miércoles, 15 de junio de 2011

Espacios sagrados







Oasis de Siwa, en el desierto egipcio-líbico, y santuario del oráculo de Amón, en Siwa (s. IV aC) (Fotos: Tocho)


Los dioses, se ha escrito, fueron inventados para legitimar el poder de los reyes sobre las nacientes primeras ciudades de la historia, hace unos seis mil años, en el sur de Mesopotamia.  Los reyes mandaban porque eran los únicos que mediaban con el cielo, y eran capaces de lograr bienes y beneficios que desde lo alto recaían en los humanos. A los dioses se les destinaban espacios acotados, construidos o no, en los que solo reyes y sacerdotes estaban autorizados a entrar. Estos recintos, desde los puntos más elevados, dominaban las ciudades construidas a sus pies. Los palacios, empero, se subordinaban con dificultad al imperio de las alturas.
Espacios sagrados, espacios profanos como las ciudades, reyes y panteones eran organismos con los que los hombres fueron dominando el mundo.  No se concebía la existencia de las divinidades en ausencia de la cultura urbana. La sociedad divina estaba hecha a imagen de la humana, y los dioses eran como reyes inalcanzables –salvo para los mismos monarcas que debían su poder de un don celestial.
Este modelo explicativo de la historia ha estado vigente hasta hace unos diez años. Pues fue entonces cuando, en lo que es hoy el sudoeste turco, sobre un modesto montículo cercano a la ciudad de Urfa, conocida hasta entonces por haber sido la patria de Abraham, y de las fuentes de los ríos Tigris y Eúfrates, un arqueólogo alemán halló unos restos arqueológicos que han desmontado tan bien construida, y quizá, cínica o desencantada, historia. Hace casi doce mil años, a finales del paleolítico (las pinturas parietales de la cueva de Altamira son de hace catorce mil años), unos hombres, aún nómadas, que desconocían la ganadería y la agricultura, y que desde luego no vivían en ciudades ni tenían reyes –la primera ciudad de la historia quizá haya sido Uruk, hoy en Irak, fundada hace unos seis mil quinientos años-, levantaron el primer santuario de la historia: un conjunto de unos veinte espacios sagrados, de planta circular, posiblemente con una cubierta vegetal sostenida por doce monolitos  perfectamente tallados y esculpidos, de grandes dimensiones, en cuyo centro se alzaban dos monolitos aún mayores, pero tan bien esculpidos, que quizá representaran a dioses, ancestros o a seres de otro tiempo, de los inicios de los tiempos. Este santuario, en medio de la naturaleza, situado en lo alto de una colina, a cuyos pies se extiende la llanura mesopotámica, que se pierde en el horizonte, vertida hacia el golfo pérsico, a miles de quilómetros de distancia, llamado Gobekli Tepe, constituye, además, la primera muestra de arquitectura de la historia, en un momento en que los hombres eran nómadas (cazadores-recolectores) o vivían en modestas chozas de ramas y hojas secas.  Eran todavía hombres de las cavernas. Y, sin embargo, construyeron lo que sin duda eran santuarios para seres que no eran humanos: demasiado altos y altivos, dioses o seres primordiales. La invención de los dioses y del espacio sagrado, entonces, no estaba ligada a la realeza ni a la ciudad. Precedía estos modelos espaciales y políticos unos siete mil años. ¿Por qué, entonces, Gobekli Tepe fue construido? ¿A qué respondía?

