jueves, 15 de marzo de 2018
miércoles, 14 de marzo de 2018
HEITOR VILLA-LOBOS (1887-1959): NEW YORK SKYLINE MELODY (LA MELODÍA DEL PERFIL DE NUEVA YORK, 1939)
La actual exposición dedicada a la pintora moderna brasileña Tarsila Do Maral, en el Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York, tiene como efecto inesperado permitir recordar a artistas amigos suyos, como el compositor brasileño Villa-Lobos, cuya obra dedicada a Nueva York -primeramente para piano, posteriormente orquestada- se compuso a partir de un procedimiento nuevo: la proyección del perfil de la isla de Manhattan en hojas de papel pautado, cuyo contorno determinó la posición -distribución y altura- de las notas, obteniendo una melodía que, literalmente, reseguía o reproducía la diversas alturas de los rascacielos de la ciudad. Nunca música y arquitectura habían estado tan imbricados.
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martes, 13 de marzo de 2018
Provocación
Una reciente entrevista periodística acerca de las censuras recientes de obras recientes llevó a la pregunta acerca del deber del arte o del artista de provocar. Si el arte moderno o contemporáneo se caracteriza por su supuesta desobediencia, su capacidad por no responder a ninguna orden, el arte no debería provocar si la provocación fuera una exigencia.
Pero el arte puede provocar sin que nadie se lo pida. La provocación, en tanto que artística, en este caso, opera con los medios del arte: con las formas o maneras. El tema no es el medio de la provocación, sino el modo cómo se manifiesta dicho tema. dicho de otro modo, la composición pianística de John Cage, titulada 4´33´´, que da a escuchar la nada (o el silencio) toda vez que el pianista no debe tocar techa alguna pese a situarse ante el piano y respetar los tiempos determinados por el artista -silencio que nunca puede escucharse, porque no existe, ya que el silencio solo reina en el mundo de los muertos, a los que quizá dicha composición otorga voz, la voz silenciada, la voz del silencio enmudecido- provoca -porque nos pone ante lo que no existe-, mientras que unas fotos convencional, previsiblemente pixeladas, de presos supuestamente políticos, tituladas Presos Políticos, no merece nuestra atención porque no ofrece más que lo que esperamos. No hace falta contemplar la obra para saber en qué consiste.
El arte puede provocar, y podemos reconocer que nos ha provocado: es decir, literalmente, nos ha interpelado. La voz provocadora -toda voz provoca porque llama, interpela, y no cabe voz provocadora que la que no emite sonido, inesperadamente, la voz queda, ya que nos mantiene en tensión, sin saber cómo reaccionar, pensando qué deberíamos hacer y pensar- nos remueve, remueve nuestros principios. Y podemos renunciar a dejar de lado nuestra seguridad, nuestras convicciones. Es decir, podemos hacer oídos sordos a la provocación. La indiferencia, o la reacción alterada, son posibles, quizá previsibles. Cuando interpelamos esperamos una respuesta. Respuesta que nos puede dejar sin voz.
Por tanto, no cabe indignarse si una obra provocadora es censurada, puesto que dicha reacción, de algún modo, es buscada y bienvenida.
Pero esta reacción solo tiene sentido si la obra provoca. Las obras que provocan no gritan. Suelen ser serenas, calladas. Pueden incluso pasar desapercibidas -hasta que alguien cae en ellas. Los dadaístas -y el pintor Morandi: ambos dedicados al cuidado del objeto casi invisible- fueron quizá los artistas más provocadores. Provocan porque no se distraen -ni distraen- y porque no dan importancia a su obra -que no trata "grandes" y nobles temas. Provocan por su forma de expresarse -dan voz a los objetos-, a los que casi no se les oye ni se les ve. Muy lejos de algunos "provocadores" actuales, más bien patéticos en sus denodados esfuerzos por provocar.
