquiera viaje por la costa mediterránea española, turca,
libanesa o croata, no logra saber dónde se encuentra, pues entre las filas de
bloques idénticos, casi siempre desérticos, en
medio de un urbanismo incierto o inexistente, pierde el contacto con el entorno.
La ciudad de vacaciones se erige como la imagen invertida de la ciudad
mediterránea. Se trata de un “lugar” donde olvidarse de quien se es, dónde perderse,
un lugar sin raíces, indiferente al entorno, que crece aceleradamente, en
extensión y en altura (como en Benidorm), a menos que la crisis de los
“valores” ponga coto a la destrucción del emplazamiento y de los modos de vida
que genera y asume.
7.-. TIERRA BALDÍA
Ya no cabe hablar del Mediterráneo. El imaginario luminoso y
mesurado, verdadero o ilusorio, ha quebrado. La tierra y las construcciones se
han convertido en páramos indiferentes donde la naturaleza y la honda y perenne herida
causada por el hombre, las construcciones y los deshechos, la tierra removida y
el hormigón, la falta de perspectivas y las obras inacabadas hasta el
horizonte, se conjugan para componer un paisaje desolado y sin atributos, donde
campea la falta de urbanidad. La ciudad debería ser una muestra de
ordenamiento, del cuidado o las formas como se trata a la naturaleza; la
periferia, los polígonos, las granjas descontroladas, las urbanizaciones, las
“ciudades nuevas”, las colonias (como los asentamientos invasores de Israel, ubicados
en los altozanos en tierras palestinas), en cambio, son muestras de
malcriamiento y de incultura.
Aunque, a veces, la desolación seduce y se encuentra un
extraño placer y acaso belleza, como evocan las fotografías de la reseca
periferia de Barcelona de Jean-Marc Bustamante.
“Qué es ese
sonido que surca el aire
Murmullo de
lamento maternal
Quiénes las
hordas embozadas que pululan
Por llanuras
sin fin, tropezando en las grietas,
Cercadas
solo por el horizonte
Qué ciudad
es ésa tras la montaña que se
Agrieta,
reforma y estalla en el aire violeta
Torres que
se derrumban
Jerusalén
Atenas Alejandría
(…)
Irreal”
(T.S. Eliot:
La tierra baldía)
8.- EL RETORNO DE
ULISES
“Como cuando
la tierra aparece deseable a los ojos de los que nadan (a los que Poseidón ha
destruido la bien construida nave en el ponto (…) pocos han conseguido escapar
del canoso mar (…) y consiguen llegar a tierra bienvenidos, después de huir de
las desgracias), así de bienvenido era Ulises para su esposa Penélope…”
(Homero: Odisea, canto XXIII y final)
¿Esperanza? La imagen del Mediterráneo, hoy, no invita a
ella. Sin embargo, pese a los conflictos armados o soterrados, la segregación y
las crisis humanitarias incesantes, una inexplicable fuerza vital permite creer
en un futuro diferente.
“Aquí estoy
ascendiendo la mañana de mi país
Escalando los
derrumbes, sus picos
Aquí estoy liberado
del peso de su muerte
Alejándome de él a fin
de que pueda verlo mejor
Mañana, quizá, este
país será mío”
(Adonis)
(VERSIÓN DEL) TEXTO INTRODUCTORIO DEL CATÁLOGO
LA IMAGEN Y EL
HABITAR MEDITERRÁNEO
Pedro Azara
(UPC-ETSAB, Barcelona)
A Marta Ll. y
Victoria G.
“Mi padre
nos decía: Es verdad que en esta tierra uno puede prolongar el paraíso durante
más tiempo, durante más años, el evanescente barco de Peter Pan que cruza el
cielo tarda más tiempo en deshilacharse, en convertirse en nube sobre la esfera
del sol. Cuestión de simbiosis entre la geografía y el pensamiento, entre
paisaje y forma de vida. Es así. Esta tierra te permite mentirte a ti mismo
(…). No lo busques fuera: el paraíso lo tienes aquí. Aunque para reconocerlo
seguramente tengas que irte fuera.” (Rafael Chirbes: Crematorio)
0.- PRÓLOGO: IMAGEN Y
ARQUITECTURA
La obra de arte es un medio con el que interrogamos el
mundo (a los dioses y a la tierra) y a nosotros mismos, y con el que también
plasmamos lo que nuestros sentidos, aliados de la razón, captan de los mundos
exterior e interior. Una obra de arte es una ventana al mundo: se abre a él y
permite que el mundo (o los mundos) y nosotros entremos en contacto y nos
descubramos, nos conozcamos y nos reconozcamos. Los encuentros pueden positivos
o deprimentes, pero la obra de arte es, al menos, lo que facilita este deseado
encuentro.
El arte persigue o permite, entre otros fines, la exploración, la interrogación y la reflexión sobre el espacio habitado: sobre la habitabilidad del mismo, sobre cómo vivimos, cómo nos hacemos con un espacio propio, sobre qué lugar nos pertenece, qué lugar ocupamos, y sobre todo, por qué ocupamos un lugar; es decir, sobre nuestra presencia en el mundo.
La arquitectura es el arte de pensar esta relación, de permitirla y facilitarla; un arte gracias al cual el ser humano se instala, se asienta, se siente a gusto en el espacio. Se trata del arte de humanizar el espacio, es decir de convertirlo en un lugar (habitable) -o de acotarlo a fin que podamos habitarlo.
Este acto que permite el encuentro entre el hombre y el entorno requiere que se reflexione sobre esta relación, sobre sus condiciones y posibilidades, y que se proyecte -que nos proyectemos en el espacio-, a fin que nos imaginemos vivir en un lugar, que soñemos cómo podríamos vivir allí. El arte, posibilita la reflexión sobre el hecho de habitar, la proyección sobre el hábitat. Se anticipa a un modo de vida, que es un modo de ser, o que es quizá la única manera de ser y estar en el mundo: solo podemos estar en un lugar que nos acepte, nos acoja. Esta reflexión y esta apertura se realizan a través de la arquitectura. Habilita el espacio y plasma lo que hemos pensado o nos hemos imaginado acerca de nuestro lugar en el mundo.
Pero cualquier tipo de obra arte, cualquier género artístico puede lograr los objetivos antes enunciados: las artes de la imagen -plástica, musical, gestual y literaria- ofrecen imágenes (modelos) acerca de cómo vivir, cómo estar (bien) en el mundo, cómo estar a buenas con él. Pintura, cine, poesía, danza y música dan cuenta de cómo podemos -o tenemos- que vivir: es decir, sobrevivir. Pues habitar significa sobreponerse a la muerte, proyectarse en el tiempo, viéndose vivir "para siempre" en un lugar, viendo o imaginando que los hijos, y los hijos de los hijos, vivirán allí y cuidarán u honrarán nuestra memoria.
Hacer arquitectura no implica construir físicamente sino que consiste en imaginarse viviendo, mostrando plástica o literariamente esas imágenes soñadas. Hacer arquitectura es un sueño.
El arte persigue o permite, entre otros fines, la exploración, la interrogación y la reflexión sobre el espacio habitado: sobre la habitabilidad del mismo, sobre cómo vivimos, cómo nos hacemos con un espacio propio, sobre qué lugar nos pertenece, qué lugar ocupamos, y sobre todo, por qué ocupamos un lugar; es decir, sobre nuestra presencia en el mundo.
La arquitectura es el arte de pensar esta relación, de permitirla y facilitarla; un arte gracias al cual el ser humano se instala, se asienta, se siente a gusto en el espacio. Se trata del arte de humanizar el espacio, es decir de convertirlo en un lugar (habitable) -o de acotarlo a fin que podamos habitarlo.
Este acto que permite el encuentro entre el hombre y el entorno requiere que se reflexione sobre esta relación, sobre sus condiciones y posibilidades, y que se proyecte -que nos proyectemos en el espacio-, a fin que nos imaginemos vivir en un lugar, que soñemos cómo podríamos vivir allí. El arte, posibilita la reflexión sobre el hecho de habitar, la proyección sobre el hábitat. Se anticipa a un modo de vida, que es un modo de ser, o que es quizá la única manera de ser y estar en el mundo: solo podemos estar en un lugar que nos acepte, nos acoja. Esta reflexión y esta apertura se realizan a través de la arquitectura. Habilita el espacio y plasma lo que hemos pensado o nos hemos imaginado acerca de nuestro lugar en el mundo.
