jueves, 22 de marzo de 2018
martes, 20 de marzo de 2018
Una cuestión de imagen
El ambiguo estatuto de una imagen causa problemas interpretativos de difícil solución y conlleva visiones opuestas sobre lo qué es y lo qué "simboliza" o expresa una imagen, sobre su sentido y su función.
¿Qué es una imagen? ¿Dónde se halla? Cuando en clase de teoría del arte, yo proyecto una imagen -fotografía, vídeo, es decir una imagen quieta o en movimiento- en una pantalla para los estudiantes (para que vean y crean), ¿dónde se encuentra la imagen de verdad? ¿Puedo alcanzarla y tocarla? Mis dedos se deslizan sobre la pantalla. ¿Tocan la imagen -como hubiera querido el apóstol Tomás-, que se proyecta ahora también sobre mis dedos, o la pantalla? ¿Se encuentra en o sobre la pantalla, en el halo de luz, en el proyector, en la pantalla del ordenador -que cuando acerco mi mano me devuelve el frío contacto de un panel de cristal líquido o que fuere-, en algún archivo, remoto o no, o en mi imaginación? ¿Veo o me imagino la imagen?
La imagen es real -incide, afecta la realidad y nuestro comportamiento- pero también es irreal: no la puedo agarrar (agarro solo el soporte de papel, de tela, de cristal...); es visible pero impalpable, se halla ante nosotros y en otro sitio; es objetiva -la percibo- pero como no logro saber qué percibo, también es subjetiva. La imagen, en suma, es un problema "ontológico", es decir, esencial: no sabemos bien con qué nos la estamos "viendo", si viene o si se va, si emana o se retira, pero lo que sí vemos es que la imagen tiene la capacidad de alterar formas y estructuras mucho más "matéricas" y que oponen, contrariamente a la imagen que se escabulle entre mis dedos, resistencia ante mi presión y mi agarre.
Esta condición doble de la imagen explica las visiones o juicios antitéticos que ha recibido. Para unos, no es nada pero al mismo tiempo es demasiado atractivo por lo que la imagen debe ser proscrita: es la postura iconoclástica que se opone a toda imagen y exigen su destrucción. Para otros, en cambio, poco platónicos y sí nietzscheanos, la imagen es todo lo que tenemos ante nosotros, y el mundo e las esencias o las ideas es un sueño molesto; son realidades indemostrables, inalcanzables. Por tanto, es importante cultivar la imagen pues es lo único a lo que podemos aspirar.
Ambos posturas revelan, paradójicamente, que la imagen no es insustancial, contrariamente a lo que parece -el parecido y la aparición con consustanciales con la imagen, con el gusto y el culto de la apariencia-, sino que tiene el poder de incidir, para bien o para mal -de deslumbrar o de cegar, de hacer creen en realidades inexistentes o de llevarnos a mundos hasta entonces desconocidos-, en la vida. Bien lo sabían los teólogos que participaron en el Concilio de Trento, en el siglo XVI -el primer concilio o congreso dedicado no a cuestiones teológicas sino artísticas, y que anuncio, mucho antes que Kant y Hegel, de las virtudes y las limitaciones, y el extraordinario poder, de la imagen, que debía ser siempre controlada pero también utilizada- cuando postularon la necesidad de fastuosas, fascinantes, mórbidas, seductoras y retorcidas, imágenes pintadas y esculpidas -pinturas, frescos, altares, fachadas, tallas, y cualquier modalidad de imagineria religiosa y no solo religiosa- para atraer a lo dubitativos fieles con colores, formas, músicas, perfumes y grandes espectáculos deslumbrantes (el Gran Teatro del Mundo de Calderón), quizá retraídos ante la adusta complejidad de la teología trinitaria. Todo era mucho más fácil, novedoso y seductor con la pompa barroca que, literalmente, llenaba la vista de los fieles que asistían a las misas espectaculares.
La imagen condiciona el mundo. Bien lo saben los poderes teocráticos y políticos, dictatoriales, que despliegan una riqueza de recursos imaginativos, a base de luces, sonidos y proyecciones, para seducir a las masas, subyugarlas e impedirles pensar en otra cosa. En este sentido, la Alemania Hitleriana, la China maoísta, La actual Corea del Norte, y la Unión Soviética estalinista supieron o saben utilizar en su provecho toda la fuerza de la imagen. Los espectáculos deportivos y las manifestaciones multitudinarias con banderas, himnos, y movimientos de masa, son deudores tanto de las advertencias platónicas sobre los peligros de la imagen como del uso intencionado y sin duda perverso de las mismas por la iglesia católica barroca, olvidándose de las también consideraciones platónicas sobre la banalidad -destructiva- de muchas imágenes que confunden tanto sobre lo que muestran como sobre lo que son.
