Es cierto que un museo y una estatua no cuentan de la misma manera, que una reciente exposición temporal, en Barcelona, expuso este pasado no muy lejano y, que si bien es cierto que el tráfico de esclavos en Barcelona no es muy conocido se puede considerar que la escultura de Antonio López no ha servido para contar y divulgar la verdad.
Pero, más allá de las bondades o maldades de la manera de contar o de ocultar un hecho vergonzoso -y que explica, no obstante, el origen de algunas de las grandes fortunas en ambas ciudades, vigentes aun hoy-, la retirada de la estatua, en Barcelona, revela una limitada concepción de lo que es un monumento, sin duda de raigambre cristiana.
Un monumento, como una estatua de bronce, no es solo -o siempre- una imagen exaltadora. La estatua puede convertir en un héroe a quien representa. Situada sobre un alto pedestal, en medio de un espacio público, la estatua se convierte en un objeto de culto -o transfiere el culto que recibe a la persona que representa o sustituye. Ésta alcanza así un estatuto sobrehumano, como si entrara en la mítica isla de los bienaventurados griega, o en el reino de los cielos.
Un monumento, sin embargo, es un útil de la memoria. Un monumento sirve de recordatorio de personas y acciones que no deben de caer en el olvido. Una estatua no siempre glorifica, sino que expone, a la vista de todos, figuras que preferiríamos olvidar.
Retirar una estatua, como comenta Féliz de Azúa, no ayuda a tener presente figuras y, sobre todo, decisiones que tomaron, maneras de pensar, sociedades que simbolizan, que no pueden caer en el olvido si no queremos fabular sobre "nuestro" pasado, lo que nos lleva a creernos distintos, puros, superiores y, por tanto, aptos o destinados a dominar a los demás.
Un monumento es una piedra en un zapato. Nos recuerda lo que ocurrió y nos advierte para que no vuelva a ocurrir. Una estatua de Antonio López no exalta necesariamente a esta figura, sino que nos pone ante la evidencia de una figura pública plenamente aceptada por una sociedad. Pues Antonio López no era un libre pensador. No iba en contra de las ideas recibidas, de las creencias asumidas, de lo que se aceptaba en la España finisecular. Su comportamiento no se distinguía del de muchos otros. Su figura representa bien una manera de concebir y tratar el otro convertido en mercancía, en fuente de beneficio que se tradujo en el deprimente esplendor modernista.
Es cierto que la estatua, tal como se presentaba, no ayudó a que percibiéramos el pasado tal como ocurrió o pudo ocurrir. Pero los monumentos necesitan ser explicados. Requieren un título y una aclaración. La obra nos recuerda que existió un personaje llamado Antonio López. Somos nosotros los que debemos entonces interrogarnos sobre quién era y porqué se le representa: ¿de qué nos quiere advertir su efigie? ¿Qué bondades o maldades encierra o expone? Los poderes públicos tienen entonces la obligación de proporcionar los datos necesarios para, una vez que nos preguntemos por esta figura, poder interpretar la época y determinadas maneras de actuar y pensar del pasado (o del presente).
La estatua, posiblemente, no hubiera tenido que ser retirada -como si se temiera recordar lo que evoca- sino que hubiera tenido que acompañarse de las claves necesarias para entrar en contacto con un pasado que se desvanece si ya no quedan testimonios visibles de lo que ocurrió y de quienes lo protagonizaron. La ausencia de monumentos casa bien con una sociedad profana y prosaica ue no quiere hacerse preguntas acerca de donde viene -y por donde hacia donde va.
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