Pero cualquier tipo de obra arte, cualquier género artístico puede lograr los objetivos antes enunciados: las artes de la imagen -plástica, musical, gestual y literaria- ofrecen imágenes (modelos) acerca de cómo vivir, cómo estar (bien) en el mundo, cómo estar a buenas con él. Pintura, cine, poesía, danza y música dan cuenta de cómo podemos -o tenemos- que vivir: es decir, sobrevivir. Pues habitar significa sobreponerse a la muerte, proyectarse en el tiempo, viéndose vivir "para siempre" en un lugar, viendo o imaginando que los hijos, y los hijos de los hijos, vivirán allí y cuidarán u honrarán nuestra memoria.
Hacer arquitectura no implica construir físicamente sino que consiste en imaginarse viviendo, mostrando plástica o literariamente esas imágenes soñadas. Hacer arquitectura es un sueño.
En resumen, la arquitectura es el arte que nos permite vivir
bien. Construye un espacio habitable, en el que uno se ve viviendo, un espacio
de acogida. Este espacio se expone a la vista. Ante él, nos proyectamos, nos
vemos ya allí, como si no pudiéramos estar en otro sitio. La arquitectura
suscita el deseo (de estar a gusto). Al igual que la arquitectura, las imágenes
arquitectónicas que las obras de arte plásticas, musicales, literarias y
escenográficas componen son una invitación a imaginarse, a “verse” en esos
entornos. A veces, éstas ofrecen las únicas ocasiones en las que uno puede
tener la sensación de una vida plena y segura. Permiten soñar en una vida
mejor. Las imágenes suscitan esperanzas, plasman y nos devuelven reflejados
nuestros sueños. Nuestra casa y nuestra manera de vivir se hallan allí delante
de nosotros. La imagen capta y reproduce dónde queremos morar. No vemos otra posibilidad, otro lugar que no
sea el que la obra abre y contiene.
Por esas razones, una exposición sobre hábitats y modos de
vida solo puede, a defecto de poder traer ante nosotros edificios y ciudades
“físicos”, presentar imágenes. Imágenes que, en verdad, son la verdadera
arquitectura, pues las podemos habitar en sueños, que es la manera de vivir
mejor, sueños de vida plena.
Habitar (y deshabitar)
el Mediterráneo es una nueva exposición sobre las relaciones entre las
riberas mediterráneas que el IVAM, dedicado a las conexiones entre el norte y
el sur, organiza desde hace dos años. Comprende obras del presente y del
pasado, contemporáneas y arqueológicas, que guardan las trazas del paso del
tiempo y de los hombres, y abren caminos por donde circulan ideas y prejuicios
que nos devuelven la imagen del mundo que nos hemos creado a medida o a la
medida de los demás.
Se trata de un
recorrido por los espacios que nos acogen y nos rechazan, espacios que tenemos,
a los que aspiramos o que nunca estarán a nuestro alcance, y por los tipos de
vida, plena o vacía, aceptada o negada, que ciudades y edificios acogen,
condicionan o niegan. La exposición
refleja nuestra visión, amable, temida o repudiable, sobre nuestro entorno y la
vida a la que estamos sometidos, vidas que la arquitectura acoge o deniega,
entornos y modos vida que, en ocasiones, no difieren tanto de lo que ocurría en
la antigüedad. Estamos marcados, para bien y para mal, por lo que acontecía y
lo que se pensaba hace dos o tres mil años. La historia es una fuente, fecunda
o envenenada.
La exposición se constituye como un viaje por diversos
puertos (Barcelona, Valencia, Marsella, Argel, Túnez, Trípoli, Estambul,
Beirut, etc.) que pautan las riberas, que son fronteras cerradas o aperturas
hacia el mar, espacios limítrofes de contactos o de rechazo. Los puertos han
sido y suelen ser espacios de conflicto: conjugan maneras de vivir que se
enriquecen o se anulan.
La obra de arte es el medio a través del cual nos damos
cuenta de dónde y cómo vivimos. Y esas imágenes pueden ser benéficas o mostrar
lugares y vidas que no querríamos ver, en los que no querríamos estar o de los
que no querríamos saber nada –precisamente porque estamos allí.
La exposición se refiere al hábitat y al habitar de ciudades
concretas, cuyas formas arquitectónicas y “formas” de vida –o de muerte- son
sintomáticas y ejemplares de una “manera” de construir y de estar. Habitar el Mediterráneo parte de
Valencia y se dirige, a través del mar y por tierra firme, a Barcelona,
Marsella, Génova, Roma, Nápoles, Taranto, Cágliari, Siracusa, Palermo, Split, Sarajevo,
Tirana, Corinto, Atenas, Heraklion, Nicosia, Estambul, Antakya (la antigua
Antioquía), Latakia ( antiguamente, la culta Ugarit, hoy un yacimiento
arqueológico en Siria), Beirut, Tel Aviv, Damasco, Jerusalén, Ramala, Gaza, Alejandría,
El Cairo, Trípoli (Libia), Argel, Túnez, Casablanca y Málaga, pero también se
detiene en el pueblo de Ulassai en Cerdeña, así como en Yerba (Túnez), Marina
d´Or (España) y la Grande Motte (Francia), “ciudades” que no son ciudades
porque solo buscar entretener, es decir, huir de la propia ciudad, trasladando
al visitante -siempre al visitante, pues allí no viven ciudadanos- a una ciudad
supuestamente de ensueño, aunque inexistente, a una ciudad de pesadilla.
Un gran número de imágenes, antiguas y modernas, nos tienden
espejos en los que nos podemos proyectar –o podemos cerrar los ojos- en
visiones o pesadillas construidas o destruidas, muestras de urbanidad o de descortesía.
La exposición se puebla con miradas y recuerdos de otras
personas –dibujos, pinturas, fotografías, esculturas, estatuillas,
instalaciones, películas, y textos-, deseos y temores, entusiasmos, frialdad y
desprecios, asumiendo como propios los recuerdos de estas personas (como
comenta Omar Pamuk), con la secreta o no tan secreta ambición que cada uno de
nosotros, visitantes de la muestra, pueda descubrir o exponer qué imágenes se
ha labrado de dónde y cómo vive -o malvive.
1.- INTRODUCCIÓN: EL
ACOSTAMIENTO
“Simultáneamente
hamítica, semítica, aria incluso, pagana, judía, cristiana y musulmana, al
mismo tiempo africana, asiático y europeo, un continente que no tiene relación
con nuestra manera habitual de medir el tiempo y es espacio, ya que África
empieza en los Pirineos y la Edad Media sobrevive aquí con las ofertas
contemporáneas más atractivas, simultáneamente romana y cartaginesa,
alejandrina y hebraica, helénica y catalana, el escenario de contrastes por
excelencia, la fértil tierra madre de mitos y espejismos.” (Susan Sontag)
“Si tuviera
que (construirme una casa), al igual que algunos romanos, la construiría
adentrándome en el mar; quisiera tener algunos secretos en común con ese
hermoso monstruo” (F. Nietzsche: “En el mar”, La ciencia jovial, 240)
El Mediterráneo es, desde la antigüedad, una gran ciudad, un
vasto espacio construido a base de alianzas y enfrentamientos, tierra de
intercambios de bienes y de ideas, y de exclusiones, de acogidas y de
conquistas, de vías de comunicación y de barreras, guerras y alianzas, deseos de
conocimientos y suspicacias, poblada de faraones y de esclavos. Se han
encontrado restos minoicos –y, posteriormente, fenicios- en Andalucía, y la
isla de Ibiza, tan occidental, estaba dedicada –de ahí su nombre- a un dios
plenamente egipcio, sin parangón con divinidades de otras culturas, el amigable
dios Bès. El Mediterráneo, una ciudad
unida y dividida, construida, destruida, olvidada y vuelta a levantar, lugar de
acogida y de rechazos, venida desde tiempos remotos y con un futuro quizá
incierto, un tejido articulado por viajes, desplazamientos y transmisiones
culturales, emprendido por necesidad y curiosidad (motivaciones personales como
la íntima obligación moral de peregrinar a la Meca, y el deseo de llegar hasta
la capital cultural del mundo medieval –Bagdad, fundada en el siglo VIII-, de
los intelectuales del califato de Córdoba, por ejemplo), deseos de conocer y de
venganza, un mar y unos puertos siempre divididos y sin embargo conectados, a
la espera del otro, con temor o esperanza, un espacio real e imaginario; una
ciudad real e inexistente, cuyas imágenes las artes plástica, poética,
arquitectónica y musical han creado, recreado o reflejado, en las que nos
podemos reconocer, con satisfacción o angustia. Quizá las antiguas teselas de
hospitalidad de origen celta, y asumidas por Roma, que representan dos manos
unidas, simbolicen bien lo que es –o, al menos, lo que fue, durante un tiempo-
el Mediterráneo: un espacio abierto interna y externamente, en conexión con
pueblos del norte, y que permitía los viajes de ida y vuelta desde las
distintas riberas. Un viaje al que invita esta exposición.
