Publicado ayer.
Pedro Azara: Piedra angular. El nacimiento en Sumeria, Editorial Tenov, Barcelona, 2012, ISBN: 978-84-939231-1-2
Véase la web de la editorial Tenov: http://www.editorialtenov.com/proyectos/publicaciones/
PRÓLOGO
Una piedra de ángulo es un componente esencial en la arquitectura antigua. Se trata de una piedra o un ladrillo que, durante los rituales fundacionales, se depositaba en las esquinas de las zanjas que se abrían en la tierra bendecida y ofrendada, antes de toda construcción, en la que se hincaban los cimientos. Las piedras angulares determinaban el alcance del perímetro de un edificio o de un recinto, al mismo tiempo que señalaban la articulación, los giros y quiebros que presentaba el perímetro acotado y posteriormente construido.
Las obras se fundamentaban en las piedras de ángulo. Éstas sustentaban la construcción, que parecía crecer o brotar de ellas. Eran el germen de la obra, más que los cimientos pues fijaban la extensión máxima de la obra, la superficie de tierra ocupada, robada a los poderes de la tierra y del subsuelo o el infra-mundo.
Ninguna obra podía prescindir de las piedras angulares. Como tampoco podían pasar de los creadores. Piedras angulares y creadores divinos, heroicos y humanos –tales como reyes y sacerdotes-, eran la causa de la emergencia de la obra sobre la faz de la tierra.
Es quizá por este motivo, que el responsable de la obra podía ser descrito como una piedra angular. Así es, al menos, como Cristo, se describía a sí mismo: su creación, la iglesia –que significa comunidad edificada y edificante, casa y casa, receptáculo y fieles- era una piedra angular, al igual que el apóstol Pedro, sobre cuyas espaldas Cristo apoyó su obra, y Cristo mismo, origen de la iglesia, cuya planta recordaba la forma de un cuerpo humano con los brazos en cruz, entregado a los demás, acogiéndoles.
Es posible que la cultura mesopotámica del cuarto y el tercer milenio, escrita principalmente en lengua sumeria en el centro y el sur de Mesopotamia, en y en los alrededores de las marismas del delta del Tigris y el Éufrates, pueda ser considerada como la piedra de ángulo de las culturas occidentales y orientales.
Se trata de una cultura lejana, muerta y, a veces, incomprensible. Pero, al mismo tiempo, esta cultura parece, quizá ilusoriamente, y por momentos, cercana, no solo a través de los ecos que resuenan en Grecia y en la Biblia, sino en nosotros. Tenemos la sensación que muchas de nuestras creencias, de nuestra manera de ver el mundo, se enraízan en la cultura mesopotámica, y se explican a través de ésta.
¿Simple ilusión? Es posible. La cultura mesopotámica revive en la interpretación a la que ha sido sometida desde finales del siglo XIX. Lo que se percibe no es tanto las voces del pasado -¿qué pensaban, qué sentían, cómo percibían y juzgaban el mundo, qué criterios utilizaban para ordenarlo, que supuestos daban por sentado?: nunca lo sabremos ni podremos saberlo-, sino nuestras voces o preocupaciones que parecen resonar, ampliarse, fundamentarse, en los textos y los restos mesopotámicos. Somos nosotros los que damos sentido a los textos del pasado, al traducirlos e interpretarlos. El pasado es una creación nuestra. Refleja nuestros puntos de vista, inevitablemente. Juzgados desde lo que ya sabemos, desde parámetros actuales. Hacemos decir a los textos lo que querríamos que dijeran. El pasado es así, tan actual como las creaciones contemporáneas. Ambas, las obras del pasado y del presenta, reflejan qué vemos y qué esperamos del mundo, ilusiones y desilusiones.
Estudiar el pasado no se distingue nada del estudio del presente, presente al que tratamos de dar cuerpo, y sentido, con las reflexiones que pensamos encontrar en el pasado, pero que no son sino -¿acaso podrían ser de otro modo?- el eco de nuestras palabras, preguntas, y teorías y visiones del mundo en el que vivimos.
Los textos no buscan la inspiración en el pasado como lo pretendían los arquitectos y los pintores del siglo XVII que viajaban a Italia –posteriormente a Grecia, ya en el siglo XIX- a la búsqueda de fuentes formales o espirituales. Tampoco se trata de recrear o reconstruir el pasado, la vida cotidiana, las creencias, las mentalidades, los modos de obrar. El pasado no es el objeto de estudio; sí el presente.
