jueves, 1 de julio de 2010
Cuando el calor aprieta...
Los frances se extasían ante "le beau temps" (el tiempo "bello"); los españoles, cuando el estío aprieta, se refieren , por el contrario al "buen" tiempo.
Toda una concepción del mundo....
El tiempo bello: el mundo como un espectáculo sensorial; las playas atlánticas infinitas, en las que la arena -cuando baja la marea- parece alcanzar el horizonte, y ninguna roca, colina alguna coronada de pinos, ni calas cerradas interrumpen la visión de una extensión indefinidamente horizontal de una materia polvorosa que solo las insidiosas cenefas de las olas separan del mar. Francia tiene playas mediterráneas, pero no son playas verdaderamente francesas, italianizantes, ruidosas, más bien, demasiado marsellesas, casi orientales, un harén de cuerpos apretujados. Las playas francesas soin proustianas. El agua, intocable -demasiado fría, demasiado lejana, siempre en retirada, cuando no ataca abruptamente-, el aire, fesco, el cielo lechoso, velado, como un espactáculo entrevisto, o soñado.
En la playa, y los cafés de la costa, se va a mirar como el tiempo pasa. El placer de los sentidos. Un día de "bello" tiempo se ofrece a la vista, para ser devorado por los ojos, los sentidos, conscientes que se trata de un placer escaso y fugaz, bello puesto que raro, una aparición más que algo real. Los días de sol y calor son la exteriorización de un deseo, que solo se mira para que la ilusión no se disuelva. Se mira, se huele, se saborea, siempre desde una cierta distancia, como si a cada momento la ensoñación pudiera quebrarse. Los días de tiempo "bello" ofrecen estampas de postal, ante las que uno se abandona, sabiendo que pronto, el cielo se encapotará, vaciándose la playa y las calles que, unos instantes aún, encuadraban jóvenes entregadas al sol, dejando paso de nuevo a la realidad: al tiempo gris, de los humanos vestidos de gris. El "bello" tiempo suspende el tiempo. Todo se olvida, las buenas intenciones, los planes minuciosamente trabajados. Los cuerpos se ofrecen. La vida se detiene.
En España, por el contrario, los días de sol -de "buen" tiempo- son aceptados porque son morales. No son bellos sino buenos. No existen para ser contemplados, despreocupadamente, sino para activar la renovación, la purificación: la hoguera de san Juan aguarda la purgación de los trastos viejos. Son días a plena luz. Nada puede esconderse. Todo se ofrece a la vista, inmisericordemente. En cuanto despunta el buen tiempo, se activan las procesiones. Son días de confesión. Las casas se airean, se limpian. Nunca se trabaja tanto como con la llegada del "buen" tiempo. De sol a sol, las espaldas dobladas por el sol. Como si se quisiera huir de la invitación a no hacer nada que los días hermosos brindan, de la molicie que un tiempo que fuera bello, y no bueno, acarrearía. Pero no lo es. Es bueno. Bueno porque invita al bien, a hacer el bien. Bueno porque es un símbolo del bien que el ser humano tiene que perseguir, doblando el espinazo, ganándose el cielo (cielo que nunca se ofrece sino que se merece) con su trabajo. Los sentidos tienen que aquietarse. El "buen" tiempo, en Españo, es riguroso. Exige templanza, y cuidados ante las tentaciones. Se trata de un tiempo rudo, que apela a la rudeza.
La siesta, de la que tanto hablan los extranjeros, solo es una interrupción momentánea de la actividad, una imposición casi divina, o una imitación de dios que también tuvo que descansar antes de volver a la acción.
Proust escribió A la sombra de las muchachas en flor, flotando en las gasas del estío normando; Sánchez Ferlosio, El Jarama, en el que se expone qué ocurre cuando se confunde el buen con el bello tiempo. La expiación, implacable.
Para los ingleses, un deseado día de sol es tanto un (improbable) "good" cuanto un (inesperado) "beautiful" day.
Quizá sepan combinar indolencia y labor. O quizá no haya quien entienda a los ingleses.
Toda una concepción del mundo....
El tiempo bello: el mundo como un espectáculo sensorial; las playas atlánticas infinitas, en las que la arena -cuando baja la marea- parece alcanzar el horizonte, y ninguna roca, colina alguna coronada de pinos, ni calas cerradas interrumpen la visión de una extensión indefinidamente horizontal de una materia polvorosa que solo las insidiosas cenefas de las olas separan del mar. Francia tiene playas mediterráneas, pero no son playas verdaderamente francesas, italianizantes, ruidosas, más bien, demasiado marsellesas, casi orientales, un harén de cuerpos apretujados. Las playas francesas soin proustianas. El agua, intocable -demasiado fría, demasiado lejana, siempre en retirada, cuando no ataca abruptamente-, el aire, fesco, el cielo lechoso, velado, como un espactáculo entrevisto, o soñado.