2.- LLEGADA A PUERTO
Marco geográfico
Sin tener en cuenta los activos y numerosos intercambios
culturales y comerciales ya en la remota Antigüedad (al menos desde el tercer
milenio aC), las invasiones y la curiosidad intelectual que movía a
desplazamientos desde Gades hasta Damasco y Bagdad, el Mediterráneo se
convirtió, entre la segunda mitad del siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial, en
una fértil y casi tópica fuente colorística, sensual y lumínica de motivos
edénicos –como los del mediocre estilo Noucentista-, de deseos y temores
recreados por artistas venidos de tierras lejanas o nórdicas, desde van Gogh
hasta Matisse y Nicolas de Stael –que quiso plasmar un azul, que el poeta René
Char, amigo del artista, calificaba de cassé-bleu
(roto-azul), que invitara a cruzar el marco del cuadro, a romper con la
realidad, lo que condujo al pintor al suicidio. Incluso el pintor minimalista,
abstracto norteamericano Ellsworth Kelly, admirador de Matisse, homenajeó, en
los años 50 del siglo pasado, los colores puros mediterráneos, fijados, años hacía,
por los pintores fauvistas (muchos
instalados en las riberas mediterráneas francesas y, algunos, explorando incluso
las costas norteafricanas, como el suizo Paul Klee).
Esta imagen saturada de colores sin matices, que quizá solo
exista en una paleta, contrasta, sin embargo, con la triste evocación de una
ciudad mediterránea como la argelina Oman, descripción que podría aplicarse a
tantas –quizá a todas- urbes ribereñas (pasado el tópico del sol):
“La ciudad, en sí misma, hay que confesarlo, es fea. Su
aspecto es tranquilo y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace
diferente de las otras ciudades comerciales de cualquier latitud. ¿Cómo
sugerir, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde
no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro, en una palabra?» (Albert
Camus: La Peste)
Sin embargo, posiblemente sea la conocida fotografía en
blanco y negro, fuertemente contrastada, de Herbert List: Goldfish Bowl, Santorini, de 1937, la que mejor representa o
simboliza las complejas, contradictorias imágenes que el Mediterráneo suscita,
entre la luz y el polvo: un espacio al mismo tiemplo claro y deslumbrante, y
sin embargo encerrado sobre sí mismo, del que es imposible escapar pese a las
perspectivas que abre, un lugar, libre en apariencia, que se ve como un centro
del mundo alrededor del cual se piensa que el mundo gira, en el que se cae y
que atrapa para siempre.
El peso de la
historia
“Pero tú
encuentras aquí [en Génova], al doblar cada esquina, a un hombre entero que
conoce el mar, la aventura y Oriente, que siente desafecto por la ley y por el
vecino como si fuesen una especia de aburrimiento, y que mie con una mirada
envidiosa a todo cuanto ya ha sido fundado y es antiguo” (F. Nietzsche:
“Génova”, La ciencia jovial, 291)
Algunas ciudades se confunden con sus mitos. Pesan como
voces antiguas que no dejaran hablar nunca más. Atenas porta aún el nombre de
su diosa protectora (Atenea) -y al arribar a la ciudad uno acaba por creer (o
desea creer) más en los imaginario héroes Teseo y Egeo que en los hombres de
carne y hueso que malviven-; el nombre de Taranto recuerda al de su mítico
héroe fundador, Taras, y Alejandría no se libra de la sombra de su legendario
emperador fundador (Alejandro), el olvido y el descuido de cuya tumba, que
quizá nunca se levantara, pesa aun sobre la ciudad volcada a unos tiempos que
solo existen en las historias. Sin las heroicidades de Hércules, las ciudades
de Roma, Regio Calabria y Barcelona que fundara no serían, pues las ciudades
sin héroes fundadores o protectores aparecen huérfanas, carentes de pasado,
ciudades tan solo de paso.
No es solo desde lo alto de las pirámides que dos mil años
nos contemplan, como exclamara Napoleón culminando la conquista colonial de
Egipto a finales del siglo XVIII, una tierra y una cultura que, a la vez,
conquistó al emperador francés. El Mediterráneo se organiza por estratos. Desde
el neolítico, los desplazamientos en el tiempo y el espacio han causado revoluciones
geológicas. Las ciudades y los campos se asientan sobre restos “milagrosamente”
preservados pero a menudo olvidados, o ya saqueados, de asentamientos
(ciudades, santuarios y monumentos, villas y camposantos), vías de
comunicación, infraestructuras (canteras, puentes y acueductos) y
altercaciones, beneficiosas o no, del entorno, que ayudan o condicionan, que
soportan y que dan peso y fundamento a instalaciones actuales. Como un juego de
muñecas rusas, los edificios encajan unos dentro de otros, y los estilos se
superponen cubriendo o completando estilos pretéritos: templos paganos devienen
mezquitas y catedrales, como en Siracusa –cuya catedral, por dentro, sigue
siendo un dórico templo griego- y Damasco (la mezquita del Viernes Santos
acoge, encaja y superpone restos de templos paganos -mesopotámicos y romanos-,
y monoteístas -cristianos, bizantinos e islámicos); incluso el Partenón ateniense
poseyó un minarete (al igual que la catedral de Barcelona en el siglo VIII);
ciudades como Split (hoy en Croacia) caben, incluso hoy, en las ruinas de un
palacio imperial romano, extenso como la propia Roma, y la hoy tan poblada
ciudad de Nimes (Francia), se circunscribió, durante casi dos milenios, en las
arenas de un anfiteatro romano bien conservado cuyo muro perimetral la defendía.
Las ruinas acogen al presente, pero las ciudades pueden pasar de largo de sus
propias ruinas –como comenta el novelista turco Omar Pamuk acerca de la
relación de su ciudad, Estambul, con su historia. El presente no se puede
entender sin los soterrados niveles que explican por qué estamos aquí, en esos
precisos lugares, en los que quizá no debiéramos estar si no fuera por las
huellas, por el peso de la historia.
Las historias personales también pesan: los recuerdos de lo
que las ciudades y las casas fueron pero ya no están, destruidas por las
guerras. Las instalaciones del artista y arquitecto libanés Rayyane Tabet,
compuestas por decenas de pequeñas piezas de hormigón depositadas –pero no
fijadas- en el suelo, que componen mosaicos o temblorosas y densas
agrupaciones, barrios vueltos sobre sí mismos, de la asolada –y renovada, tras
el olvido de lo que ocurrió y de lo que existía- Beirut, evocan la fragilidad
de los recuerdos y las construcciones añoradas que caen a tierra y desaparecen
con las bombas, la avidez y las prisas que impiden pensar y atender a lo que,
pese a las heridas, aún podría ser.
La ciudad (densa o desarticulada)
Ya sea greco-latina o islámica, florentina o
imperial, medieval o moderna, portuaria o de tierra adentro –nunca demasiado
adentro, tan solo retirada de las costas de la muerte-, la ciudad mediterránea
es –era o debería volver a ser- un tejido trenzado de calles y callejuelas, cubiertas o no (por telas o techumbres, como
en un bazar), que se adentran por densas manzanas de viviendas tan solo
aliviadas por patios privados y plazoletas (como los criticados “Gossip
Squares”, o Plazas del Chisme, que el arquitecto griego Doxiadis proyectara en
Bagdad en los años 50) por donde el sol y el rumor de voces se cuelan, y de
donde emanan una algarabía de sonidos, así como por algún monumento –una
iglesia, un ayuntamiento- que requiere un espacio despejado de acogida, abierto
como una mano tendida, ante la fachada. La impenetrable y laberíntica medina,
similar a los centros históricos de Córdoba y Argel, por ejemplo, representa
bien lo que es o lo que fue la ciudad mediterránea, compuesta por una mezcla de
espacios, olores, colores y sonidos –entre los que destaca, paradójicamente, el
silencio de los viernes, los sábados y los domingos, tan solo rasgado por las
llamadas a la plegaria y el repicar de las campanas que pautan el tiempo y el
espacio, permitiendo saber dónde uno se halla con respecto al minarete o el
campanario, verdaderos ejes cósmicos alrededor de los cuales cuajan los barrios.
Hasta los muertos se cobijan en cementerios marinos, ubicados en las crestas
–como los de Génova o Arenys de Mar- por cuyos caminos empinados, amenazados
por tumbas altivas, cuesta caminar sin temor. Cementerios, sin duda, símbolos
de la ciudad (muerta):
“¡Silencio! Silencio de los cementerios en vuestras tristes
calles.
