La originalidad y el genio, los dos conceptos que definen positivamente el arte en occidente, no se relacionaban con éste en la antigüedad. La relación no se estableció hasta el siglo XVII.
La creación humana se basaba, por el contrario, en la perfección técnica. Se apreciaban las obras inmejorables técnica y compositivamente. Una vez alcanzada la excelencia sólo cabía la repetición. Tanto al autor de la obra como al resto de los artistas solo se les pedía que fueran capaces de producir, una y otra vez, obras idénticas. Variaciones, por leves que fueran, denotaban que al modelo aún le cabían correcciones. La existencia de obras únicas como la Victòria de Samotracia o la Venus de Milo no significa que se valoraba la singularidad de estas obras y su carácter irrepetible, que se concibieran obras únicas. De hecho, posiblemente aquéllas sean copias de una obra anterior que se ha perdido, cuyas otras copias no han llegado hasta nosotros o aún no se han encontrado. Visitas a museos de arqueología o de Bellas artes corroboran esta impresión cierta de la repetición y de la excelencia, de la repetición de la excelencia: ¿cuántas Venus púdicas, cuántos Discóbolos se han encontrado por todo el Mediterráneo, indistinguibles unos de otros?
Se admiraban las obras, no a los artistas. De hecho, no eran percibidos como autores o creadores tal como los entendemos hoy. La excelencia de la obra era responsabilidad de la divinidad o del espíritu que había inspirado al artista y le había guiado la mano. De hecho, Platon consideraba que los poemas más inspirados habían sido escritos por los poetas más incultos, porque incapaces de aportar una visión personal, eran marionetas dóciles a los dictados divinos.
Fuera del ámbito artístico existía la noción latina de genus, propia de las clases altas. Los patricios, los emperadores poseían su genus, esto vez, un espíritu propio e intransferible que definía a una persona. Se podría traducir por carácter. Los retratos tan realistas romanos no reproducían la apariencia del sujeto, siempre mudable, sino su genus, su personalidad perdurable incluso en el más allá, inalterable pese a los envites del tiempo y los desengaños, perfectamente reconocible,
La noción de genus entró en el mundo del arte en el siglo XVII en Occidente, convertida en genio. Éste era una facultad anímica innata que caracterizaba a los grandes artistas. No estaba al alcance de todos los creadores. El genio no se cultivaba. Se manifestaba siempre que el artista creaba. Bajo la inspiración del genio, la obra era singular. No se parecía a ninguna otra. Era novedosa, imprevista e imprevisible. Creada al momento, sin esfuerzo, no atendía a ninguna regla conocida, pero no era gratuita ni caprichosa. Poseía un sólido fundamento propio definido por la propia obra. Cada nueva obra creada sus propias reglas. El artista genial no se repetía, pese a que sus obras eran distinguibles a la legua; obras absolutamente personales, inacabadas a veces, abocetadas incluso, pero en cuyos trazos se percibía una fuerza interior irrepetible. A quienes carecían de genio solo les cabía reproducir laboriosamente el estilo único del artista genial.
Una noción peligrosa, empero. El artista se alzaba hasta los dioses. Ya no los necesitaba. Su genio era su dios, su fuente de inspiración. El filósofo italiano Giordano Bruno quien enunció por vez primera el concepto de genio aplicado al arte a mediados del siglo XVII fue condenado por la Inquisición a morir en la hoguera levantada en una plaza pública de Roma..
Hoy, en nuestros tiempos temerosos, la divinización del artista que conlleva la asunción del concepto de genio ya no es de recibo. Se prefiere el regreso prudente a la artesanía.
La envidia es humana. El triunfo social y artístico del genio, siempre alabado, y del que se espera la novedad, pero al mismo tiempo, el reconocimiento inmediato (se habla de “un” Miró o “un” Monet, reconocibles desde lejos), suscita recelos y al mismo tiempo deseos de emulación. Cada genio tiene su propia factura, que presenta innumerables variantes. Adoptando un estilo ajeno, reproduciendo las maneras de un genio, engañando sobre la verdadera autoría de la obra, se puede lograr la fama y el reconocimiento que el simple talento o el esfuerzo niegan. Al mismo tiempo se cuestiona el carácter irrepetible del genio, cuyas formas se copian perfectamente hasta casi constituir una parodia.
El fraude, es decir, el engaño acerca de la autoría de una obra, es otro concepto moderno, ligado a la noción de genio. Es su anverso, su sombra, una oscura estela que deja el brillo del genio. Una corte de resentidos siguen los pasos de los genios, imitándoles, y burlándose en secreto, sabiendo que nunca podrían competir con ellos a plena luz. Al fraude le va la oscuridad, el ocultamiento, el disimulo, el trabajo de la mano izquierda, el deseo, en suma, de no ser quien se es sino ser otro. El fraude es la manera de escapar a las limitaciones propias, al destino. El fraude y el engaño nos definen como humanos.
(Monólogo -plagiado- de la obra de Nao Albet y Marcel Borràs: Falsestuff, que se estrena el 12 de mayo en el Teatro Valle Inclán, del Centro Dramático Nacional, en Madrid)