Hoy se ha sabido que un político decidió hace unos meses gastar una pequeña fortuna pública para pagar billetes de avión de primera clase y hoteles de lujo a personas ("observadores", seguimos en el mundo de la telerealidad) invitadas por una cuestión de imagen. Si se producía semejante dispendio se podía pensar en el poder político y económico de un gobierno capaz de gastar graciosamente, para nada, solo por una "cuestión de imagen". Se pensaba en el poder capaz de doblegar voluntades y vencer reticencias. Los fastos no reparan en gastos. Se tira la casa que no es nuestra por la ventana para dar la impresión que nada nos detiene y que los fondos son insondables, casi inquietantes. Damos lo que buscamos: miedo. Impresionamos. Anulamos juicios. Aunque el dicho afirma que la mujer del César además de ser honesta tiene que parecerlo, en las dictaduras sacras y profanas, la imagen lo es todo.
Pensar en cuántas camas de hospital, cuántos profesores podrían beneficiarse de esa cantidad es una actitud de aguafiestas. Mejor echar o acallar a quien osa emitir una duda. ¿Dónde quedaría la magnificencia de estilo monárquico -cuando las monarquías se recogen, otros sistemas políticos toman las riendas y despliegan su inquietante dentadura de oro-, la capacidad de cerrar bocas? Antes el despliegue de medios, nos quedamos mudos.
¿Qué es una imagen? ¿Dónde se halla? Cuando en clase de teoría del arte, yo proyecto una imagen -fotografía, vídeo, es decir una imagen quieta o en movimiento- en una pantalla para los estudiantes (para que vean y crean), ¿dónde se encuentra la imagen de verdad? ¿Puedo alcanzarla y tocarla? Mis dedos se deslizan sobre la pantalla. ¿Tocan la imagen -como hubiera querido el apóstol Tomás-, que se proyecta ahora también sobre mis dedos, o la pantalla? ¿Se encuentra en o sobre la pantalla, en el halo de luz, en el proyector, en la pantalla del ordenador -que cuando acerco mi mano me devuelve el frío contacto de un panel de cristal líquido o que fuere-, en algún archivo, remoto o no, o en mi imaginación? ¿Veo o me imagino la imagen?
La imagen es real -incide, afecta la realidad y nuestro comportamiento- pero también es irreal: no la puedo agarrar (agarro solo el soporte de papel, de tela, de cristal...); es visible pero impalpable, se halla ante nosotros y en otro sitio; es objetiva -la percibo- pero como no logro saber qué percibo, también es subjetiva. La imagen, en suma, es un problema "ontológico", es decir, esencial: no sabemos bien con qué nos la estamos "viendo", si viene o si se va, si emana o se retira, pero lo que sí vemos es que la imagen tiene la capacidad de alterar formas y estructuras mucho más "matéricas" y que oponen, contrariamente a la imagen que se escabulle entre mis dedos, resistencia ante mi presión y mi agarre.
Esta condición doble de la imagen explica las visiones o juicios antitéticos que ha recibido. Para unos, no es nada pero al mismo tiempo es demasiado atractivo por lo que la imagen debe ser proscrita: es la postura iconoclástica que se opone a toda imagen y exigen su destrucción. Para otros, en cambio, poco platónicos y sí nietzscheanos, la imagen es todo lo que tenemos ante nosotros, y el mundo e las esencias o las ideas es un sueño molesto; son realidades indemostrables, inalcanzables. Por tanto, es importante cultivar la imagen pues es lo único a lo que podemos aspirar.