Yo clamo, grito, me lamento y en el silencio oigo
la solemne nieve esparcida en la sombra
dónde se repiten unos pasos solitarios cuyo eco se
traga
la ciudad, como si una bestia de hierro y piedra
devorara la vida y no quedara vida desde la tarde
hasta el día.”
(Badr Shakir al Sayyab: Testamento de un agonizante)
La modernidad,
empero, ha rasgado el tejido urbano. Las ciudades coloniales de los siglos XIX
y XX, proyectadas desde la metrópolis según nítidas trazas hipodámicas
(semejantes a rejas), han dejado de lado, han dejado caer las ciudades antiguas
(que lentamente decaen, como evoca Rayyane Tabet), mientras que amplias
avenidas, a imagen de París, han destripado sin contemplaciones la tupida y
laberíntica trama urbana –como se percibe en tantas ciudades del norte de
África-, considerada insalubre, hasta llegar a proyectos como el temible Plan Argel
(entre muchos otros) del arquitecto Le Corbusier, en los años treinta
(afortunadamente nunca llevado a cabo), en el que la ciudad, deshilachada,
desaparece, rota por un bloque serpenteante de diez quilómetros de largo, coronado
por una autopista, que debía evitar, según escribe el arquitecto, que los
ciudadanos se miraran a los ojos a través de las ventanas en fachadas
encaradas, y por torres aisladas como faros y edificios que se alzaban como gigantescas
pantallas bloqueando el contacto con el mar; un proyecto que concluiría, tras
trece años de vanos esfuerzos (nadie había realizado encargo alguno), con una
larga carta dolida de despedida al Prefecto (publicada en 1950, en un hermoso
libro ilustrado por el arquitecto, bajo el título de Poesía sobre Argel) en la que Le Corbusier defendía que quiso
restablecer la unión entre poesía y arquitectura que los otomanos habían
conseguido, recuperando, mediante reiterados cortes y derribos en el tejido
urbano, la imagen paradisiaca de una África mediterránea–a ojos orientalistas:
“Estamos en África. Este sol, esta expansión de azul y de
mar, este verde, son lo que envolvían los gestos doloridos de Salambó, las
gestas de Escipión y Aníbal así como las de Kheir-ed-Din Barbaroja. El mar, la
cadena del Atlas y las montañas de la Cabilia despliegan su sentimiento
propicio. La tierra es roja. La vegetación consiste en palmeras, eucaliptus,
árboles resinosos, robles corchosos, olivos e higos chumbos; en el perfume del
jazmín y la mimosa. Desde el primer plano hasta la lejanía del horizonte, una
sinfonía es inmanente.”
“Benaurat sia l’ordre rectilini
dels carrers i les places, que impedeix
dels carrers i les places, que impedeix
que es desorientin les ànimes frèvoles
O es perdin els turistes despistats.
I siguin benaurats els urbanistes
Que planifiquen i fan i desfan
Els bulevards, les llargues avingudes
On sein els ociosos indigents.
I beneïts siguin els arquitectes,
i els contractistes, i exultats també
els sobrestants, paletes i guixaires,
i aquells que en diuen agents d’una tal
sagrada propietat immobiliària.
I que el Senyor els aculli ben aviat!”
I beneïts siguin els arquitectes,
i els contractistes, i exultats també
els sobrestants, paletes i guixaires,
i aquells que en diuen agents d’una tal
sagrada propietat immobiliària.
I que el Senyor els aculli ben aviat!”
(Carles M. Sanuy : Les
benaurances del Raval)
3.- URBS
Paseo por la ciudad
“La
arquitectura árabe nos aporta una enseñanza valiosa. Se aprecia en marcha, con
los pasos: es caminando, desplazándose, que se ve cómo se desarrollan las
ordenanzas de la arquitectura. Es un principio contrario al de la arquitectura
barroca que se concibe en el papel alrededor de un punto fijo teórico. Prefiero
la enseñanza de la arquitectura árabe” (Le Corbusier)
La ciudad mediterránea, entre el mar y las sierras de la
costa que cortan el horizonte, tiene - o tuvo- límites. Hasta no hace mucho
(hoy, la periferia de Alejandria se alarga durante casi cien quilómetros, entre
el mar y el desierto, mientras que el sesenta por ciento de la costa de
Valencia es un tejido urbano desestructurado que asedia la capital), la ciudad
no se extendía hasta más lejos de donde alcanza la vista, como la ciudad
norteamericana. Hasta la periferia se puede llegar caminando, hoy incluso. Como
ocurre en Marsella, Nápoles (el barrio español), Estambul, Argel, Trípoli o
Beirut, calles estrechas empinadas y avenidas decimonónicas descienden y se
abren hacia el mar –como en Nápoles- circundado, hoy, por un paseo y el puerto
antiguo, que poco a poco se relaciona con la ciudad, derribando vías y muros,
como en Barcelona, Tarragona o Marsella. El bazar de Beirut (reconstruido tras
la guerra civil) se ubica precisamente allí donde la ciudad se encuentra con el
mar. La urbe se descubre a pie, aunque las imágenes confluyen y se yuxtaponen,
componiendo en denso tejido de impresiones, desde un vehículo motorizado. La
ciudad parece haber sido trazada y levantada a la medida del hombre, atendiendo
a sus pasos mesurados, nada apresurados, siempre frenados o detenidos por
puestos callejeros, tiendas y talleres modestos que tienden a desaparecer, si
bien las nervaduras de las calles y los pasajes, como en Venecia, conducen o
invitan, a menudo, a perderse por barrios que parecen, en ocasiones,
retrotraernos a épocas del pasado.
Aunque
“Es difícil vivir en la ciudad,
Atravesar sus calles y sus venas abiertas
Entre el ruido arterial de los comercios,
Los pasos amarillos de algunos transeúntes
Y el batir de los toldos
Movidos por la brisa
Igual que un oleaje que calcina los párpados
Y erosiona el color de las miradas.”
(Luis Bagué Quílez: “Ida y vuelta, II”, Un jardín olvidado)
El espacio público:
la calle, el patio, el balcón, la terraza y la frontera de la celosía.
“La plaza y los naranjos encendidos
con sus frutas redondas y risueñas.
Tumulto de pequeños colegiales
que, al salir en desorden de la escuela,
llenan el aire de la plaza en sombra
con la algazara de sus voces nuevas.
¡Alegría infantil en los rincones
de las ciudades muertas!...
¡Y algo nuestro de ayer, que todavía
vemos vagar por estas calles viejas.”
con sus frutas redondas y risueñas.
Tumulto de pequeños colegiales
que, al salir en desorden de la escuela,
llenan el aire de la plaza en sombra
con la algazara de sus voces nuevas.
¡Alegría infantil en los rincones
de las ciudades muertas!...
¡Y algo nuestro de ayer, que todavía
vemos vagar por estas calles viejas.”
(Antonio Machado: La
plaza y los naranjos encendidos)
Los griegos, en la antigüedad, eran conscientes que si
Mesopotamia inventó la ciudad, ellos la dotaron de un cuidado espacio público ubicado
en el centro: un espacio de mercadeo y de intercambio, el ágora, desde donde la
ciudad se regía a través de instituciones y edificios públicos y se proyectaba
a través de monumentos que daban cuenta de sus orígenes, su grandeza y sus
valores, como el Altar de los doce dioses, y el Monumento de los héroes
epónimos, ambos en el ágora de Atenas. El ágora no pertenecía a nadie salvo a
todos los ciudadanos; estaba al servicio de éstos. Se trataba de un espacio
central y acotado libre del incesante control de los dioses, relegados en las
alturas de la acrópolis, sin poder influir en la vida cotidiana que acontecía a
sus pies. La diosa Peito, la personificación de la Persuasión –la seductora
hija de Afrodita que siempre la acompañaba, como si fuera su doble-, presidía
el ágora de la portuaria Corinto: las zalamerías eran más efectivas que las
plegarias y las órdenes cuarteleras, la palabra vencía las resistencias,
desarmaba. Lo profano primaba sobre lo sagrado, lo público sobre lo privado.
Son dos mundos conectados a través de calles, callejuelas y callejones, o que
se miran gracias a terrazas, balcones, galerías, rejas y celosías, cuya densa
trama de lacería, de hierro o de madera –como bien sugieren los dibujos de la
artista egipcio-alemana Susan Hefuna-, que permiten vistas cruzadas y, sobre
todo, permite mirar desde dentro sin ser visto, diluyendo en parte la barrera
entre el exterior y los interiores, recuerda la misma red nervada de las calles
que recorre la ciudad (antigua). Desde cierta distancia, la red ortogonal de
las calles, vistas a través de una celosía, puede superponerse a la cuadrícula
de ésta.
