sábado, 6 de abril de 2024

El origen de los estudios de arquitectura en España

 Que Santa Bárbara, conocida sobre todo por ser la patrona de los dinamiteros, fuera también la de los arquitectos, aunando los poderes antitéticos de la construcción y la destrucción, no es una casualidad o un ejemplo de humor negro: los estudios de arquitectura se originaron en el universo militar (de la toma y destrucción de ciudades, entre otras funciones).

Bien es cierto que cabría precisar más: los estudios de arquitectura se originan en el insólito cruce entre la matemática -que calcula con precisión las trazas geométricas de las balas- y la armería. La arquitectura se sustenta en el arte de la fortificación y el de la destrucción, el conocimiento de ésta permitiendo una construcción reforzada capaz de aguantar embestidas y ofrecer, así, una protección más eficaz a los habitantes contra los ataques exteriores, venidos tanto del cielo como de la tierra.

Si los constructores de la antigüedad, medievales y renacentistas se formaban en talleres de constructores al servicio del ejército (en Roma) y de la Iglesia (el gremio de masones y en especial de los franc-masones, especialistas en el manejo de la piedra franca o sillar bien tallado, utilizado en la construcción de catedrales en el edad media y los inicios del renacimiento), la primera escuela de arquitectura en España fuera fundada en 1582 por el arquitecto real Juan Herrera, a petición del emperador Felipe II.

 Fue la primera escuela de arquitectura europea, ya que aunque la Compañía y Academia de las artes del diseño fue creada veinte años antes por Vasari en Florencia, consistía en la agrupación bajo un mismo techo de dos asociaciones, una gremial y otra estudiosa o intelectiva, teórica, dedicada a todas las artes en las que se valoraba la idea por encima de la técnica, y por tanto el proyecto antes que la puesta en obra,  y no solo a la arquitectura (cuyo primer “titulado” fue Miguel Ángel). 

Es cierto, sin embargo que los  estudios de arquitectura fundados por Herrera formaban parte de la Academia de Matemáticas, instalada en la reciente nueva capital del Imperio, Madrid. Dicha academia era independiente de los Estudios Generales o Universidad, dedicada a la formación humanística (de derecho y teologal a la vez).

Durante un poco más de dos siglos dicha academia fue la única que brindó estudios de arquitectura en el Imperio hasta que, con la nueva dinastía de los Borbones, a principios del siglo XVIII, la academia militar, ubicada en Flandes, fue desplazada a Barcelona en 1712. Dicha academia impartirá clases de matemática, ingeniería y arquitectura civil. Dichos conocimientos estaban al servicio tanto de la ordenación y defensa del territorio, con la construcción de puentes, vías de acceso, murallas y ciudadelas, como  de la toma de núcleos rebeldes, sometidos al peso destructor de los artificieros. La aportación de los arquitectos se centraba no solo en labores meramente constructivas, sino en el embellecimiento de las obras de manera que su belleza, solidez y dignidad revelara la bondad de la obra y del poder real.

Independiente de la primacía matemática y militar en la formación del arquitecto, y en consonancia con corrientes provinentes de Italia, desde finales del siglo XVI, y del reino de Francia, desde el siglo XVII, la formación del creador (el pintor, el escultor y el arquitecto) ya no dependía solo del buen hacer artesano que se adquiría en un taller gremial, sino del “disegno “, entendido no solo como un proyecto adecuado, bien dibujado y planificado (el diseño se distinguía del dibujo o lineamiento, mera muestra de destreza manual), sino de la idea transcrita en el dibujo, lo que se denominaba metafóricamente “segno di dio” o imagen mental, imagen inspirada que alumbraba la posterior plasmación material. La relevancia de una obra se basaba en el saber manual, el saber hacer, y las ideas expresadas, fruto del saber intelectual y de una nueva facultad anímica descrita a principios del siglo XVII: el genio que alumbraba ideas novedosas y singulares.

