viernes, 5 de mayo de 2023

CONEJO BLANCO




Foto: Tocho, mayo de 2023


Notas sueltas sobre el teatro desde dentro:

Para los que somos espectadores, cómodamente desde nuestras butacas, a oscuras, el escenario, bien iluminado, es un lugar lejano e inaccesible. Situado a cierta altura, el frente sobre el que descansa constituye un muro infranqueable. Nadie puede -ni se atreve- a saltar a la palestra. Es otro mundo, con trqnsfondos, cuyas reglas se desconocen.

El escenario también aparece lejano para quienes, no siendo los intérpretes, trabajan en una puesta en escena. Aquel es un espacio acotado rodeado de pasillos que zigzaguean, suben y bajan, angostos y oscuros, atestado de cables, de testigos luminosos, de mesas con innumerables mandos, y de pantallas en las se proyecta lo que acontece en el escenario. La altura de la caja del escenario es descomunal. El techo se pierde en la noche. Guías, cables, torres y escaleras metálicas de barco, un asedio de focos orientados amenazantes hacia el escenario, como ojos avizor que nunca se cierran, decorados y pantallas colgados, pasarelas, puertas cerradas que conducen hacia no sabe dónde, un bosque de vigas y tubos metálicos, cables dispuestos como lianas, es difícil e inseguro deslizarse por la trastienda del escenario, y aún más, por debajo de éste: aunque es posible caminar sin bajar la cabeza, el espacio subterráneo, como una cripta, atestado por lo que parecen estalactitas, invadido, como un templo olvidado en la selva, por el crecimiento desmesurado de conductos, detiene y desorienta en medio de un espacio de límites casi invisibles atenazado por la penumbra reinante que convierte la red de cables en inquietantemente inmóviles, mas al acecho, tensas sierpes enroscadas inmemoriales y sin duda mortales.

Lo más curioso ocurre detrás del escenario y en las profundidades de los camerinos. Se abre la puerta de un ascensor: sale una persona de apenas metro veinte de altura con amplio sombrero de vaquero que lo cubre casi completamente. Tres personas en silla de rueda se desplazan con dificultad por entre cajas, y colgadores atestados de disfraces de todo tipo, cuya  insólita apariencia apenas se adivina . Un deficiente asciende inseguro por una escalera interior: el mundo otro del teatro recuerda los pasadizos y los moradores de Notre Dame de París. Y fascina.Mientras, por el pasillo un actor con un abrigo de leopardo se cruza con una brigada de cuatro hombres uniformados de negro que desfilan formados no se sabe bien porque ni hacia dónde m. En un camerino, por la puerta entreabierta, se vislumbra a un actor cansado, la cara cubierta de trozos adhesivos para fijar el micro de oreja, que cena ante un taper de macarrones. Y al torcer la esquina, una bailarina embarazada ensaya ensimismada complejos  movimientos de brazos ante una fuente. Seguramente, el conejo blanco apresurado, con un reloj de bolsillo en la mano, habrá pasado minutos antes.

Un trabajo de locos -aún no resuelto- (el mundo del teatro es bendita mente de locos) es el de los técnicos, frente a mesas de sonido cubiertas de mandos y una red laberíntica de cables, y con mapas detallados que describen lo que cada actor hace, cuando interviene y desde dónde, que tienen que activar o desconectar, a un ritmo endiablado, los micros inalámbricos de oreja de cada actor en el momento en que interviene y deja luego de hablar, ajustando el volumen al tono de cada intérprete (algunos tienen vozarrón, otros hablan en voz baja) y al espacio, con más o menos eco, más cerca o no del público, en el que se ubica. 

Una labor infernal, agotadora, que puede hundir una obra, ya que el que texto llegue a los espectadores depende del trabajo de estos técnicos, que deben conjuntarse con los que mueven los telones colgados -que agrandan o empequeñecen el escenario, lo que afecta al volumen del sonido.


Tocho pasará las próximas siete semanas en el vientre de la ballena en una ciudad española  

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