INTRODUCCIÓN
«Comprendo muy bien que la gente de nuestro país solo tome sus propias costumbres y usos como modelo y norma de conducta, pues es un defecto muy común, no solo entre la gente "de abajo", sino entre casi todos los hombres, el no poder imaginar vivir de otro modo que conforme a lo que se hace en el lugar donde nacieron.»
(Montaigne: «De las costumbres antiguas», Ensayos)
La antigüedad suele fascinar. Se la concibe como una época en la que todo lo que emprendía el ser humano era hermoso, perfecto y duradero. Las ruinas son testigos del esplendor del pasado, despertando nostalgia y admiración. La comparación con el presente siempre favorece al pasado, percibido como un tiempo inaccesible para el presente, considerado profano, vulgar, e incluso inferior a la grandeza de épocas pasadas.
No es la realidad del pasado la que prevalece, sino el mito de la antigüedad: un tiempo fuera del tiempo, anterior al tiempo cotidiano, habitando relatos míticos y legendarios, envuelto en el resplandor que evoca el mito. La antigüedad se concibe como un modelo inalcanzable, pero que, sin embargo, debe ser siempre considerado como una guía a seguir e imitar, excepto cuando llegan tiempos de revolución, aunque estas a menudo también recurren al pasado, a un pasado diferente, pero igualmente grandioso y considerado posible de recuperar en la Tierra.
Fue el azar lo que llevó a Napoleón a intentar conquistar Egipto para cortar la ruta que conectaba a Inglaterra con sus colonias en el Lejano Oriente, y así descubrir la cultura faraónica. Sin embargo, el azar no tuvo ningún papel en el éxito de la Egiptomanía en la Francia revolucionaria. Se presentaba ante los ojos de los franceses una cultura de una naturaleza distinta, imaginada como radicalmente diferente de la decadencia rococó de la monarquía: sobria, austera, poderosa. Un modelo a seguir, exótico por un lado, misterioso por su escritura y creencias, pero al mismo tiempo más accesible que las culturas del lejano Oriente.
Egipto fue admirado por Platón, quien, según la leyenda, adquirió su conocimiento en los templos de Tebas, y por los romanos, que no dudaron en saquear templos para arrancar y trasladar obeliscos a sus plazas, tan lejos de su lugar de origen. La Egiptomanía causó estragos, cuyos efectos aún se sienten hoy. Todo lo relacionado con el antiguo Egipto parece estar dotado de un poder mágico que cautiva la atención del público y representa un tesoro inagotable de riquezas cuyo final nunca parece llegar. ¿Llegará el día en que el Egipto faraónico deje de encender la imaginación de los pueblos? Ese día parece aún muy lejano.