lunes, 17 de diciembre de 2012
Ciudad infernal (en Mesopotamia)
Foto: la diosa infernal Ereshkigal
Cuenta el filósofo Gregorio Luri que en los infiernos no existe arquitectura. ¿Cómo podría haberla? Almas en pena, fantasmas y espectros, en medio de una turbamulta de gusanos no pueden cobijarse en casas: viven enlodados, entre el agua, la tierra embarrada, el fuego y el aire fétido. La muerte, por definición, está asociada a la descomposición, no a la construcción.
Sin embargo, cuando los principales dioses del panteón mesopotámico se repartieron el cosmos, el azar otorgó el cielo a An, el padre de los dioses, el espacio de los vivientes (la tierra y las aguas) a sus hijos, Enlil -el Verbo que clamaba-, y Enki -el Espíritu Ingenioso-, y, finalmente, el mundo de los muertos, a Nergal.
Aquél se hallaba más allá de los confines del mundo visible, ya sea allende el horizonte, en las gargantas montañosas, o debajo de la tierra húmeda. Pero, estuviere dónde estuviera, Nergal era un dios, y los dioses necesitaban palacios, ya sea en lo alto, o en lo hondo. El infierno no acogía solo a los muertos, sino también a las divinidades despiadadas que mandaban a los fantasmas; así que el infra-mundo tenía que poseer un sombrío palacio infernal.
La Gran Ciudad -Eri-gal, o Iri-gal- era una de las denominaciones del infierno. Por eso, Nergal -Ne3-eri-gal-, que significa Señor de la Gran Ciudad, era el Señor adecuado a este lugar umbrío: a esa ciudad negra; una urbe no muy distinta de la uru-ul-la, la ciudad de los tiempos lejanos -la ciudad primigenia- en cuyo seno nacieron todos los dioses.
Eri-gal, en acadio, se llamaba Irkalla: Morada de las Tinieblas. Al mismo tiempo, Eri-gal era otro nombre de Ereshkigal: la esposa de Nergal, la diosa de los infiernos, una divinidad tan ligada a este entorno que ella misma era como una mansión desmesurada. Vivía en los infiernos, al mismo tiempo que acogía, como una madre, o una mansión, a quienes descendían inevitablemernte hacia ella: a quienes se refugiaban en su regazo.
Esa Gran Ciudad infernal se componía de siete anillos de murallas concéntricas, como si de una ciudad celestial se tratase. Ambas, la ciudad de lo alto, y la ciudad en lo hondo, se asemejaban: se reflejaban.
Cada muralla estaba precedida por la Gran Casa (e2-gal) de Ganzer. Esta entidad es misteriosa. Parece que consistía en una imponente, masiva construcción, que se adelantaba con respeto a la linea de la muralla, en la que se ubicaba la entrada a los infiernos o, mejor dicho, a cada nivel infernal. Cada una de estas grandes entradas de acceso, defendida por inmensas puertas de bronce, que solo se abrían para aquellos que no retornarían a la superficie, y que sin duda se componían de una estancia de espera entre dos puertas, estaban bajo el control de divinidades primigenias que habían reinado antes que An y Ki, el Cielo y la Tierra.
El infierno se concebía así como un juego de defensas dispuestas en círculo -una planta perfecta, que ciudades mesopotámicas como Mari reprodujeron- cuya planta debía de formar lo que los griegos denominaron un laberinto. La imagen del infierno mesopotámico resuena aún en la descripción de Virgilio del reino de las tinieblas. También en este caso, puertas broncíneas resuenan como campanas a muerte.
El asiriólogo Jean Bottéro sostiene que el palacio de Ganzer no constituía la entrada al recinto infernal o a cada recinto amurallado, sino que se ubicaba en el centro de este gigantesco laberinto amurallado. Sería la fortaleza central, desmesurada y sombría, inaccesible e impenetrable, cubierta, como por un sudario, por el azul noche de los muros de lapislazuli.
Esta Gran Ciudad que era el Infierno -y los dioses infernales- estaba atravesada por calles. Se ubicaba en el interior de la tierra. Se confundía, pues, con los cimientos de las construcciones de los vivientes. Del mismo modo que los antepasados velaban por sus sucesores, y los edificios se apoyaban en sus cimientos, en los que moraban estos ancestros, todos los edificios nacías de la Iri-Gal, la Ciudad Infernal, de donde nacerían los humanos y a la que retornaría tras el ocaso.
El prototipo de la ciudad mesopotámica no era celestial, como en la Biblia, sino procedía, o se hallaba en las profundidades, de las que ascendía la ciudad terrenal. Esta ciudad primigenia constituía algo así como la base, el asiento de cualquier ciudad temporal.
Vivir era compartir el espacio con los muertos: estar bajo su protección; darles cobijo, aceptarlos, y aprender de ellos. Así como marcar las distancias: necesarios y temidos, pero reconocidos.
El infierno era algo así como una ciudad modélica -en la que nadie quería entrar. Perfecta, acogedora y mortífera: acogía para siempre; no se podía escapar de sus murallas vueltas como garras.
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