Ambos posturas revelan, paradójicamente, que la imagen no es insustancial, contrariamente a lo que parece -el parecido y la aparición con consustanciales con la imagen, con el gusto y el culto de la apariencia-, sino que tiene el poder de incidir, para bien o para mal -de deslumbrar o de cegar, de hacer creen en realidades inexistentes o de llevarnos a mundos hasta entonces desconocidos-, en la vida. Bien lo sabían los teólogos que participaron en el Concilio de Trento, en el siglo XVI -el primer concilio o congreso dedicado no a cuestiones teológicas sino artísticas, y que anuncio, mucho antes que Kant y Hegel, de las virtudes y las limitaciones, y el extraordinario poder, de la imagen, que debía ser siempre controlada pero también utilizada- cuando postularon la necesidad de fastuosas, fascinantes, mórbidas, seductoras y retorcidas, imágenes pintadas y esculpidas -pinturas, frescos, altares, fachadas, tallas, y cualquier modalidad de imagineria religiosa y no solo religiosa- para atraer a lo dubitativos fieles con colores, formas, músicas, perfumes y grandes espectáculos deslumbrantes (el Gran Teatro del Mundo de Calderón), quizá retraídos ante la adusta complejidad de la teología trinitaria. Todo era mucho más fácil, novedoso y seductor con la pompa barroca que, literalmente, llenaba la vista de los fieles que asistían a las misas espectaculares.
La imagen condiciona el mundo. Bien lo saben los poderes teocráticos y políticos, dictatoriales, que despliegan una riqueza de recursos imaginativos, a base de luces, sonidos y proyecciones, para seducir a las masas, subyugarlas e impedirles pensar en otra cosa. En este sentido, la Alemania Hitleriana, la China maoísta, La actual Corea del Norte, y la Unión Soviética estalinista supieron o saben utilizar en su provecho toda la fuerza de la imagen. Los espectáculos deportivos y las manifestaciones multitudinarias con banderas, himnos, y movimientos de masa, son deudores tanto de las advertencias platónicas sobre los peligros de la imagen como del uso intencionado y sin duda perverso de las mismas por la iglesia católica barroca, olvidándose de las también consideraciones platónicas sobre la banalidad -destructiva- de muchas imágenes que confunden tanto sobre lo que muestran como sobre lo que son.
Hoy se ha sabido que un político decidió hace unos meses gastar una pequeña fortuna pública para pagar billetes de avión de primera clase y hoteles de lujo a personas ("observadores", seguimos en el mundo de la telerealidad) invitadas por una cuestión de imagen. Si se producía semejante dispendio se podía pensar en el poder político y económico de un gobierno capaz de gastar graciosamente, para nada, solo por una "cuestión de imagen". Se pensaba en el poder capaz de doblegar voluntades y vencer reticencias. Los fastos no reparan en gastos. Se tira la casa que no es nuestra por la ventana para dar la impresión que nada nos detiene y que los fondos son insondables, casi inquietantes. Damos lo que buscamos: miedo. Impresionamos. Anulamos juicios. Aunque el dicho afirma que la mujer del César además de ser honesta tiene que parecerlo, en las dictaduras sacras y profanas, la imagen lo es todo.
Pensar en cuántas camas de hospital, cuántos profesores podrían beneficiarse de esa cantidad es una actitud de aguafiestas. Mejor echar o acallar a quien osa emitir una duda. ¿Dónde quedaría la magnificencia de estilo monárquico -cuando las monarquías se recogen, otros sistemas políticos toman las riendas y despliegan su inquietante dentadura de oro-, la capacidad de cerrar bocas? Antes el despliegue de medios, nos quedamos mudos.
lunes, 19 de marzo de 2018
RAYYANE TABET (1983): FOSSILS (FÓSILES, 2006-2008)
Un fósil es un testimonio petrificado del pasado. Parece ilusoriamente vivo, permite distinguir loas partes y las cualidades que lo componen, mas está endurecido, encallecido, atrapado en la piedra. No se distingue de las rocas inmutables.
Una maleta es un objeto mudable. Está en permanente tránsito cuando cobra vida (cuando reposa, en cambio, yace almacenada en algún desván o un altillo, como un ente inservible o muerto). La maleta no se concibe sin un viajero en tránsito -en un viaje o por la vida- o una persona que se desplaza, voluntariamente o no. La pérdida de la maleta constituye un drama. De pronto, se siente que se ha perdido todo; el desamparo es completo. La maleta es nuestro alter ego. Todo lo que tenemos, nuestras pertenencias, todo lo que somos está en la maleta. La maleta está siempre cerrada salvo cuando está con nosotros. Una maleta forzada equivale a una violación de la intimidad. El interior, nuestro interior, queda a la vista, desparramado en el suelo. Podríamos vivir hasta el final con una maleta. Los enseres que guarda forman parte de nuestro ser. Hacer la maleta nos define: qué escogemos y cómo lo disponemos, el orden o el desorden que causamos o en el que vivimos. La maleta debe ser ligera. Y estar lista para toda partida, preparada o precipitada. La maleta es lo que nos une a nuestro pasado, donde vivimos, quien fuimos, y nos encamina hacia un futuro. La maleta debe sostenerse firmemente; constituye a veces la única agarradera fiable.