Pero el arte puede provocar sin que nadie se lo pida. La provocación, en tanto que artística, en este caso, opera con los medios del arte: con las formas o maneras. El tema no es el medio de la provocación, sino el modo cómo se manifiesta dicho tema. dicho de otro modo, la composición pianística de John Cage, titulada 4´33´´, que da a escuchar la nada (o el silencio) toda vez que el pianista no debe tocar techa alguna pese a situarse ante el piano y respetar los tiempos determinados por el artista -silencio que nunca puede escucharse, porque no existe, ya que el silencio solo reina en el mundo de los muertos, a los que quizá dicha composición otorga voz, la voz silenciada, la voz del silencio enmudecido- provoca -porque nos pone ante lo que no existe-, mientras que unas fotos convencional, previsiblemente pixeladas, de presos supuestamente políticos, tituladas Presos Políticos, no merece nuestra atención porque no ofrece más que lo que esperamos. No hace falta contemplar la obra para saber en qué consiste.
El arte puede provocar, y podemos reconocer que nos ha provocado: es decir, literalmente, nos ha interpelado. La voz provocadora -toda voz provoca porque llama, interpela, y no cabe voz provocadora que la que no emite sonido, inesperadamente, la voz queda, ya que nos mantiene en tensión, sin saber cómo reaccionar, pensando qué deberíamos hacer y pensar- nos remueve, remueve nuestros principios. Y podemos renunciar a dejar de lado nuestra seguridad, nuestras convicciones. Es decir, podemos hacer oídos sordos a la provocación. La indiferencia, o la reacción alterada, son posibles, quizá previsibles. Cuando interpelamos esperamos una respuesta. Respuesta que nos puede dejar sin voz.
Por tanto, no cabe indignarse si una obra provocadora es censurada, puesto que dicha reacción, de algún modo, es buscada y bienvenida.
Pero esta reacción solo tiene sentido si la obra provoca. Las obras que provocan no gritan. Suelen ser serenas, calladas. Pueden incluso pasar desapercibidas -hasta que alguien cae en ellas. Los dadaístas -y el pintor Morandi: ambos dedicados al cuidado del objeto casi invisible- fueron quizá los artistas más provocadores. Provocan porque no se distraen -ni distraen- y porque no dan importancia a su obra -que no trata "grandes" y nobles temas. Provocan por su forma de expresarse -dan voz a los objetos-, a los que casi no se les oye ni se les ve. Muy lejos de algunos "provocadores" actuales, más bien patéticos en sus denodados esfuerzos por provocar.
lunes, 12 de marzo de 2018
LUCIEN HERVÉ (1910-2007): PALMYRE (PALMIRA, 1962)
El fotógrafo húngaro Lucien Hervé, célebre por haber sido el mejor retratista de la obra del arquitecto Le Corbusier, en especial de sus últimas obras, desde la ciudad de Chandigarh en la India hasta el convento de la Tourette -fotos en blanco y negro, desiertas, compuestas por ángulos agudos cegados y en sombra (la sombra proyectada por volúmenes lisos bajo el sol, casi siempre fotografiados en diagonal, o bajo una luz rasante que destaca la superficie arada, en múltiples direcciones, por los encofrados del hormigón)- fue también un fotógrafo -menos conocido en este campo- de ruinas arqueológicas, como las de Palmira, en Siria, cuyas vistas insólitamente horizontales, también en blanco y negro, a veces bajo la luz creciente o declinante, cuando las formas y las sombras se confunden, supieron traducir la fragilidad de los restos -pórticos, columnas-, convertidos en papeles nítidamente recortados, en medio de las ondulaciones del desierto a las que parecían encuadran o, mejor dicho, de las que se diría emanaban. El punto de vista era, en ocasiones, similar al que adoptaba cuando retrataba obras modernas -vistas rasantes que acentuaban la feroz convergencia de las aristas-, pero también supo reflejar la piedra gastada o caída, dotando a sus fotografías de ruinas de una insólita fragilidad.
El Jeu de Paume, de París, presenta en estos momentos, una exposición antológica dedicada a Hervé.
domingo, 11 de marzo de 2018
Padre nuestro
Un aula o una capilla (religiosa o funeraria): filas de sillas de madera abatibles, dispuestas en un plano inclinado, mirando a una gran pantalla plana colgada de la pared frontal.