Parece que los humanos sintieron la necesidad de ir más allá del mundo natural o visible. Buscaron o se imaginaron lugares en los que podían entrar en contacto con entes que solo podían alcanzar con la imaginación, o con los ojos interiores que se abrían cuando, en trance, dejaban de ver lo que tenían alrededor. De algún modo, los humanos de finales del paleolítico ya supieron que no formaban parte enteramente de la naturaleza, contrariamente a los animales, y que estaban destinados, o legitimados, para dominarla. Fue, entonces, cuando decidieron crear las instituciones y los mecanismos que les permitieron hacerse con el mundo. Esta revelación aconteció en un espacio sagrado como Gobekli Tepe. Allí, se sintieron en conexión con algo que les rebasaba –algo que también crearon con la imaginación. El ser humano se reveló como el que fue capaz de dotar el mundo de sentido, sentido que plasmó en obras de arte o de arquitectura como, por ejemplo, los primeros espacios sagrados.
Templum es el nombre que en latín designaba al espacio sagrado. Templum no se refería solo a un templo. La traducción moderna del término latino circunscribe el espacio sagrado a una construcción o a un conjunto de edificios. Sin embargo, la palabra latina se refería solo a un espacio acotado. En verdad, templum nombraba al rectángulo imaginario que el sacerdote (el augur) trazaba con su cayado en el cielo, y que servía para “leer” el destino en el vuelo de los pájaros que cruzaban esta figura, según la dirección y el ángulo de vuelo, para determinar buenos o nefastos augurios. El porvenir sería aciago si los pájaros “entraban” por la siniestra (la izquierda), mientras que los días venideros serían luminosos si las aves volaban desde el oeste, siguiendo  el alzamiento del  sol. Templum derivaba del griego antiguo temenos. Este sustantivo significaba terreno acotado. En efecto, temenos estaba emparentado con un verbo, temnoo, que se traduce por cortar, deslindar. En sánscrito, tamâlas, es un cuchillo. Un templum, entonces, es un lugar separado del espacio circundante. Se trata de un puesto especial, cuyas fronteras están nítidamente marcadas. Contenga o no edificaciones, un templum requiere la presencia de muros o de surcos visibles que visualicen los límites. ¿Por qué?
  El adjetivo sagrado proviene del latín sacer. Ocurre que este adjetivo, en latín, se refería sobre todo a lo que tenía que ver con el mundo infernal. Cuando se calificaba a una persona de “sagrada”, en verdad, se la condenaba: podía ser ejecutada sin que hubiera cometido crimen alguno, y entregada o sacrificada a las potencias infernales. Sacer se traduce más bien por maldito (persona o lugar de los que solo se puede hablar mal, ya que el mal es lo que causan). Todo lo sagrado, pues, tenía que ver con los muertos, y los hombres tenían que cuidarse mucho de los lugares sagrados, pues en ellos se entraba en contacto con el infra-mundo, poniendo la vida en serio peligro.
Otro adjetivo latino, sanctus,  acentúa la inquietante realidad de lo sagrado. Sanctus significaba inviolable. Un lugar o una figura santos no podían estar al alcance de cualquiera. No se les podida tocar ni hollar. El contacto solo podía ser indirecto. La razón residía en el peligro que encarnaban.
Entrar en un lugar sagrado sin la debida preparación conducía muy probablemente a la muerte, pues se entraba en directo contacto con lo invisible. Es por este motivo que solo determinadas personas (reyes y sacerdotes) estaban capacitadas para penetrar, sin poner su vida en grave peligro, en los espacios acotados, sagrados. Los muros, los surcos tenían una doble función: advertir al hombre común de la peligrosidad del lugar, y protegerlo evitándole entrar por descuido en contacto con las fuerzas que emanaban del mundo de los muertos. Los lugares sagrados estaban, entonces, proscritos. Requerían una larga preparación para poder ser hollados; preparación que pocas personas estaban en condiciones de obtener.