Una maleta de hormigón no tiene sentido. Evoca un viaje imposible; el estar atrapado sin salida posible. No se trata de un objeto solido, sino muerto. No se puede abrir. Lo que encierra queda para siempre fuera de nosotros, como si la tierra se lo hubiera tragado.
Una maleta de hormigón nos impide movernos. Nos ata a un sitio, mas no como los recuerdos y la añoranza, sino porque no sabemos adonde ir, no podemos ir a ningún sitio.
Y sin embargo, esta maleta constituye una primera piedra, quizá un anclaje sólido -o un peso inasumible que hunde.
La instalación Fósiles del artista y arquitecto libanés Rayyane Tabet, evocando la guerra civil que dividió la ciudad de Beirut, no requiere más explicaciones.
domingo, 18 de marzo de 2018
Pueblo
La familia de palabras en torno al latín populus comprende términos curiosamente antagónicos. Populus se traduce por pueblo -el pueblo romano- y se opone a plebe, término que deriva del latín populare, verbo que significa privar de población, despoblar (incluso decapitar), desplumar. Plebs es el populacho, lo populoso. Populus, a su vez, designa a un conjunto perteneciente al espacio exterior, frente a los lares, asociados a lo íntimo y familiar. lo público y lo privado, pero también, el todo y la parte.
Populus, por tanto,nombra al pueblo y su contrario, se refiere tanto a una acción creativa -el poblar la tierra- cuanto a su contrario, el destruir, el arruinar. Un pueblo es un asentamiento y su finitud, la ruina. No existe para siempre. Es un organismo vivo, no fijado para la eternidad, que debe mediar entre realidades opuestas, que lleva su propia disgregación.
De ahí, que el pueblo fuera una realidad compleja, contradictoria -y de difícil manejo- en Roma.
Fue a partir del siglo dieciocho cuando pueblo adquirió nuevos significados: designó a una realidad indisoluble, sin faltas ni grietas, formada por un territorio, una lengua, una religión y un grupo humano. Así definido, cada pueblo inevitablemente se oponía a todos los pueblos. La noción de pueblo se configuraba no asumiendo la complejidad y la contradicción, en la que la creación y la destrucción se limitaban mutuamente, sino eliminando la disidencia: un pueblo no podía existir si no poseía las características antes citadas. No compartía nada sino que se erguía como un todo vuelto sobre si mismo y necesariamente enfrentado a los demás. Era la guerra la que permitía al pueblo presentarse como una unidad. Las amenazas exteriores, las rivalidades y ambiciones de los pueblos vecinos alentaban el sentimiento de pertenencia a un grupo y de posesión de unos valores y creencias (que símbolos como himnos, con y sin letra, banderas, monumentos, etc.) que no se podían compartir o repartir so pena de perder la "identidad".
Las amenazas, reales o imaginarias, eran necesarias para fortalecer la noción de pueblo. Dichas amenazas eran externas pero también internas: la disidencia, la duda, y la falta de fe -a las que se oponía la murmuración, la delación, la denuncia anónima-, estaban proscritas, como los extranjeros y todos sus valores (lengua, costumbres y cultos foráneos). La creación de los pueblos exigía el establecimiento de fronteras físicas y mentales: límites -que no se podían propasar-, defensas, y rituales de exaltación patria cuando el espíritu identitario parecía desvanecerse. No es casual que la definición de arte -de un pueblo- como la manifestación de un espíritu propio comunitario, definido por Hegel a principios del siglo XIX, coincidiera con el derrumbe de las monarquías -basadas, por el contrario, en la amalgama de poblaciones distintas con pocas o nulas afinidades entre si, y fronteras inciertas que las poblaciones no cesaban de cruzar-. Napoleón fue, posiblemente, quien encarnó mejor y por primera vez la noción "moderna" de pueblo.
Un pueblo, por tanto, necesita de peligros externos e internos, y de líderes -con los que identificarse, cuya suerte es la suerte del pueblo, pueblo que no puede vivir ni "ser" sin un líder- que les lleven a la solución final, para existir. "La libertad y la independencia de la madre patria exige la lucha y la pureza, de manera que el pueblo encarne la misión otorgada por el espíritu (...) la posición del individuo está condicionada por los intereses de la nación", escribía un conocido líder en los años treinta. El pueblo tiene una voz y ésa es la del político que dirige el "destino" del pueblo.