En la playa, y los cafés de la costa, se va a mirar como el tiempo pasa. El placer de los sentidos. Un día de "bello" tiempo se ofrece a la vista, para ser devorado por los ojos, los sentidos, conscientes que se trata de un placer escaso y fugaz, bello puesto que raro, una aparición más que algo real. Los días de sol y calor son la exteriorización de un deseo, que solo se mira para que la ilusión no se disuelva. Se mira, se huele, se saborea, siempre desde una cierta distancia, como si a cada momento la ensoñación pudiera quebrarse. Los días de tiempo "bello" ofrecen estampas de postal, ante las que uno se abandona, sabiendo que pronto, el cielo se encapotará, vaciándose la playa y las calles que, unos instantes aún, encuadraban jóvenes entregadas al sol, dejando paso de nuevo a la realidad: al tiempo gris, de los humanos vestidos de gris. El "bello" tiempo suspende el tiempo. Todo se olvida, las buenas intenciones, los planes minuciosamente trabajados. Los cuerpos se ofrecen. La vida se detiene.
En España, por el contrario, los días de sol -de "buen" tiempo- son aceptados porque son morales. No son bellos sino buenos. No existen para ser contemplados, despreocupadamente, sino para activar la renovación, la purificación: la hoguera de san Juan aguarda la purgación de los trastos viejos. Son días a plena luz. Nada puede esconderse. Todo se ofrece a la vista, inmisericordemente. En cuanto despunta el buen tiempo, se activan las procesiones. Son días de confesión. Las casas se airean, se limpian. Nunca se trabaja tanto como con la llegada del "buen" tiempo. De sol a sol, las espaldas dobladas por el sol. Como si se quisiera huir de la invitación a no hacer nada que los días hermosos brindan, de la molicie que un tiempo que fuera bello, y no bueno, acarrearía. Pero no lo es. Es bueno. Bueno porque invita al bien, a hacer el bien. Bueno porque es un símbolo del bien que el ser humano tiene que perseguir, doblando el espinazo, ganándose el cielo (cielo que nunca se ofrece sino que se merece) con su trabajo. Los sentidos tienen que aquietarse. El "buen" tiempo, en Españo, es riguroso. Exige templanza, y cuidados ante las tentaciones. Se trata de un tiempo rudo, que apela a la rudeza.
La siesta, de la que tanto hablan los extranjeros, solo es una interrupción momentánea de la actividad, una imposición casi divina, o una imitación de dios que también tuvo que descansar antes de volver a la acción.
Proust escribió A la sombra de las muchachas en flor, flotando en las gasas del estío normando; Sánchez Ferlosio, El Jarama, en el que se expone qué ocurre cuando se confunde el buen con el bello tiempo. La expiación, implacable.
Para los ingleses, un deseado día de sol es tanto un (improbable) "good" cuanto un (inesperado) "beautiful" day.
Quizá sepan combinar indolencia y labor. O quizá no haya quien entienda a los ingleses.
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miércoles, 30 de junio de 2010
(París, ciudad apocalíptica): Chris Marker, La Jetée (La pista de aterrizaje y despegue) (1962)
WebIslam
La Jetée, presentada como una "fotonovela", es un corto-metraje de ciencia-ficción (historia que pasa en París, asolada tras la Tercera Guerra Mundial), quizá una de las mejores películas de la historia, reinterpretada -alargada y diluida- por Terry Gilliam en la película Doce monos.
Se presentan dos versiones, una con sub-títulos en español, y una segunda en versión original sin sub-títulos.
Película fundamental: formalmente novedosa (aún hoy), y muy hermosa (tan hermosa como A bout de souffle, de Godard, y Jules et Jim, de Truffaut)
Recomendada por el Institut d´Humanitats (CCCB, Barcelona)
Para verla en una pantalla más grande, buscarla en Dailymotion (clicar sobre esta palabra)
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martes, 29 de junio de 2010
La ciudad de los muertos etrusca
Una mala carretera, asolada por los baches, zigzaguea entre taludes erizados de pinos. El alquitrán se reduce a un camino de tierra polvorienta, cuarteado por las raíces de los árboles, que sobresalen como dorsos de escualos, entre muros de hierbas amarillentas.