La “malignidad” del lugar sin duda explica que los espacios sagrados se hallen habitualmente fuera de los espacios habitados. Son lugares remotos y de acceso difícil. Ubicados en cumbres, en grutas, o en valles profundos; en el desierto o en islas inaccesibles. Configuran espacios casi imaginarios ya que solo la imaginación los alcanza a reconocer.  Hasta llegar al umbral, el peregrino debe emprender un largo y dificultoso viaje, durante el cual se prepara espiritual y físicamente para soportar o afrontar lo que le aguarda. El viaje, por tierra o por mar, conlleva la ruptura con el mundo cotidiano. Se parte pero no se sabe si se retornará. Pero incluso si uno vuelve, lo hace transfigurado, tan cambiado que parece “otra” persona, que nada tiene que ver con lo que fue cuando partió. Se diría que el peregrino hubiera renacido. Y de un nuevo nacimiento se trata, pues, en efecto, el peregrino ha afrontado peligros mortales de los que ha salido fortalecido,  como si hubiera vuelto a vivir. La mayoría de los mitos cuentan que los grandes santuarios se hallan siempre allende las fronteras. El camino es incierto. Conlleva esfuerzo e incertidumbre. El gran santuario panhelénico, Delfos, en los que moraba el dios Apolo, a quien se imploraba para conocer el futuro, se ubica en lo alto del monte Olimpo, al que, aún hoy, se accede a través de una senda empinada y serpenteante, abocada al abismo. El peregrino exponía su vida cuando decidía emprender el viaje a Delfos e iniciar el temible ascenso. Ya en el umbral del santuario –un santuario que, en época arcaica, no poseía templo alguno, sino tan solo una piedra “sagrada”, llamada ónfalo, que en griego significa ombligo, y que muestra bien que Delfos, al igual que todo espacio sagrado, tenía la paradójica virtud de estar lejos de todo, en los confines del mundo, y de ser, al mismo tiempo, un centro, el centro u ombligo del mundo-, el peregrino tenía que pasar una o varias noches, solo, en la oscuridad de una sala del santuario.  Se enfrentaba así a su propia muerte. La cámara oscura evocaba el mundo de los muertos. Y su soledad, la ruptura con los vivientes. Solo tras la debida preparación, se le consideraba apto para dirigirse hacia la capilla más recóndita donde se hallaba el dios Apolo. De un modo parecido, cuando Alejandro decidió conocer su destino, viajó durante semanas, a través del desierto de arena –cruzó, pues, un espacio muerto, se retiró en él-, hacia el oasis de Siwa donde se hallaba el santuario de Amón, sobre el único montículo rocoso que se alza por encima de las nervaduras de la cúpula de las palmeras, alrededor de un lago de aguas templadas, grises y azules como el acero. 
¿Por qué los hombres escogieron unos espacios en detrimento de otros? Seguramente es imposible o vano responder a esa pregunta o, al menos, ofrecer una única respuesta. La mayoría de los espacios sagrados, ciertamente, poseen hitos naturales: piedras, picos, fuentes, ríos que los singularizan. Las piedras y las montañas parecen haber sido elementos naturales predilectos. Piedras que podían llegar a parecer el cuerpo de alguna potencia superior. En la Biblia, el patriarca Jacob se durmió en un lugar donde acontecieron hechos sorprendentes. Apoyó la cabeza sobre una piedra, y tuvo un sueño en el que vio a seres alados subir y bajar por una escalera que unía el cielo a la tierra. El nombre con el que se designaba esta piedra o este betilo es asherat. Pero asherat es también un nombre propio: Asherat es el nombre de la diosa-madre y esposa de Yavhé (al menos hasta que los sacerdotes del templo de Jerusalén trataran, en el siglo VI aC, de borrar las huellas de esa diosa, a quien Salomón rendía culto en el templo de Jerusalén).
Quizá la forma de un o unos picos, semejantes a las astas de un toro, de unos valles o laderas montañosas, que evocaran a una gran vagina,  de unos estanques de aguas mansas y profundas, en las que pueblos como los sumerios veían una gran matriz que, al romper aguas, alumbró al mundo, fueron los indicios que permitieron que esos lugares se cargaran de “sacralidad” y se convirtieran en lugares que no podrían hollarse impunemente. Se tenía la sensación que algo decisivo había estado en juego en esos espacios, quizá la creación del mundo, de los dioses o de los hombres.  Lugares a los que, pues, era necesario rendir el debido culto, tomando todas las precauciones, lugares a los que se acudía para recobrar la fe, es decir, la confianza en la vida; lugares en los que la vida de los fieles se transfiguraba porque eran, quizá, lugares donde los humanos habían visto la luz por vez primera.
 Hoy en día, los espacios sagrados siguen estando presentes y vigentes. Su número y tipo ha aumentado incluso. A los santuarios más comunes e inmemoriales, en los que el humano se siente renacer, se suman hoy museos y estadios; quizá centros comerciales, a los que se rinde culto al consumo: espacios perfectamente acotados en los que la multitud comulga con sus astros y dioses, del espectáculo, el arte y el deporte. Hoy, más que nunca, lo sagrado se infiltra en un mundo que, paradójicamente, caracterizamos como profano y descreído.