El historiador del arte alemán Aby Warburg (1866-1929) fue sin duda aventurado cuando pretendió catalogar, más allá de la diversidad de las formas, los gestos y las expresiones, todos los temas universales de los que las obras de arte, pictóricas, escultóricas y arquitectónicas, darían fe. Pero sin duda tuvo razón cuando, involuntariamente, postuló que temas, contenidos y razones que aletean en las obras de arte del pasado son desvelados, es decir puestos, imaginados, por nosotros. Vemos lo que queremos ver: tal es la fuerza de las obras de arte. Son un bien reflejo de lo que buscamos. Los motivos del atlas visual de las preocupaciones humanas que Warburg construyó en los años veinte fue, en efecto, una construcción suya; tuvo el mérito de revelar que el arte del pasado se confrontaba con el del presente, y que éste alumbraba –es decir, creaba y dotaba de significado- al de los tiempos pretéritos.
Piedra angular articula algunas de las respuestas a preguntas actuales que buscamos fundamentar y hallar en el pasado. De algún modo, se trata de otra manera de leer el presente y, quizá, de la única manera posible, pues nos muestra que, desde que el ser humano transcribe su impresión del mundo, y desde que esas impresiones nos afectan porque creemos vernos reflejados en ellas, la relación entre los vivos, los dioses y los muertos, entre los vivientes y los lugares, celestiales, terrenales e infernales, en los que mora, ha perdurado. Al menos, esperamos que haya perdurado, para asentar nuestras creencias en sólidos cimientos: piedras angulares.
Una piedra de ángulo es un componente esencial en la arquitectura antigua. Se trata de una piedra o un ladrillo que, durante los rituales fundacionales, se depositaba en las esquinas de las zanjas que se abrían en la tierra bendecida y ofrendada, antes de toda construcción, en la que se hincaban los cimientos. Las piedras angulares determinaban el alcance del perímetro de un edificio o de un recinto, al mismo tiempo que señalaban la articulación, los giros y quiebros que presentaba el perímetro acotado y posteriormente construido.
Las obras se fundamentaban en las piedras de ángulo. Éstas sustentaban la construcción, que parecía crecer o brotar de ellas. Eran el germen de la obra, más que los cimientos pues fijaban la extensión máxima de la obra, la superficie de tierra ocupada, robada a los poderes de la tierra y del subsuelo o el infra-mundo.
Ninguna obra podía prescindir de las piedras angulares. Como tampoco podían pasar de los creadores. Piedras angulares y creadores divinos, heroicos y humanos –tales como reyes y sacerdotes-, eran la causa de la emergencia de la obra sobre la faz de la tierra.
Es quizá por este motivo, que el responsable de la obra podía ser descrito como una piedra angular. Así es, al menos, como Cristo, se describía a sí mismo: su creación, la iglesia –que significa comunidad edificada y edificante, casa y casa, receptáculo y fieles- era una piedra angular, al igual que el apóstol Pedro, sobre cuyas espaldas Cristo apoyó su obra, y Cristo mismo, origen de la iglesia, cuya planta recordaba la forma de un cuerpo humano con los brazos en cruz, entregado a los demás, acogiéndoles.
Es posible que la cultura mesopotámica del cuarto y el tercer milenio, escrita principalmente en lengua sumeria en el centro y el sur de Mesopotamia, en y en los alrededores de las marismas del delta del Tigris y el Éufrates, pueda ser considerada como la piedra de ángulo de las culturas occidentales y orientales.
Se trata de una cultura lejana, muerta y, a veces, incomprensible. Pero, al mismo tiempo, esta cultura parece, quizá ilusoriamente, y por momentos, cercana, no solo a través de los ecos que resuenan en Grecia y en la Biblia, sino en nosotros. Tenemos la sensación que muchas de nuestras creencias, de nuestra manera de ver el mundo, se enraízan en la cultura mesopotámica, y se explican a través de ésta.
¿Simple ilusión? Es posible. La cultura mesopotámica revive en la interpretación a la que ha sido sometida desde finales del siglo XIX. Lo que se percibe no es tanto las voces del pasado -¿qué pensaban, qué sentían, cómo percibían y juzgaban el mundo, qué criterios utilizaban para ordenarlo, que supuestos daban por sentado?: nunca lo sabremos ni podremos saberlo-, sino nuestras voces o preocupaciones que parecen resonar, ampliarse, fundamentarse, en los textos y los restos mesopotámicos. Somos nosotros los que damos sentido a los textos del pasado, al traducirlos e interpretarlos. El pasado es una creación nuestra. Refleja nuestros puntos de vista, inevitablemente. Juzgados desde lo que ya sabemos, desde parámetros actuales. Hacemos decir a los textos lo que querríamos que dijeran. El pasado es así, tan actual como las creaciones contemporáneas. Ambas, las obras del pasado y del presenta, reflejan qué vemos y qué esperamos del mundo, ilusiones y desilusiones.