Esa visión del mundo pervive. Así, recientemente, un político en la cárcel ha advertido de la "destrucción que aguarda a su pueblo" si no se le unce, amenaza necesaria para que no decaiga la moral de la tropa.
¿Democracia?
Populus, por tanto,nombra al pueblo y su contrario, se refiere tanto a una acción creativa -el poblar la tierra- cuanto a su contrario, el destruir, el arruinar. Un pueblo es un asentamiento y su finitud, la ruina. No existe para siempre. Es un organismo vivo, no fijado para la eternidad, que debe mediar entre realidades opuestas, que lleva su propia disgregación.
De ahí, que el pueblo fuera una realidad compleja, contradictoria -y de difícil manejo- en Roma.
Fue a partir del siglo dieciocho cuando pueblo adquirió nuevos significados: designó a una realidad indisoluble, sin faltas ni grietas, formada por un territorio, una lengua, una religión y un grupo humano. Así definido, cada pueblo inevitablemente se oponía a todos los pueblos. La noción de pueblo se configuraba no asumiendo la complejidad y la contradicción, en la que la creación y la destrucción se limitaban mutuamente, sino eliminando la disidencia: un pueblo no podía existir si no poseía las características antes citadas. No compartía nada sino que se erguía como un todo vuelto sobre si mismo y necesariamente enfrentado a los demás. Era la guerra la que permitía al pueblo presentarse como una unidad. Las amenazas exteriores, las rivalidades y ambiciones de los pueblos vecinos alentaban el sentimiento de pertenencia a un grupo y de posesión de unos valores y creencias (que símbolos como himnos, con y sin letra, banderas, monumentos, etc.) que no se podían compartir o repartir so pena de perder la "identidad".
Las amenazas, reales o imaginarias, eran necesarias para fortalecer la noción de pueblo. Dichas amenazas eran externas pero también internas: la disidencia, la duda, y la falta de fe -a las que se oponía la murmuración, la delación, la denuncia anónima-, estaban proscritas, como los extranjeros y todos sus valores (lengua, costumbres y cultos foráneos). La creación de los pueblos exigía el establecimiento de fronteras físicas y mentales: límites -que no se podían propasar-, defensas, y rituales de exaltación patria cuando el espíritu identitario parecía desvanecerse. No es casual que la definición de arte -de un pueblo- como la manifestación de un espíritu propio comunitario, definido por Hegel a principios del siglo XIX, coincidiera con el derrumbe de las monarquías -basadas, por el contrario, en la amalgama de poblaciones distintas con pocas o nulas afinidades entre si, y fronteras inciertas que las poblaciones no cesaban de cruzar-. Napoleón fue, posiblemente, quien encarnó mejor y por primera vez la noción "moderna" de pueblo.
Un pueblo, por tanto, necesita de peligros externos e internos, y de líderes -con los que identificarse, cuya suerte es la suerte del pueblo, pueblo que no puede vivir ni "ser" sin un líder- que les lleven a la solución final, para existir. "La libertad y la independencia de la madre patria exige la lucha y la pureza, de manera que el pueblo encarne la misión otorgada por el espíritu (...) la posición del individuo está condicionada por los intereses de la nación", escribía un conocido líder en los años treinta. El pueblo tiene una voz y ésa es la del político que dirige el "destino" del pueblo.
Esa visión del mundo pervive. Así, recientemente, un político en la cárcel ha advertido de la "destrucción que aguarda a su pueblo" si no se le unce, amenaza necesaria para que no decaiga la moral de la tropa.
¿Democracia?
sábado, 17 de marzo de 2018
MOHAMAD HAFEZ (1984): UNPACKED: REFUGEE BAGAGE (DESHECHA: LA MALETA DEL REFUGIADO, 2017-2018)
En una maleta cabe un mundo. En ocasiones, la maleta contiene todo lo que uno aún posee, lo que le queda. La maleta se transporta, se arrastra, acarreando objetos y recuerdos. Es un peso, una carga y un tesoro. Sirve de asiento y de almacén. Guarda, protege. Cuando se abre, como un teatrillo, revela un batiburrillo de enseres, a menudo desordenados, como una ventana hacia otro mundo: el mundo interior y lo poco que queda de un mundo que se ha tenido que dejar atrás. La maleta evoca el tránsito. Nadie, con una maleta puede o espera quedarse en un lugar por mucho tiempo. El viaje, empero, no siempre es voluntario. Una mano aferrada a una maleta se aferra, en verdad, a una casa que quizá ya no existe, y que ha tenido quedar detrás para siempre. Gracias a una maleta, un refugiado o un sin hogar tiene aún la sensación, por débil o ilusoria que sea, que aún tiene un lugar en el mundo.
