Sócrates fue acusado de impiedad y de corromper a los jóvenes cuya educación le había sido encomendada. Hecho prisionero, fue juzgado y condenado a morir envenenado No intentó apelar ni evitar la condena. Cuando le trajeron la copa de cicuta, mientras departía con sus discípulos en la celda, tras haberse despedido de sus tres hijos y las mujeres de su entorno, bebió serenamente y se puso a caminar de un lado a otro, como se le había indicado, para que el veneno hiciera efecto y, con los primeros síntomas, se acostó de espaldas al suelo, mientras lentamente perdía los miembros perdían la sensibilidad y se enfriaban. Nunca se supo lo que quiso decir con sus últimas palabras. Murió antes de aclararlas.
Fedón, el diálogo de Platón que narra los últimos momentos de su maestro es, posiblemente, el más hermoso texto de toda la literatura. Sócrates no quiso insultar ni protestar, pues una mala palabra, una palabra mal dicha, era una falta en contra del alma.
La apología de Sócrates, un diálogo muy anterior de Platón, aclara porque Sócrates aceptó la condena. Entre el juicio y la ejecución pasaron meses: los meses de las fiestas religiosas en honor de Apolo, cuando se debían suspender las ejecuciones. Sócrates aprovechó el tiempo para adiestrarse en el arte de las Musas, las servidoras de Apolo -tras un sueño en el que se le indicó que debía atender al dios- y compuso, no sin dificultad, según afirmó (Sócrates no se consideraba un poeta), un himno a Apolo.
Durante este tiempo habría podido huir, o apelar. Hubiera podido implorar a los jueces, aducir la existencia de una familia, de unos hijos pequeños (tenía tres, dos muy pequeños, y una hija adolescente). Hubiera podido también denunciar a los jueces o las leyes. Mas nada hizo.
Su protesta hubiera puesto en evidencia a la ciudad. hubiera cuestionado la agudeza o la imparcialidad de quienes le condenaban -pese a que el propio Sócrates demostró que no corrompió a nadie-, y la bondad de las leyes.
La comunidad ateniense se sostenía en la aceptación de las leyes y de quienes las aplicaban, de quienes velaban por su aplicación, por su adecuación a las causas, justas o injustas. La ley era garante del orden, de la convivencia. Aseguraba un reparto equitativo, desarmaba la tiranía y el despecio. La ley unía. Poner en tela de juicio las leyes y a los jueces, suplicar o huir hubiera desarmado a la ciudad, poniéndola en ridículo, poniéndose en ridículo.
Sócrates sostenía que se tenía que obedecer a las leyes -o cambiarlas tras un debate público- pero nunca tratar de huir de la justicia. Las reglas que fundaban una comunidad y daban fe de su bondad, que regulaban la vida urbana o comunitaria, que regían las relaciones interpersonales, no podían suspenderse o cuestionarse cuando nos afectaban. Su obediencia, su asunción, garantizaba la paz de la ciudad, y daba sentido a la vida en ella. La condena podía ser o parecer injusta. Pero debía asumirse so pena de desmantelar lo que tan dificilmente se había logrado: la asunción de una vida reglada. La huida o la denuncia solo servían para manifestar lo ilusorio de una vida en común. Y, entonces, volvía la selva, la ley del más fuerte, las divisiones, las disensiones.
Sócrates partió. Su final demostraba que, por injusta que fuera una sentencia, su aceptación mostraba que los humanos podíamos vivir en paz más allá de nuestras diferencias.
Quiénes huyen solo buscan la salvación personal y el hundimiento de quienes hasta entonces habían defendido -es decir, tiranizado.
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