Estudiar el pasado no se distingue nada del estudio del presente, presente al que tratamos de dar cuerpo, y sentido, con las reflexiones que pensamos encontrar en el pasado, pero que no son sino -¿acaso podrían ser de otro modo?- el eco de nuestras palabras, preguntas, y teorías y visiones del mundo en el que vivimos.
Los textos no buscan la inspiración en el pasado como lo pretendían los arquitectos y los pintores del siglo XVII que viajaban a Italia –posteriormente a Grecia, ya en el siglo XIX- a la búsqueda de fuentes formales o espirituales. Tampoco se trata de recrear o reconstruir el pasado, la vida cotidiana, las creencias, las mentalidades, los modos de obrar. El pasado no es el objeto de estudio; sí el presente.
El historiador del arte alemán Aby Warburg (1866-1929) fue sin duda aventurado cuando pretendió catalogar, más allá de la diversidad de las formas, los gestos y las expresiones, todos los temas universales de los que las obras de arte, pictóricas, escultóricas y arquitectónicas, darían fe. Pero sin duda tuvo razón cuando, involuntariamente, postuló que temas, contenidos y razones que aletean en las obras de arte del pasado son desvelados, es decir puestos, imaginados, por nosotros. Vemos lo que queremos ver: tal es la fuerza de las obras de arte. Son un bien reflejo de lo que buscamos. Los motivos del atlas visual de las preocupaciones humanas que Warburg construyó en los años veinte fue, en efecto, una construcción suya; tuvo el mérito de revelar que el arte del pasado se confrontaba con el del presente, y que éste alumbraba –es decir, creaba y dotaba de significado- al de los tiempos pretéritos.
Piedra angular articula algunas de las respuestas a preguntas actuales que buscamos fundamentar y hallar en el pasado. De algún modo, se trata de otra manera de leer el presente y, quizá, de la única manera posible, pues nos muestra que, desde que el ser humano transcribe su impresión del mundo, y desde que esas impresiones nos afectan porque creemos vernos reflejados en ellas, la relación entre los vivos, los dioses y los muertos, entre los vivientes y los lugares, celestiales, terrenales e infernales, en los que mora, ha perdurado. Al menos, esperamos que haya perdurado, para asentar nuestras creencias en sólidos cimientos: piedras angulares.
“Este pueblo que nos precedió –los
sumerios- hicieron posible que el hombre (…) asumiera la recta, natural, viva
fuerza de la naturaleza –que hoy hemos perdido”
(Charles Olson -1910-1970-, “La
puerta y el centro”, El universo humano)
Seguramente no hay otra opción posible. La mirada sobre el pasado lo modifica, de la misma manera que modificamos nuestros recuerdos cuando los traemos al presente. A lo largo de la historia de la humanidad no hemos hecho otra cosa que reconstruir nuestro origen a fuerza de mitos.
ResponderEliminarDesde que abandonamos la naturaleza estamos construyendo permanentemente la morada que nos define como ciudadanos: la ciudad. Como cualquier otra actividad cultural humana, la raíz está en el extremo de ese hilo conductor que nos lleva al origen, a esa piedra angular. Sólo podemos hacerlo mirando hacia atrás porque sólo tenemos pasado (o ilusión de presente).
Hay un camino de ida y vuelta. Somos lo que el progreso (en sentido literal, lineal, de avance) nos ha hecho, pero la permanente mirada hacia atrás intentando comprender ese viaje nos lleva a modificarlo.
No sé si me he desviado mucho del contenido del prólogo y de la intención del libro. En todo caso, enhorabuena por su publicación.
¡Muchas gracias por su comentario!.
ResponderEliminarEn efecto, construimos el pasado; nos dotamos de un pasado en el que nos gusta -o tememos- mirarnos. Éste no es hallado sino conformado por nosotros.
De este modo, damos peso a lo que emprendemos hoy. Soñamos con encontrar respuestas en las acciones y los textos de los hombres del pasado.
Pero también ocurre a menudo que creemos que innovamos cuando en verdad repetimos sin saberlo -y sin sabiduría - lo que otros ya hicieron, con logros y errores.
Una piedra angular anuncia, funda la edificación del mundo, y nuestra propia edificación o formación. Se trata de un objeto pequeño, lejano en el tiempo y el espacio, que activa la imaginación y despierta el imaginario, animando a crear con cierto fundamento.