Mohamad Hafez es un arquitecto sirio, formado en la universidad de Damasco, que partió a los Estados Unidos antes del inicio de la guerra civil. Su obra, una y otra vez, muestra espacios domésticos devastados de la capital siria, recreados con una precisión casi excesiva, como si quisiera fijar para siempre, o recuperar aun lo que ya no está. La maleta se abre como una fachada de un bloque de hormigón que salta por los aires y, dentro, quedan expuestos, a veces extrañamente preservados, espacios interiores, la intimidad desnudada de los habitantes entre las armaduras retorcidas del cemento.
Las maletas, colgadas, abiertas, como si hubieran sido forzadas, de la pared, se acompañan de voces de emigrantes de ciudades devastadas, no solo sirias, que relatan experiencias parecidas a las que se intuye quienes sobrevivieron a las explosiones, y partieron, tratando de recoger lo que les quedaba, en una maleta.
ZUCO 103: SONG FOR LELÉ (2016-2018)
Lelé es una de las raras canciones modernas dedicadas a un arquitecto: del grupo Zuco 103, en parte brasileño, de música electrónica, la canción se refiere al brasileño Joao da Gama Filgueiras Lima (1932-2014), autor, junto a Niemeyer, de Brasilia, y de edificios y equipamientos, casi siempre hospitalarios, cubiertos -o compuestos- por leves sábanas onduladas de hormigón
Esse jeito é de um dengo
Que já nem tem hora
Te desejo
Pra uma noite inteira e o céu lá fora
Um momento
Que te arrasta pro meu pensamento
Sonho lento
Que me arrasta pra esse teu momento
Mas espero
Festejando enquanto espero
E sambando enquanto espero
Descobrindo o quanto quero
Cada momento junto e o céu
Cheiro!
És de um dengo que ja nem tem hora
Desejo tão lento
Que me leva pelo céu afora
Mas te espero...
To te esperando meu nego
A gente vai se encontrar
Vamo fazer um lêlê lêlê
Ai eu te levo pra casa
Ai vem comigo pra casa
E quando chegar em casa
Vamos fazer um lêlê lêlê lêlê lêlê lá
viernes, 16 de marzo de 2018
MARIA LAI (1919-2013): LIGARSI ALLA MONTAGNA (RELACIONARSE CON -ATARSE A- LA MONTAÑA, 1981)
Maria Lai, una pintora italiana que, en la segunda mitad de los años cincuenta y principios de los años sesenta, tras unos modestos inicios como pintora naturalista dedicada a retratar campesinos de Cerdeña, su isla natal, empieza a registrar, en secreto, los lazos de los habitantes con su tierra a través de esculturas, libros y mapas en los que cose, literalmente, tantos hilos como personas componen el tejido social, componiendo libros y mapas que registran los pasos, los cruces, las relaciones que los habitantes tejen entre sí, como se enlazan, se unen y rompen, siempre en un mismo paisaje al que están, pese a posibles rupturas, siempre atados.
En 1981, pidió a todos los habitantes de Ulassi, al noreste de Cagliari, un pueblo sardo, ubicado al pie de una montaña, que recrearan una leyenda decimonónica que cuenta como una niña salvo la vida de la caída de una roca desprendida de la montaña siguiendo la estela azul de una estrella. Con veintisiete quilómetros de un lazo azul, que los habitantes confeccionaron y unieron, ataron las casas entre sí, creando un plano de las trazas de las calles en el cielo, antes de que, con la ayuda de alpinistas, rodearan la montaña y la unieran al pueblo. La obra, de la que los habitantes fueron tanto actores cuando espectadores, duró el tiempo de la experiencia, dejando una estela de hermosas fotografías en blanco y negro atravesadas por una estela azul.
La obra, frágil y evanescente, pero que perdura aun en la memoria de quienes participaron, fue recordada en la pasada Bienal de Arte de Venecia y podría volver a mostrarse próximamente en España.
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