RECUADRO 1:

¿Por qué los hombres de las cavernas se adentraron en los hondo de las grutas para pintar animales (toros y caballos, principalmente) y manos?
Ahora ya se sabe que las cavernas no fueron hogares. Las pinturas parietales se hallan, casi siempre, en las partes más recónditas, muy lejos del acceso, incluso en zonas casi invisibles y en las que no cabía un adulto. Los hombres de la prehistoria vivían en cabañas en los valles o, en todo caso, en la entrada de las cavernas de mayor boca, allí dónde había aire y luz (huesos, restos de alimentos y sílex así lo confirman). No es fácil llegar hasta las todas cuevas pintadas. No podían constituir espacios comúnmente habitados. Su ubicación dificultaba su ocupación, y los primeros grupos humanos eran pocos y estaban demasiado dispersos para enemistarse.
Es por ese motivo, por lo que la razón de ser de las cuevas no es funcional. No son hogares, espacios profanos. Eran, posiblemente, espacios sagrados. ¿En qué o quién creían? No se sabe. ¿Qué ritos practicaban? Tampoco. Pero lo que sí es probable es que las cuevas fueran lugares de reunión, ocupados periódica y temporalmente, en días “de fiesta”. Las cavernas suelen estar en puestos elevados. Desde la boca se divisa el paisaje, se controla el paso de las manadas, se vislumbra una ancha franja del mundo, se está  más próximo a lo más alto. Se requiere una cierta preparación para emprender el camino hacia la cueva. ¿Evocarían las profundidades, húmedas y oscuras, el vientre de algún ente sobrenatural? Tampoco se sabe a fe cierta. Pero lo que sí es obvio es que quienes pintaron las paredes de las cuevas se enfrentaron a sus temores y a toda clase de dificultades: falta de luz, espacios angostos, frío y humedad. Los frescos no eran visibles; a la luz de las antorchas solo se divisaban algunas formas que danzaban a la incierta luz y entre el humo. Las figuras, entonces, debían parecer efigies de otro mundo, quizás emanadas de la roca.  ¿Por qué se pintaban, si su contemplación era casi imposible? Es posible que señalaran lugares en los que los humanos practicaban ritos de paso; es decir, lugares en los que tenían lugar transformaciones que afectaban –y pautaban- la vida de los jóvenes.
Las cuevas, entonces, eran espacios donde los humanos se enfrentaban a seres cuya faz se inscribía en la roca. Tras el encuentro, empezaba una nueva vida, o una vida renovada. Las cuevas prehistóricas quizá constituyan los primeros espacios sagrados. Responden a –o determinan- todas las características de los lugares de culto. Espacios fuera del control de los humanos en los que los hombres se juegan la vida.



RECUADRO 2:
Acteón era  un joven héroe griego, nieto del dios Apolo, educado por el centauro Quirón que vivía en una cueva en medio de un bosque. Por ese motivo, estaba acostumbrado a los espacios indómitos. Era un excelente cazador que, un día, se adentró con sus perros de caza en la tupida selva, persiguiendo a un ciervo herido que se le escapaba.  Tan encarnizada era la persecución y tan intrincado el bosque que Acteón, lejos ya de la ciudad, no se dio cuenta que el bosque se abría de pronto y que los árboles rodeaban un claro, en cuyo centro destacaba un lago de quietas y cristalinas aguas: un claro de luz. Acompañada por las ninfas, la diosa Diana (la cazadora) se bañaba. Acteón quedó deslumbrado. Ningún humano había podido contemplar el cuerpo desnudo de la diosa. Sorprendida, Diana se enfureció. Metamorfoseó a Acteón en un ciervo sobre el que su propia jauría, cegada por Diana, se precipitó hasta despellejarlo.
Desde entonces, los hombres saben que existen lugares inaccesibles puesto que mágicos, en los que moran divinidades, a los que hay que aproximarse tomando toda clase de precauciones, porque la vida, inevitablemente, sufrirá un cambio  definitivo. No se retorna  indemne de un espacio sagrado. 

(Versión de los textos de un artículo con dos recuadros adicionales, de próxima publicación en una revista)




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