Tenemos que abandonar los vehículos. No podemos dar ni media vuelta.
Nos adentramos ahora en un campo de trigo segado, y sorteamos los gruesos fajos de paja asaetados por púas doradas. Caminamos hacia el camposanto de la ciudad etrusca de Norchia, cuyos restos, sin duda asolados, no han sido aún hallados.
Sabemos que las tumbas, poco estudiadas, se inscrustan en las paredes verticales de una montaña rocosa. Pero andamos por un llano, y los riscos apenas se intuyen a lo lejos, disueltos por el aire recalentado del final de un día de estío.
De pronto, el camino desaparece. El campo se abisma. Un precipicio invadido por la maleza que sobresale entre árboles frondosos, por el que desciende un abrupto camino, sesga los cultivos.
A la izquierda, mirando a poniente, sobre el acantilado colgado sobre un río que se abre paso, allá abajo, por entre el bosque, las tumbas esculpidas: bloques pétreos tallados, en forma de habitáculos, ubicados los unos sobre los otros como cubos de un juego de construcción, separados por estrechos escalones que se deslizan entre los desgastados cenotafios. Se asemejan a "búnkers" si no fuera por una finas molduras horizontales, impropias en una ciega mole de hormigón, que humanizan, como una arruga, la obtusa faz de las tumbas. Abiertas están. Agrietados los muros. El musgo extiende verdes parches, que fruncen las fachadas, descarnadas como cráneos, como si la piedra fuera un material orgánico que un día tuvo vida. Algunas gruesas losas, que formaban el tejado de los nichos que han desaparecido, cuelgan aún del vacío. Un estrecho corredor, recorrido por una emplinada escalera descendente, permite acceder a unas celdas húmedas y oscuras, en las que lechos de piedra, dispuestos contra los muros, hace tiempo que ya no soportan los sarcófagos asolados, quizá desde hace milenios.
El cementerio es un remedo de poblado escalonado. Fachadas dispuestas contra las rocas, suspendidas en la garganta, que miran al sol poniente. Es la ciudad del oeste, a la que solo el sol que declina alumbra. El valle de los muertos: así lo denominaron los primeros exploradores del siglo XVIII.
De la perdida ciudad etrusca de Norchia, habitada por los vivientes, nada se sabe. Solo quedan las últimas moradas, abismadas.
El aire, húmedo y bochonorso, cuando la luna llena despunta, nos obliga a retroceder. Y el temor.
lunes, 28 de junio de 2010
How Clean is Your House?
Lo último: How Clean is Your House?, apetitoso programa de telerrealidad británico en el que dos supernannies del mocho se adentran en las leoneras más faltas de Fairy
Rostros etruscos
Los etruscos fueron posiblemente los inventores del arte del retrato, que los romanos republicanos, posteriormente, adoptaron. Caras en los que los rasgos individuales se marcan, las imperfecciones no se esconden o se suavizan.
La cultura helenística marcó quizá la retratística etrusca, pero mientras los escultores y los pintores de Alejandro y de sus descendientes crearon tipos hasta entonces inhabituables en el arte (pero comunes en el teatro de las comedias -el anciano, el sabio, el esclavo, el usurero, la bruja, etc., todos con faces alejadas de la serena perfección heróica y de su indiferencia-), los etruscos retrataron a personas de carne y hueso. Las mismas efigies de Alejandro lo equiparaban con Apolo.
Eran retratos funerarios, que tenían que preservar las marcas de cada ser, lo más característico, toda vez que los difuntos, pronto, alcanzaban la condición de antepasado, casi divinizado.
En los inicios, las testas moldeadas de terracota cubrían pequeñas urnas cinerarias (dotadas en ocasiones de bracitos, como tentetiesos), convertidas en relicarios, no muy distintos de los que hasta mediados del s. XX numerosas culturas africanas (como los Fang) utilizaron; tardíamente, los cuerpos fueron inhumados en sarcófagos de piedra o de terracota, sobre cuyas tapas, el difunto, solo o en compañía del esposo o de la esposa, yacía, la cabeza erguida, la mejilla apoyada sobre una mano, la cara seria, levemente alzada, con los ojos bien abiertos, mirando a la lejanía o al más allá, no se sabe si con esperanza o a sabiendas de lo que le(s) aguardaba.
Sala de estar
Jeanne Moreau: Le Tourbillon (Serge Gainsbourg), en François Truffaut, Jules et Jim (1962)
La mejor canción del mejor compositor de la mejor película por la mejor cantante y actriz
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