No todas las exposiciones están pensadas para ser éxitos masivos, recurriendo, una y otra vez, a los mismos artistas, sean Rafael, Monet o Koons.
El Museo del Louvre, en París, presenta dos exposiciones excepcionales hasta finales de mes: Poussin y dios, una gran muestra de pintura, y La fábrica de las imágenes santas, Roma-Paris, 1580-1660, de formato mediano, con excelentes dibujos italianos y franceses casi exclusivamente.
La temática religiosa no es la más popular, ni más comprensible. Exige cierto conocimiento de la historia sagrada cristiana, y de la mitología bíblica.
Pero ambas muestras plantean un tema fundamentales de teoría del arte: el estatuto y la función de la imagen (pintada o dibujada).
Las obras corresponden al periodo barroco. Pertenecen a las escuelas europeas, francesas e italianas principalmente.
Responden a las conclusiones acerca de la legitimidad de las imágenes sagradas o piadosas establecidas por el Concilio de Trento.
Estamos en plena revolución protestante. La autoridad papal, y los fundamentos de la teología cristiana, están en entredicho. Los protestantes argumentan que la relación entre la divinidad y el ser humano debe realizarse sin mediación alguna, ya que solo los fieles en gracia de dios -gracia que dios concede a quien escoge, sin que dicha gracia pueda ser ganada- pueden dirigirse a Él, y hallarse bajo su influjo divino.
Ninguna gestión humana puede torcer la voluntad divina.
Por tanto, las imágenes, los templos y las estructuras eclesiásticas son innecesarias. El contacto entre el ser humano y la divinidad es íntimo, personal y depende solo de la venia divina, venia que, ciertamente, recae en los "bien nacidos". Las buenas obras tampoco pueden comprar la gracia, si ésta no ha sido otorgada por el cielo de antemano.
La destrucción de las imágenes, la iconoclastia protestante -luterana, calvinista- se desató. Las imágenes eran peligrosas porque podían sustituir a la divinidad.
Ante este furor iconoclasta, que ponía en entredicho la economía del arte religioso -su función en tanto que arma para entrar en contacto con la divinidad, y para aleccionar sobre cómo contactar con Aquélla-, la iglesia católica -Roma, el papado- reaccionó. El Concilio que tuvo lugar en la ciudad de Trento, tuvo como finalidad establecer las pautas de conducta que el fiel debía seguir en relación a la divinidad. En esta nueva relación, las imágenes y las formas esculpidas y arquitectónicas -las artes en general- jugarían un papel decisivo.
Las imágenes eran necesarias, porque permitían que se pusiera rostro a una divinidad o, mejor dicho, recordaba su rostro, ya que la divinidad cristiana se había encarnado, es decir, al hacerse visible, se había convertido en una imagen material o carnal de sí misma. Se había mostrado sensible o carnalmente.
Pero, las imágenes no podían ser bellas. la idealización renacentista, la copia de modelos clásicos fue proscrita, en favor de la representación justa y verdadera: los defectos no podían ser suavizados o eliminados. Las imágenes tenían que ofrecer un retrato veraz de lo que mostraban. Este criterio que insistía en la inevitable imperfección material o humana, contribuyó a acercar la divinidad al ser humano, a "humanizar" a dios. Éste se mostraba no a través de figuras ideales, divinas, de algún modo, sino plenamente humanas, por lo que el íntimo contacto, que los protestantes defendían, lo consiguió paradójicamente el arte católico a través de la representación naturalista o verista, que no rechazaba errores, imperfecciones, manchas y lacras, como se percibe en el arte de Caravaggio y de su "escuela" tenebrista.
Cuanto menos "artísticas" fueron las imágenes, más eficaces y poderosas se mostraron para evocar la divinidad necesariamente perfecta.
Fue, así, el Concilio de Trento el instaurador de un cuerpo teórico que dio legitimidad a las imágenes, consideradas desde entonces como medios indispensables para ver o visualizar el mundo ideal. Las imágenes no tenían que ser perfectas sino imperfectas para acercar la perfección divina a la imperfección humana y que ésta reconociera en las imágenes el rostro humano de la divinidad, reconociera que la divinidad no era ajena a los asuntos humanos.
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