Sentados, fieles, inmóviles, contemplando y escuchando fijamente, enmudecidos y arrobados, la imagen coloreada proyectada a gran altura en la penumbra: la aparición de un adusto gobernante, asentado a miles de quilómetros, que mira fijamente a la cámara desde la cumbre del ábside, dominando a los allí reunidos. Su imagen y su voz, entre gestos de autoridad, que destacan agrandados sobre un fondo resplandeciente, como en una nube de luz, emanan entre chisporroteos y abruptos saltos de imagen, al igual que una efigie divina intangible que no se amolda a los limitados medios terrenales.
¿República?
JOHN DOS PASSOS (1896-1970): MANHATTAN TRANSFER (1925)
Si la arquitectura es el arte de componer un espacio en el que se puede estar, teniendo la sensación de vivir bien, en el que uno se ve o se imagina viviendo allí, la arquitectura es subjetiva: se halla en nuestra imaginación. Imágenes construidas tienen la capacidad de suscitar esas sensaciones placenteras.
Por tanto, la arquitectura se halla ante (y en) nosotros. Nos proyectamos en ella. Se encuentra en cualquier imagen, arquitectónica, pictórica, poética o musical.
Nueva York es -o fue en los años veinte y treinta- el modelo de toda ciudad: una ciudad soñada a la que aspiraban llegar hombres y mujeres, que ya se veían en sus calles y sus altas casas.
Nueva York está en Manhattan. No en la isla, sino en la larga novela de John dos Passos, un texto necesario para proyectar (proyectarse y edificarse).
El protagonista es la ciudad. Actúa de marco y de acicate de múltiples vidas. La novela se construye como un "puzzle". Ofrece fragmentos de vida y de voces. La naturaleza fragmentaria de la novela se manifiesta de dos maneras: un sin número de momentos en las vidas de una veintena de personajes que acaban por cruzarse. Historias que la ciudad acoge y genera. Colores, olores y sabores -la sangre, la mugre, un perfume-, luces naturales y artificiales, cuerpos siderales y bombillas, luces directas y reflejadas por las innumerables estructuras y superficies metálicas -trenes, puentes, cables, coches relucientes-, las aguas del mar y de los ríos, y que cruzan la ciudad y el cielo, luces benéficas que iluminan y echan luz, y las luces destructivas de los incendios que prender sin cesar, en medio de gritos y sirenas, pero también del silencio indiferente o de plomo. Historias nimias o trascendentes que se expanden por la ciudad, que las cualidades sensibles de ésta simbolizan, ampliándolas o enmudeciendo. Historias que la ciudad produce, acoge y abandona. Los muros, las ventanas, las calles no se preocupan de lo que ocurre, aunque sin la ciudad, las impresiones y los sentimientos carecerían del marco necesario para resonar, para ser. Fragmentos semejantes a las escenas que se descubren, demasiado tarde, a través de la ventanilla de un metropolitano elevado que circula, día y noche, sin detenerse más que minutos.
Pero el puzzle, es decir, la naturaleza compuesta, bastarda de la ciudad, lo compone también la escritura. El texto auna textos: anuncios, noticias, leyes, letras de canciones se conjugan en el seno de la novela para multiplicar -y fragmentar- lo que las historias narran. Las voces de lo personajes se trenzan con voces anónimas, órdenes sin dueño, estribillos que no se sabe quien canta, y las escenas que la novela describe se reflejan en toda clase de escritos insertados en la trama, como si la ciudad se hallara aún más adentro en el texto, no solo o no tanto en el que el autor redacta sino en las noticias de los periódicos y de la radio, en esas historias que los medios exponen y autentifican, voces multiplicadas que solo tienen sentido en la ciudad.
Una ciudad ubicada tanto en el espacio como en el tiempo, en el presente y el pasado, pues Nueva York es también la asiria Nínive así como Babilonia (dos Passos fue quizá el primer escritor moderno en equiparar la ciudad de Nueva York con ciudades mesopotámicas -que no fueran las bíblicas Sodoma y Gomorra), y la suerte y el poder de las ciudades antiguas revive en el orgullo de las ciudad moderna, cuyas torres empequeñecen a los personajes a los que, sin embargo, da vida.
Las ciudades son relatos -escenarios de relatos-. El orden urbano, complejo y desconcertante, pero implacable, lo impone el texto. Manhattan Transfer es Nueva York, y es toda ciudad. un marco de vidas rotas pero no necesariamente humilladas.
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