jueves, 16 de junio de 2016

El tacto





El Antiguo Testamento se construyó sobre el imperio del sentido del oído. La relación entre el hombre y Yahvé, es ante todo auditiva. Yahvé no se muestra nunca, sino que se esconde tras nubes o zarzas ardientes. Su voz resuena. Cuando se desplaza, nadie lo percibiría si no fuera por el rumor de sus pies.
Por el contrario, el Nuevo Testamento cede la relación entre la divinidad y el hombre al órgano de la vista. Jesús posee una mirada escrutadora. Su faz son sus ojos. Nada escapa a su mirada. Habla, ciertamente, pero sobre todo se muestra. Su vida acontece a la vista de los demás. Su vida es pública. Sin embargo, Tomás el apóstol pone en crisis la relación visual. No acepta lo que sus ojos le transmiten. No cree en lo que ve. Solo el tacto puede dar cuenta de la existencia de ciertos hechos. Así, la imagen de Tomás hundiendo los dedos en la profunda herida en el costado de Jesús a fin de cerciorarse del golpe mortal de la lanza del soldado ha quedado en el imaginario occidental. El tacto habría dado fe de lo que la vista mostraba. El descrédito de la vista, no sólo platónico, sino también semita, se pondría en "evidencia" en este gesto.
   
Mas, pese al descrédito de los sentidos, tanto en occidente, hasta el siglo XVIII, como en Oriente, aún hoy, en algunas culturas, los sentidos de la vista, en Occidente, y del oído en Oriente, han sido considerados medios para vislumbrar la divinidad u escuchar su Verbo.

Los museos y las galerías suelen acoger obras de arte y de magia creadas o dispuestas para ser contempladas. En el primer caso, es el artista quien ha compuesto una obra para que el espectador se relaciones visualmente con ella, mientras que en el segundo, son los intérpretes (comisarios, escenógrafos, arquitectos) quienes presentan las obras de modo que el espectador pueda apreciarla con el sentido de la vista.
Es cierto que muchas obras y fetiches han sido creados para ser vistos -o para mirar: en ambos casos, la relación, de placer o de temor, entre la obra -viva o no- y el espectador, se establece a través de los ojos, tanto del hombre cuanto de la figura en la imagen.
Sin embargo, también existen obras, sobre todo mágicas, compuestas de tal modo, que los efectos que tienen que producir solo se pueden transmitir por el tacto. Las obras tienen que ser tocadas, cogidas, acariciadas, La vista, en estos casos, apenas tiene importancia. El contacto tiene que ser físico, sobre todo a través de la mano. Ésta descubre la forma, la materialidad de la obra. La obra opone resistencia. Transmite dureza o morosidad; posee cierta temperatura; es lisa, rugosa, untuosa. Algunos fetiches, recubiertos de sangre, barro, ungüentos, dejan huella en la mano.
Así como el contacto visual -que puede ser mortal, como sucede cuando un ser humano cruza la mirada con la faz de la Gorgona- mantiene a ambos sujetos (el sujeto -sujeto de la contemplación, pero también sujeto por el objeto-, y la obra que mira al sujeto) a cierta distancia, el sentido del tacto manifiesta la cercanía entre sujeto y obra. El tacto no denota posesión. La mano no agarra la pieza, sino que ésta se deja tocar. El tacto expresa confianza. Manifiesta el poder del sujeto y de la obra. Éstos no se muestran a la defensiva. No alzan barreras, ni se esconden, sino que se libran. El tacto exige quietud y cierto abandono. Sujeto y obra se entregan. Sienten ambos la presencia del otro. La comunicación se realiza por la vibración siquiera imperceptible. Vibran al unísono. Constituyen una unidad en la que cada miembro mantiene su integridad y su independencia. La mejor prueba que la obra está viva es que deje que el espectador se acerque. La obra no lo rechaza. Ambos se tienen la mano.
Pero el tacto se ha perdido en la relación estética. Vitrinas, alarmas, barreras se alzan entre el espectador y la obra. Ambos, obra y sujeto, parecen tener miedo. Temen hacerse daño mutuamente. No pueden compartir un mismo espacio. Las barreras certifican que el mundo prosaico -llamado real- y el artístico -de la ilusión, que es el de la verdad- no pueden confundirse. De ahí que el arte no puede transmitir nada más que impresiones fugaces, incapaces de alterar, transformar el mundo. Quizá fuera peligroso.





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