El patio se confunde con la plaza. Existen patios recoletos,
recónditos, vetados a quienes no forman parte de la familia, como ocurre en la
casa damascena tradicional –patios de varones cabe la entrada, y patios de
mujeres, en lo más hondo del hogar-, y corralas, rodeadas de viviendas unidas
por pasadizos, por las que se propagan verdades y maledicencias, chanzas,
quejas y protestas, pulmones que amplifican las nacientes revueltas contra las
órdenes venidas “de arriba”. Plazas y patios forman parte de la ciudad humana,
con los pies en la tierra, la ciudad de la ironía socrática, de la “doxa” (la
opinión, que la palabra conforma y desmiente, el saber popular, los dichos, en
suma) lejos de la fe ciega en dioses y salva-patrias.
La terraza, por su parte, delimita los volúmenes de las
casas pero se abre al cielo. Se asciende interiormente antes de llegar a
aquélla y de salir a la luz. Desde la terraza se domina la ciudad. Una ciudad
no está bajo control hasta que no se toma posesión de las terrazas, donde se
agazapan los inmisericordes francotiradores (en Argel, cuando la guerra contra
el poder colonial francés o, más recientemente, en Sarajevo y en Alepo). La
ciudad está en el punto de mira desde la terraza. La terraza abre perspectivas,
ensancha el espíritu; y escapa al ojo de la ciudad. ¡Cuántas construcciones –depósitos
de agua (sin los que la casa no puede vivir), palomares, jaulas, casetas,
estudios, huertos, invernáculos, trasteros, habitaciones de alquiler, incluso-,
hoy cubiertas por las escamas relucientes de las placas solares y erizadas por
las púas de toda clase de antenas y repetidores, no se han levantado que han
pasado desapercibidas! Pero la terraza es también un lugar sin más salida que
la escalera por donde se ha venido, o el echarse al vacío. Bien es verdad, sin
embargo, que las terrazas se unen, saltando por las estrechas brechas de las
callejas. Dibujan un paisaje de altozanos con desniveles que no son
insalvables, aterrazado y suspendido. Área de vida y de juego –en algunas
ciudades del norte de África, dedicadas solo a las mujeres y los niños-, espacio
familiar donde se recibe libre e informalmente, en las cálidas noches de estío,
a algunos vecinos y amigos, fuera del control del vecindario (como muestra el
cineasta italiano Ettore Scola en la película La terraza), un insólito espacio de libertad bajo el sol del que,
sin embargo, salvo en contadas excepciones, cuando quienes ocupan los demás
espacios urbanos se encierran como anacoretas y cierran los ojos, no se puede
descender ni salir.
La plaza abierta, sin embargo, tuvo menos crédito en la
ciudad islámica tradicional –la plaza y la rotonda son más bien tipologías
urbanas occidentales exportadas a principios del siglo XX-, en la cual la vida
acontece detrás de los muros, como bien muestra el callado cortometraje en
blanco y negro El pan y la calle del
cineasta iraní Abbas Kiarostami, y en la que la calle, salvo en el bazar, es un
conducto que une portales siempre cerrados. Sin embargo, el patio de la
mezquita, abierto a todos, en el que se practican toda clase de actividades
religiosas y laicas, culturales y comerciales, de ocio y de recogimiento,
cumple con muchas de las funciones que la plaza de la ciudad pagana, luego
cristiana, acoge.
4.- CIVITAS
La ciudad abierta:
los incluidos
A principios de los años ochenta, la artista italiana
(sarda), María Lai (1919-2013), invitó a los vecinos de su localidad natal, Ulassai,
un pueblo de hábiles tejedores en Cerdeña, recogido bajo un alto risco, a
cortar, en una tela ancha y larga, tiras que se anudarían para formar una larga
cinta azul que, entre todos, permitiría unir todas las casas y, saliendo del
recinto urbano, dirigirse hacia la montaña, ubicada a unos diez quilómetros,
para rodearla y regresar a la comunidad. Esta acción, titulada Unirse a la montaña, que simbolizaba y
reforzaba las relaciones entre casas, vecinos y el entorno –la montaña, como
una enhiesta esfinge, vigila y defiende severamente el pueblo-, expresa bien
los sentimientos de pertenencia a un lugar donde los humanos se sienten bien
recibidos, acogidos.
La ciudad, urbs en
latín, es un conjunto de perenes construcciones, pero es también, o sobre todo,
una civitas, es decir una comunidad
de ciudadanos bien relacionados entre sí, un tejido de relaciones humanas. En
griego, polis –de ahí, nuestra
moderna metrópolis, un hormiguero humano- no era la ciudad de piedra, sino de
carne o de espíritus: el conjunto de los habitantes que constituían el corazón
de la urbe, y que la defendían. La ciudad es ante todo sus ciudadanos. Las
ciudades abandonadas, en las que no vive ni un alma, son ciudades irremediablemente
muertas, ya no son ciudades. Una ciudad devastada se reconstruye, incluso con
las casas aún derruidas, cuando los vecinos supervivientes aceptan volver a
vivir en común y reconstruyen relaciones rotas.
La ciudad se constituye así como un lugar de acogida, la
meta de una vida errante, lo que da sentido al curso de la vida. En el Antiguo
Testamento, tan poco favorable a la vida urbana (recordemos la diatribas en
contra de grandes ciudades terrenales como Babilonia; recordemos también que la
primera ciudad fue construida por el primer fratricida, Caín), existían las
ciudades de acogida, determinadas por Yahvé, en las que los desterrados, los
condenados injustamente en otras urbes, los perseguidos de todo el orbe podían
hallar un refugio seguro de por vida –siempre que no la abandonaran. La ciudad-refugio
era su salvación, como sigue siéndolo para tantos emigrantes que huyen de la
miseria y la violencia:
“Habló Jehová a
Josué, diciendo:
Habla a los hijos de Israel y
diles: Señalaos las ciudades de refugio, de las cuales yo os hablé por medio de
Moisés, para que se acoja allí el homicida que matare a alguno por accidente y
no a sabiendas; y os servirán de refugio contra el vengador de la sangre. Y el
que se acogiere a alguna de aquellas ciudades, se presentará a la puerta de la
ciudad, y expondrá sus razones en oídos de los ancianos de aquella ciudad; y
ellos le recibirán consigo dentro de la ciudad, y le darán lugar para que
habite con ellos. Si el vengador de la sangre le siguiere, no entregarán en su
mano al homicida, por cuanto hirió a su prójimo por accidente, y no tuvo con él
ninguna enemistad antes. Y quedará en aquella ciudad hasta que comparezca en
juicio delante de la congregación, y hasta la muerte del que fuere sumo
sacerdote en aquel tiempo; entonces el homicida podrá volver a su ciudad y a su
casa y a la ciudad de donde huyó.
Entonces señalaron a Cedes en
Galilea, en el monte de Neftalí, Siquem en el monte de Efraín, y Quiriat-arba
(que es Hebrón) en el monte de Judá. Y al otro lado del Jordán al oriente
de Jericó, señalaron a Beser en el desierto, en la llanura de la tribu de
Rubén, Ramot en Galaad de la tribu de Gad, y Golán en Basán de la tribu de
Manasés.
Estas fueron las ciudades
señaladas para todos los hijos de Israel, y para el extranjero que morase entre
ellos, para que se acogiese a ellas cualquiera que hiriese a alguno por
accidente, a fin de que no muriese por mano del vengador de la sangre, hasta
que compareciese delante de la congregación.”
(Josué, 20)
La ciudad cerrada: los excluidos
La noción de inclusión apela inevitablemente a la de su
antónimo: la exclusión. Incluir deriva del verbo latino claudere: encerrar (bajo siete llaves: clavis, llave, y claudere
tienen el mismo origen); excluir significa, en cambio, liberar del encierro,
dejando, sin embargo a la deriva, expuesto a todos los peligros; la inclusión
encarcela pero protege. La misma noción de ciudadanía ateniense no solo dejaba
de lado a una parte importante de la población, sino que el enraizamiento que
está en la base del título de ciudadano conlleva, ayer y hoy, la negación de
los derechos de quienes no forman parte de familias cuyos antepasados, por el
contrario, han nacido directamente de la tierra desde la noche de los tiempos. La
familia apela a la sangre -a la mafia. Así, la noción de autoctonía (palabra
que literalmente significa generado por las profundidades y que está en la raíz
de los modernos nacionalismos excluyentes), propia de ciudades griegas antiguas
como Atenas, se sustentaba en la creencia que los primeros habitantes de dicha
ciudad –sus primeros reyes como Erecteo y Erictonio, nombres que incluyen el
término cthonios o profundidad (de cthoon o cthonos: tierra) en su composición, seres híbridos, mitad humanos,
mitad serpientes- habían brotado del subsuelo, de las entrañas de la ciudad, y
que solo aquellos cuyas raíces se remontaban a los orígenes de la urbe podían
ser considerados y aceptados como miembros a parte entera de la colectividad. Palabras
como raíz, origen, tierra, patria, que pueden revelar una cara siniestra,
definen lo que son también los incluidos: seres que rechazan violentamente al
otro que no puede sino estar de paso porque no tiene un anclaje, una razón de
ser y estar en la ciudad. No tiene asiento o cabida en ella.
