Vinde, vinde, Santos Reyes
vereil, o joya millor,
un meñino
como un brinquiño
tan bunitiño
qu’á nacer nublou o sol!
Desde la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno de las hogueras, y desde la puesta del sol, guiados por aquella luz que apareció inmóvil sobre una colina, caminaban los tres Santos Reyes, jinetes en camellos blancos, iban los tres en la frescura apacible de la noche atravesando el desierto. Las estrellas fulguraban en el cielo, y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear los recamados mantos: el de Gaspar era de púrpura de Corinto. El de Melchor era de púrpura de Tiro. El de Baltasar era de púrpura de Menfis. Esclavos negros, que caminaban a pie enterrando sus sandalias en la arena, guiaban los camellos con una mano puesta en el cabezal de cuero escarlata. Ondulaban sueltos los corvos rendajes y entre sus flecos de seda temblaban cascabeles de oro. Los tres Reyes Magos cabalgaban en fila: Baltasar, el egipcio, iba delante, y su barba luenga, que descendía sobre el pecho, era a veces esparcida sobre los hombros… Cuando estuvieron a las puertas de la ciudad arrodilláronse los camellos, y los tres Reyes se apearon y despojándose de las coronas hicieron oración sobre las arenas.
Y Baltasar dijo:
– ¡Es llegado el término de nuestra jornada!…
Y Melchor dijo:
– ¡Adoremos al que nació Rey de Israel!…
Y Gaspar dijo:
– ¡Los ojos le verán y todo será purificado en nosotros!…
Entonces volvieron a montar en sus camellos y entraron en la ciudad por la puerta Romana y guiados por la estrella llegaron al establo donde había nacido El Niño. Allí los esclavos negros, como eran idólatras y nada comprendían, llamaron con rudas voces:
– ¡Abrid!… ¡Abrid la puerta a nuestros señores!
Entonces los tres Reyes se inclinaron sobre los arzones y hablaron a sus esclavos. Y sucedió que los tres Reyes les decían en voz baja:
– ¡Cuidad de no despertar al Niño!
Y aquellos esclavos, llenos de temeroso respeto, quedaron mudos, y los camellos que permanecían inmóviles ante la puerta llamaron blandamente con la pezuña, y casi al mismo tiempo aquella puerta de viejo y oloroso cedro se abrió sin ruido. Un anciano de calva sien y nevada barba asomó en el umbral. Sobre el armiño de su cabellera luenga y nazarena temblaba el arco de una aureola. Su túnica era azul y bordada de estrellas como el cielo de Arabia en las noches serenas, y el manto era rojo, como el mar de Egipto, y el báculo en que se apoyaba era de oro, florecido en lo alto con tres lirios blancos de plata. Al verse en su presencia los tres Reyes se inclinaron. El anciano sonrió con el candor de un niño y franqueándoles la entrada dijo con santa alegría:
– ¡Pasad!
Y aquellos tres Reyes, que llegaban de Oriente en sus camellos blancos, volvieron a inclinar las frentes coronadas, y arrastrando sus mantos de púrpura y cruzadas las manos sobre el pecho, penetraron en el establo. Sus sandalias bordadas de oro producían un armonioso rumor. El Niño, que dormía en el pesebre sobre rubia paja de centeno, sonrió en sueños. A su lado hallábase la Madre, que lo contemplaba de rodillas con las manos juntas. Su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de fuego y como en el lago azul de Genezaret rielaban en el manto los luceros de la aureola. Un ángel tendía sobre la cuna sus alas de luz y las pestañas del Niño temblaban como mariposas rubias, y los tres Reyes se postraron para adorarle, y luego besaron los pies del Niño. Para que no se despertase, con las manos apartaban las luengas barbas que eran graves y solemnes como oraciones. Después se levantaron, y volviéndose a sus camellos le trajeron sus dones: Oro, Incienso y Mirra.
Y Gaspar dijo al ofrecerle el Oro:
– Para adorarte venimos de Oriente.
Y Melchor dijo al ofrecerle Incienso:
– ¡Hemos encontrado al Salvador!
Y Baltasar dijo al ofrecerle la Mirra:
– ¡Bienaventurados podemos llamarnos entre todos los nacidos!
Y los tres Reyes Magos despojándose de sus coronas las dejaron en el pesebre a los pies del Niño. Entonces sus frentes tostadas por el sol y los vientos del desierto se cubrieron de luz, y la huella que había dejado el cerco bordado de pedrería era una corona más bella que sus coronas labradas en Oriente… Y los tres Reyes Magos repitieron como un cántico:
– ¡Éste es!… ¡Nosotros hemos visto su estrella!
Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba. La campiña de Belén, verde y húmeda, sonreía en la paz de la mañana con el caserío de sus aldeas dispersas, y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules y la nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía sobre los montes iba por los caminos la gente de las aldeas. Un pastor guiaba sus carneros hacia las praderas de Gamalea; mujeres cantando volvían del pozo de Efraín con las ánforas llenas; un viajero cansado picaba la yunta de sus vacas, que se detenían mordisqueando en los vallados, y el humo blanco parecía salir de entre las higueras… Los esclavos negros hicieron arrodillar los camellos y cabalgaron los tres Reyes Magos. Ajenos a todo temor se tornaban a sus tierras, cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una niña que, sentadas a la puerta de un molino, estaban desgranando espigas de maíz. Y era éste el cantar remoto de las voces:
Camiñade Santos Reyes
por camiños desviados,
que pol’os camiños reaes
Herodes mandou soldados.
Jardín umbrío: Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones (1920)
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