La formación del creador requería, por tanto, conocimientos técnicos e intelectivos. Éstos no se adquirían tanto en los talleres gremiales sino en un nuevo tipo de taller formativo: la academia, donde no se discutían problemas técnicos ni constructivos, sino de contenidos. Las academias empezaron a tomar la delantera ante los gremios de origen medieval en la formación teórica de  los pintores, escultores y arquitectos que debían saber, además de cómo representar, qué representar. Al saber hacer gremial se le debía sumar el saber pensar o idear.

La Real Academia de Bellas Artes fue fundada en Madrid a mitad del siglo XVIII, en 1752. Dicha institución velaba por la nobleza de las bellas artes, es decir por la altura, bondad, ejemplaridad y novedad de las ideas encarnadas en pinturas, esculturas y construcciones: las sabias o eruditas referencias a la mitología, la historia sagradas y la arquitectura clásica eran apreciadas, y caracterizaban el juicio positivo de una creación.

Mas, pronto  se descubrió que los conocimientos teóricos del arquitecto, sus fuentes intelectivas, sus referencias cultas, eran muy distintos de los del artista plástico. Vitribio o Vignola poco casaban con Ovidio o las Sagradas Escrituras. 

La necesidad de una formación intelectual especifica del arquitecto se fue abriendo camino hasta que, en 1844, se creó la primera escuela de arquitectura en España, instalada en el primer piso de los locales de la Real Academia de San Fernando. Dichos locales se revelaron pronto angostos y oscuros. Al mismo tiempo, la tutela de la Academia sobre la Escuela de Arquitectura impedía que ésta pudiera desarrollar planes de estudios propios. 

La Escuela se independizó, y halló cobijo en 1851 en el Colegio Imperial, un monumental y barroco centro de estudios jesuitico (libre de la tutela jesuitica tras la expulsión de dicha orden del reino  en 1762) instalado desde mediados del siglo XVI en el corazón de Madrid, donde perduraría hasta principios del siglo XX, cuando pudo disponer de un edificio propio, en la ciudad universitaria madrileña, en 1930.

La escuela de arquitectura de Madrid fue la única escuela en España hasta la apertura de una segunda escuela en Barcelona en 1875, pese a la oposición de la escuela de Madrid, instalada en el primer piso de los nuevos locales de la universidad de Barcelona.

Mas la escuela de Madrid no era el único centro de enseñanza de la arquitectura en España. Recordemos que la Academia Militar real estaba instalada en Barcelona desde principios del siglo XVIII, sin que la toma de la ciudad en 1714 la hubiera afectado, e impartía estudios de arquitectura civil, en los que primaba el conocimiento exhaustivo de los cinco ordenes arquitectónicos.

Paralelamente, la Junta de Comercio de Barcelona obtuvo en 1758 el permiso real para crear unos estudios superiores técnicos y científicos, al servicio de la naciente poderosa industria textil, en los locales medievales de la Lonja. La casi veintena de estudios, de química, diseño, economía, idiomas -árabe, entre otros, para facilitar el comercio con el norte de África-, entre otros, incluía también estudios de arquitectura (adecuados para el proyecto de fábricas y de colonias textiles, pero también de mansiones, fruto de la reciente e inaugura riqueza aportada por el comercio textil, así como para la planificación urbana que no interfiriera con el comercio), que sucedieron a los que acogía la Academia militar, y que perduraron hasta la creación de la escuela de arquitectura, libre de la tutela técnico-científica de la Junta de Comercio, y dando primacía a la formación artística y teórica, propia de la Academia. Los estudios propiamente de arquitectura, en el siglo XIX, duraban, tras un examen de ingreso, cuatro años, pero exigían tres años preparatorios en ciencias en la Facultad de Ciencias, y la adquisición de destreza en el dibujo.

Desde entonces y hasta la renovación de los planes de estudios alentados por la Comunidad Europea, los llamados planes de Bolonia, en 2014, la importancia de los conocimientos teóricos y artísticos, que distinguían la formación del arquitecto de la del ingeniero, caracterizaron a las escuelas de arquitectura y, en particular, de Barcelona.



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