Pocos eran los llamados en la ciudad antigua mediterránea.
Amén de las mujeres, los niños, los esclavos y los foráneos -incluso si se
llamaban Aristóteles, macedonio en Atenas y, por tanto, carente del derecho a
la ciudadanía-, los deficientes físicos y mentales, y las mujeres ancianas,
reducidas a la mendicidad cuando perdían su familia (no existían servicios
asistenciales), no tenían cabida en la ciudad.
Así, las estatuillas helenísticas y romanas, en terracota o
en bronce, de seres deformes (por enfermedades, la edad, o la burla), naturalistas
o caricaturescas, enmascaradas (efigies de actores satíricos) o a cara limpia
–no siempre expuestas en los museos por la extrañeza que suscitan-, no suelen
casar con la imagen carismática del héroe griego. No se sabe si son retratos
descarnados o caricaturas, si expresan compasión o cruel burla. Su función también
es desconocida; quizá profiláctica o protectora, a fin de ahuyentar lo que
deforma la vida, lo que permite no tomar la vida, que alumbra o acepta
semejantes deformidades, excesivamente en serio, y recuerda que la condición
humana es maleable, a merced de los golpes de la fortuna, de los que no siempre
se sale indemne, sin marcas visibles.
La ciudad clásica, democrática o no, solo se componía de
patricios con plenos derechos. Los excluidos, hoy, no son necesariamente los
mismos que en la antigüedad. Los deficientes suelen o tienen que ser aceptados;
ya no actúan como una imagen invertida de la nobleza y la belleza las cuáles
destacaban sobremanera en los retratos reales barrocos con bufones, como los de
Velázquez, cuando se las comparaba con el enanismo y la faz bestial o dejada. La
mirada, cerrada, dura y cansada, de Magdalena Ventura, la mujer barbuda dando
el pecho, retratada por José de Ribera a petición del Virrey de Nápoles para
documentar “en magnu natura miraculum -los milagros de la naturaleza (miraculum, de mirar, significa lo que
asombra, inquieta)-”, aún sobrecoge. Hoy se discute si la mujer, en algunas
ciudades islámicas, está verdaderamente excluida de la vida urbana o si posee más
bien su propio espacio, del que no puede salir, pero al que no pueden acceder
los varones. La ciudad, empero, sigue manteniendo en los márgenes, cada vez más
extensos y difusos pero que constituyen el corazón de la ciudad -una vez que
los centros, convertidos en museos o escenarios temáticos, se despueblan-, a
colectivos a los que no quiere o no puede integrar, que no logran o que
rechazan la asimilación. Los proyectos de viviendas para colectivos en
tránsito, como los gitanos, ubicadas habitualmente en la periferia, casi
siempre han fracasado, acentuado la marginalidad de los excluidos.
El centro y los barrios “altos” metropolitanos se blindan.
Altos muros de hormigón vallan barrios, parten ciudades e impiden el acceso a
la ciudad. La ciudad o el barrio desaparece tras el telón de hormigón: las
fotografías de Anne-Mari Filaire son un recorrido por una franja continua,
entre Israel y Palestina, a la que ningún obstáculo, ninguna pendiente se le
resiste. La voladura intencionada del puente viejo de Mostar (Stari Most),
convirtió el río torrencial Netetva que atraviesa la ciudad a través de una
garganta, en un foso. Aún hoy, tras su reconstrucción, la ciudad sigue
dividida. Los habitantes de los barrios enfrentados hasta hace poco, apenas se
cruzan.
Un muro siempre divide. No bien se traza, establece
distinciones. Las comunidades quedan a uno u otro lado. Los muros separan comunidades
para evitar males mayores, males que los muros simbolizan o despiertan. El muro
nos define –a qué bando pertenecemos- y nos opone a los otros, a quienes se
hallan del otro lado de la barrera. La comunicación, el intercambio son
imposibles. No podemos ponernos en el lugar de quienes tenemos enfrente, con
quienes nos encaramos, a cara de perro. Ciudades como Nicosia, provincias como
Ceuta y Melilla, países como Palestina están atravesados o rodeados por muros
de hormigón o electrificados. Entre 2003 y 2016 la ciudad de Bagdad estuvo
troceada en núcleos ocultos por altos muros de cemento, y las calles se habían
reducido a pasos estrechos entre altos muros continuos enfrentados, por los que
no se podía caminar, que debían proteger de atentados con bombas.
Hasta la flecha del tiempo se detiene, como si no hubiera
futuro, como evocan los relojes de arena, llenos de hormigón triturado
procedente del infranqueable muro de la vergüenza que separa Israel de
Palestina, de Majd Abdel Hamid. “¿Tenemos necesidad de las sombras para acordarnos?”,
pregunta Massinissa Salmani, en una serie de dibujos: sombras de quienes no
pueden acceder a plena luz. El humor descarnado, exponiendo situaciones
absurdas o grotescas, que desvelan la fragilidad y la inutilidad de la
violencia, el miedo que destila, es quizá única salida que queda, para poner en
perspectiva la vida en la ciudad, sus beneficios y sus limitaciones, y mostrar
si vale la pena tratar de retornar a aquélla; así al menos Mohammed Al-Hawajri
reacciona ante la violenta exclusión que sufren los ciudadanos –y quienes
fueron un día ciudadanos- de Gaza, en una serie de dibujos (M43) de los que se exponen algunos con una
escena de boda que podría ser casi un acontecimiento singular pero no extraño o
inhabitual -si no uniera un torpe y fatuo militar con una orgullosa civil en
tierra de nadie. Tan solo las dificultades para poder traerlos desde Gaza a
Valencia son un testimonio del daño que los muros, construidos supuestamente
para evitar enfrentamientos, suscitan en una misma comunidad.
5.- ESPEJISMOS
URBANOS
Ciudad y conflicto:
la ciudad dividida
“Las ciudades se deshacen
y la tierra es una locomotora de polvo.
Sólo el poeta sabe casar este espacio.
No hay camino hacia mi casa: estado de
asedio,
las calles son cementerios.
Desde lejos, sobre su casa,
una luna ensimismada se cuelga
en los hilos del polvo.
Dije: "Este es el camino a mi
casa". Respondió: "No,
no pasarás", y me apuntó con el fusil...
Está bien. Tengo en todos los barrios
amigos, y todas las casas del mundo.”
(Adonis – Ali Ahmad Said-: Desiertos)
Además de la muralla exterior que circundaba la ciudad
mesopotámica, los barrios de ésta –al igual que en ciudades africanas como Edo,
la antigua capital del reino de Benín, pletórica entre los siglos XII y XV, hoy
perdida tras haber sido arrancada de raíz por el ejército británico a finales
del siglo XIX- estaban también rodeados de murallas interiores que los
definían, los defendían y los segregaban. Fuera de las murallas la vida no
tenía sentido. La imagen anterior no nos es ajena hoy. Como ya hemos comentado,
ciudades como Bagdad han sufrido recientemente y durante años un asedio
interior, partidas por una red de altos muros de hormigón para impedían
cualquier relación entre vecindades.
El título de la instalación (cuyo préstamo no se ha
concretado) que Marwan Rechmaoui dedica a su ciudad, Beirut, es expresivo: Beirut–Caoutchouc; se trata de un
extenso mapa de la ciudad, mostrada como una mancha negra continua que se
extiende en el suelo como la tinta china vertida por un tintero volcado. La
instalación es una alfombra de goma, que se puede o se debe pisar, tan solo
partida por los profundos cortes de las calles que la trocean –corten que
fueron barreras físicas y mentales en una ciudad de barrios replegados sobre sí
mismos-, como fue pisoteada la ciudad durante los quince años de la guerra
civil y la subsiguiente y salvaje reconstrucción que no atendió a los restos
que quedaban o que afloraban. La ciudad fue arrasada por la guerra y la
ambición.
Muros y murallas delimitan, organizan pero también parten
los espacios urbanos. Las guerras civiles, como las que han asolado o asolan
Beirut, Sarajevo, Damasco, Mosul o Bagdad, no son las únicas causas de las
barreras entre los habitantes. Los muros no siempre son físicos. Las ciudades
coloniales, como Túnez o Argel anteriores a la segunda guerra mundial, estaban
divididas entre la ciudad originaria, antigua -la medina-, dejada de la mano de
dios por el poder colonial, y la ciudad de nueva planta, bien planificada a
imagen de una ciudad moderna europea, que ignoraba aquélla. La ciudad mediterránea
actual incluye –o excluye- barrios, a menudo periféricos, como el Cabañal o la
Malvarrosa en Valencia, o la Mina en Barcelona, que el resto de la ciudad
rechaza y en los que no se osa entrar por miedo al peligro y al qué dirán,
mientras que los vecinos marginados apenas se atreven a salir de su comunidad
por el estigma que sienten les marca. Éste pesa como una losa, como un balón de
fútbol de cemento, imagen invertida de un balón con la que niños jugarían, como
propone Khaled Jarrar, con el que es imposible que jugadores de diversos
barrios actúen conjuntamente, se olviden de dónde vienen, y crean, por unas
horas, en el levantamiento de impedimentos físicos y mentales. El juego es un
arma poderosa contra el rechazo y el enfrentamiento. Invita a formar equipo, a
actuar en equipo, y a dirimir diferencias solo en el área de juego. En ciudades
aisladas, en las que nada hay qué hacer, el juego ocupa el tiempo, permite que
el tiempo pase sin desesperanza. Pero cuando las barreras son demasiado altas,
pesan tanto que no se pueden mover, ni siquiera el juego el posible. Sin juego,
no existe vida.
“The Essence of
Mediterranean”
Las ciudades aparecen a veces como un sueño (inalcanzable).
En el siglo XIX, todo joven francés ambicioso que vivía en provincias –como
Lucien Sorel, el protagonista de la novela El
Rojo y el Negro de Stendhal- aspiraba a “subir” a la capital francesa para
cumplir sus sueños. Aún hoy, la ciudad vive de la imagen ideal que proyecta, y
se dota de imágenes luminosas que deslumbran. No caben proyectos públicos de
mejora del espacio urbano sin grandes paneles fotográficos impresos, con frases
que son augurios, anunciadores de promesas donde siempre luce el sol. Estas
imágenes embellecen, pero también ocultan lo que no se debe mostrar. Ocurre,
sin embargo, que las imágenes ideales no tienen cuerpo. No casan, no se amoldan
a la realidad. Son decorados paradisíacos –no muy distintos de los que Paul Gauguin
pintara en la Polinesia a finales del siglo XIX- tras los cuales, como
observaba Platón acerca de toda imagen ilusoria, no hay nada. Despiertan
ilusiones a las que no pueden dar satisfacción. Es comprensible que una ciudad
devastada por una guerra civil que duró quince años, como Beirut, según nos
muestra la fotógrafa Randa Mirza, quisiera rehacerse y emitiera –emita aún- imágenes
de lo que sería, borrando las huellas de las guerras, en un futuro próximo, al
alcance de la mano pero siempre huidizo, como toda ciudad que ha querido dar la
espalda a un pasado vergonzante. El título de la serie es una declaración de
intenciones: Beirutopia (Utopía, que
significa literalmente lugar –topos-
inexistente, era el nombre de una isla inventada por el escritor y teólogo
inglés Tomas Moro en el siglo XVI, el País de Nunca Jamás): pero los sueños,
que por un momento suplen la realidad, y no pueden cumplirse –porque nunca
fueron proyectados para llegar a buen puerto- acaban rasgándose, desvelando su
fragilidad, su falta de cuerpo, sus faltas.
La ciudad carcelaria
Albania es un país extraño. A pesar de las altas montañas, salpicadas
por remotas ruinas romanas visitadas por rebaños trashumantes, las gargantas y los
valles estrechos, profundos, y la costa escarpada y deshabitada –durante años,
refugio de jerarcas-, Albania es una gran y desolada ciudad: Enver Hoxha, el
sanguinario dictador estalinista, luego maoísta, que reinó desde la Segunda
Guerra Mundial hasta finales del siglo XX, aterrorizado por el peligro de imaginarias
invasiones extranjeras, mandó construir, entre los años setenta y noventa,
centenares de miles de bunkers de hormigón individuales –y refugios
subterráneos también usados como salas de tortura- que aun motean, como
excrecencias o granos, entre las zarzas, todo el territorio, impidiendo los
cultivos y la planificación ordenada, como bien evoca la artista albanesa Anila
Rubiku a través de bunkers miniatura, hechos de cera –la cera es presta a
incendiarse, pero también a deformarse, a licuarse como un vano sueño-, que
cubren el suelo impidiendo el paso. Los refugios atómicos, en la realidad, se
completaban con el cierre de las fronteras y la vigilancia y la delación
atroces, amén de cárceles y celdas de castigo y de tortura. Todo el país era
una ciudad carcelaria de la que no se podía huir, una situación que, en el
siglo XXI se repite en países balcánicos partidos por conflictos étnicos y
nacionalistas –que también rondan países como Italia o España- y en el Medio
Oriente (Líbano, Territorios Ocupados, Gaza, Siria).
La ciudad colonial
El Mediterráneo es una tierra de colonias. Pero, así como
las colonias de la antigüedad minoicas, fenicias, griegas y cartaginesas, eran
asentamientos portuarios fundados de nueva planta en espacios marginales,
escasamente poblados, que devenían lugares de encuentro y de intercambio entre
las poblaciones nativas y los escasos colonos llegados allende los mares, las
modernas colonias occidentales de los siglos XIX y XX se impusieron en ciudades
bien estructuradas, conquistadas y a veces severamente destruidas por los
colonos vencedores, sobre todo en el norte de África y en el Medio Oriente, en
gran parte después de la derrota y la partición del tan temido imperio otomano
(sucesor del califato árabe), al concluir la Primera Guerra Mundial. Las
ciudades doblaron. Se construyeron nuevas ciudades, para los colonos europeos,
a la vera de las antiguas medinas, sin relación con éstas. El dominio colonial,
la toma de las ciudades, dieron licencia para planes de urbanismo y tipos de
edificios novedosos, libres de ataduras con el pasado –que, por el contrario, se
respetaba en las metrópolis occidentales-, faltos de respeto con la cultura
local –como si ésta no existiera o no tuviera que tenerse en cuenta- y el
entorno, aunque explotaran, sin reconocerlo, formas y sistemas constructivos
autóctonos. Así lo denuncia Kader Attia en una serie de “collages” y en una conocida
instalación temporal –que no se ha podido presentar por las dificultades que
implica su recreación-, titulada Couscous
City, que reproduce, a base de sémola que se reseca y cae como polvo,
construcciones tradicionales argelinas que arquitectos como Le Corbusier, según
denuncia Attia, habrían copiado de Gardaya, una ciudad del desierto argelino
cuyo planta y cuyo perfil, en efecto, Le Corbusier dibujó, sin mencionar sus
modelos, como si hubieran sido creaciones personales suyas, sin ataduras con
las formas de construir de los países colonizados. Aquellos modernos
experimentos arquitectónicos y urbanísticos hoy crujen decrépitos, como muestran
fotografías de Stéphane Couturier (no incluidas en la muestra): fachadas del maltrecho
bloque descomunal de cincuenta mil viviendas –construido alrededor de un severo
patio porticado que recuerda la arquitectura de la vuelta al orden de los años
treinta-, sin relación con la aglomeración a sus pies que visualmente aplasta,
bautizado, de manera involuntariamente irónica, Climats de France (Climas de Francia), en la periferia de Argel,
del arquitecto francés Fernand Pouillon, perseguido por la justicia por su
connivencia con constructores de moral laxa, y admirado por historiadores
occidentales.
Club Med
“La mayor parte de aquellos seres humanos imploraban el don
de la salud y la longevidad. Amenazados por el desgaste de la enfermedad y el
tiempo, caminan descalzos y tozudos sobre la arena, se mojaban esperanzados y
gozosos los pies en el agua del mar, cogían de las manos a sus parejas y
paseaban por las aceras, conducían motorizadas sillas de ruedas. Habían
traspasado el umbral de lo que los políticos y sociólogos llaman ahora la
tercera edad, y se pagaban un viaje de regreso al tiempo ido, y bailaban en las
pistas de las cafeterías canciones que también tendrían que haberse marchado
(…), bebían cervezas y combinados con o sin alcohol, o agua mineral, o zumos
naturales o de bote, y todos ellos estaban envueltos, conservados por el
celofán protector del siol, por la belleza innegable de aquella luz que les
quitaba el miedo de saber que había una sombra que les esperaba escondida
detrás de la esquina” (Rafael Chirbes: “Benidorm”, Mediterráneos)
El hedonismo asociado al Mediterráneo, que pintores y
fotógrafos, huyendo de la grisura hacia las riberas azules, promovieron a
principios del siglo XX, ha devenido de un sueño la pesadilla de la ciudad de
vacaciones: una muestra de ordinariez y de incultura, como exponen las por otra
parte irónicas, vitales fotografías saturadas de color del británico Martin
Parr. Quien recorra la costa egipcia desde Alejandría, como quien viaje por la
polucionada y devastada costa mediterránea española –de la Costa Brava a la
Costa del Sol, deteniéndose en la Manga del Mar Menor, un corte de mangas al
urbanismo y la construcción atentos al entorno-, turca o libanesa –y, pronto,
croata y albanés, si no se pone remedio, que no se pondrá sin duda-, no sabe
dónde se encuentra, pues entre las filas de bloques paralelepipédicos idénticos,
casi siempre desiertos, aislados los unos de los otros, incapaces de delimitar
calles, en medio de un urbanismo incierto o inexistente, pierde el contacto con
el entorno. La ciudad de vacaciones, que tantos artistas, como Martin Parr o
Julia Schulz-Dornburg, han retratado, desvelando sus grotescas alegrías y
miserias, y la codicia que las ha levantado y hundido, se erige como la imagen
invertida de la ciudad mediterránea. Se trata de un “lugar” donde olvidarse de
quien se es, un lugar para perderse, de perdición, donde perder los referentes,
un lugar sin referencias, indiferente al lugar, un escenario intercambiable,
que buscar ser lo que no es y evocar lugares inexistentes o soñados, donde el
tiempo no pasa, que crece como la gangrena, salvo que la crisis de los
“valores” ponga coto a la destrucción del emplazamiento y al destierro de los
modos de vida adaptados al lugar y los tiempos. Ciudades ilegales o inmorales,
temporales también, como los campamentos de tiendas y caravanas en terrenos
públicos y protegidos de la región meridional de la Camarga francesa sobre los
que no se puede construir, que, hasta hace poco, se montaban y se desmontaban (un
sueño de libertad –elegido o forzado por la incapacidad de llegar hasta las
ciudades de vacaciones organizadas-, a veces, consolidado como si fuera una
caricatura –o un espejo apenas deformado- de ciudad, que dejaba un reguero de basura
y de recuerdos), como los que muestra el fotógrafo francés Vasantha
Yogananthan.
Tierras baldías (la
ciudad sin atributos)
“Son calles
afeitadas a navaja,
Son noches
desdentadas a codazos,
Son aves que
devoran sus regazos,
Son cielos
que la envidia descerraja.
Son cielos
transmutados en retazo,
Son aves que
resguardan la mortaja,
Son noches
de la clase mediabaja
Son calles
que estrangulan con abrazos.
Hay un
burdel en todos los riñones.
Hay un
tugurio en todas las cabezas.
Un arrabal
en todos los pulmones.
Llegó el
hastío, no llegó el asombro.
Llagó el
calor, no regaló impurezas.
Muere la
turba. No desprende escombro.”
(David Leo
García: “Arrabal”, Urbi et orbi)
Ya no cabe hablar del Mediterráneo. El imaginario luminoso y
mesurado, verdadero o ilusorio, ha quebrado. La tierra y las construcciones se
han convertido en páramos indiferentes donde la naturaleza y la honda y perenne herida
causada por el hombre, las construcciones y los deshechos, la tierra removida y
el hormigón, la falta de perspectivas y las obras inacabadas hasta el
horizonte, se conjugan para componer un paisaje desolado y sin atributos, donde
campea la falta de urbanidad. La ciudad expulsa hacia la periferia, donde
también construye polígonos, los equipamientos que no quiere ver: “una
incineradora de basuras que arroja nubes de ceniza, una depuradora que acumula
la contaminación del río y una central termoeléctrica que chisporrotea”,
enuncia el escritor Pérez de Andújar cuando describe la ciudad dormitorio de
San Adrián del Besós, en la ribera sureña del río Besós –el río más contaminado
de Europa hasta finales del siglo XX-, cabe Barcelona. La palabra que nombra a
esos lugares marginales es explícita: extrarradio, un espacio fuera del radio,
descentrado, sin conexión con el centro, abandonado a su suerte, ajena a
cualquier regulación –ya que no llega- que pudiera centrar lo que allí se
dispone.
La ciudad es una muestra de ordenamiento, del cuidado o las
formas cómo se trata a la naturaleza; la periferia, los polígonos, las granjas
descontroladas, las urbanizaciones, las “ciudades nuevas”, las colonias (como
los asentamientos invasores de Israel, ubicados en las altozanos en tierras
palestinas, verdaderas fortalezas que temen, en verdad, el lugar donde se
ubican, construcciones, en medio de tierras removidas, alzadas, que quizá no
puedan aquietarse, retratadas por el israelí Efrat Shvily), en cambio, son
muestras de malcriamiento, incultura (como bien evocan las almerienses Tierras Baldías de la británica Corinne
Silva), despegue y desinterés por la tierra y su historia, y derrumbe moral:
construcciones sin valores.
Aunque, a veces, la desolación seduce y se encuentra un
extraño placer y acaso belleza, como evocan las fotografías de la periferia de
Barcelona, del francés Jean-Marc Bustamante, uno de los primeros que desveló la
posible atracción de la tierra sin atributos –desde donde se descubre, a lo
lejos, la ciudad, y se perciben sus ecos, cómo resuenan en las tierras que no
están urbanizadas pero ya no son “vírgenes”, entre naturaleza y cultura, en tierra
de nadie, quizá una tierra prometida (a un futuro mejor).
“Qué es ese sonido que surca el aire
Murmullo de lamento maternal
Quiénes las hordas embozadas que pululan
Por llanuras sin fin, tropezando en las grietas,
Cercadas solo por el horizonte
Qué ciudad es ésa tras la montaña que se
Agrieta, reforma y estalla en el aire violeta
Torres que se derrumban
Jerusalén Atenas Alejandría
(…)
Irreal”
(T.S. Eliot: La tierra
baldía)
6.- EL RETORNO DE
ULISES
“Como cuando
la tierra aparece deseable a los ojos de los que nadan (a los que Poseidón ha
destruido la bien construida nave en el ponto (…) pocos han conseguido escapar
del canoso mar (…) y consiguen llegar a tierra bienvenidos, después de huir de
las desgracias), así de bienvenido era Ulises para su esposa Penélope…”
(Homero: Odisea, canto XXIII y final)
El viaje por el tiempo y el espacio mediterráneos llega a su
fin. Lo que se descubre no invita a la esperanza: un mar de agujas
intransitable –aunque atractivo a primera vista-, según la imagen de la
instalación de la española Anna Marín. Y, sin embargo, recordamos que, en Palestina,
hace unos pocos años, para sorpresa e incredulidad nuestras, jóvenes afirmaban
con determinación mirar con confianza al futuro, más allá de los obstáculos de
las colonias que se alzaban como fortalezas inalcanzables sobre sus cabezas, a
las que no veían o no querían ver, como si con su mirada que no bajaba las
redujeran a un espejismo.
Y, entre una junta del imponente muro de hormigón que separa
Israel de los Territorios Ocupados, se cuela, desde el otro lado, una rama
cabezota que florece, como muestra, en una imagen cruel y esperanzadora, una
fotografía de Khaled Jarrar.
Como si no tuviera sentido darse golpes contra la pared. En
Damasco, jóvenes bailan al son de la canción El Muro de Pink Floyd (en un cortometraje en video del colectivo
anónimo de cineastas sirio Abouddanara que documenta la vida -que es vida
aunque parezca que no pueda ser-, en ciudades sirias asediadas, bombardeadas),
como si éste no existiera, el tiempo de una noche (la proyección de este viídeo ha sido prohibida por el colectivo a última hora, y se ha respetado su decisión. Dicho vídeo se puede contemplar libre y legalmente en Vimeo).
Quizá se halle siempre un
resquicio…
“¡Adiós, rompientes y playas
Del aire, densa marea
Donde y el sol alborea,
Trueno que ya no estallas…!
En los espacios benignos
Están izados los signos
De la paz restablecida,
Y alzando vientos y voces
-¡vencida, lluvia, vencida!-
Zarpan las nubes veloces.”
(Jaime Gil de Biedma)
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