Dibujos de orantes incluidos en la muestra: Aureli Santos (diciembre de 2012)
Fotos: Tocho (diciembre de 2012)
Estas imágenes completan la lista incluida en una entrada anterior.
ANTES
DEL DILUVIO. Mesopotamia del sur, IV-III milenios a.C.
1.- INTRODUCCIÓN: ¿Una exposición sobre una
cultura «imaginaria»?
Una exposición sobre arte y cultura sumerios,
como la que se presenta en las sedes de CaixaForum en Madrid y Barcelona, se
enfrenta a un curioso problema: posiblemente los sumerios no existieron nunca.
Y sin embargo, los yacimientos del sur de Irak, del V, IV y III milenios, han
aportando una gran cantidad de obras de «arte» o «artesanía», además de ruinas
de ciudades e intervenciones urbanísticas (vías de comunicación, canales de
irrigación o de navegación). ¿Cómo se resuelve esta paradoja? ¿Quiénes fueron
los responsables de todas esas obras? Los extraterrestres, no, sin duda,
contrariamente a lo que sostienen innumerables y delirantes páginas de
internet.
La presente exposición es la primera que se
dedica a un período y a un espacio cultural (Mesopotamia, en el sur de Irak, en
y cerca del delta de los caudalosos ríos Tigris y Éufrates, entre el 3500 y el
2100 a.C.) descubiertos a finales del siglo XIX, y hoy motivo de preocupación.
Las recientes guerras, invasiones y pillajes han devastado o zaherido unos
frágiles yacimientos arqueológicos. El material de construcción habitualmente
utilizado (adobe, barro, salvo la piedra en algunas cimentaciones y, quizá, en
un único templo arcaico en Uruk), las filtraciones de agua que desde la
Antigüedad empapan los edificios, y la salitre que crea costras blanquecinas
que desfiguran los restos han dañado aún más cimientos y muros. Todo lo que se
construyó, lentamente se disuelve, y el barro retorna al barro. Guerras,
incuria, expolios, y las propias excavaciones legales e ilegales, desde el
siglo XIX, acaban por dañar o destruir lo poco que ha quedado de lo que
posiblemente fueran las primeras ciudades de la historia. Solo ocasionales
incendios, en la Antigüedad, provocados por algunos conflictos, han cocido los
ladrillos de barro y endurecido los muros –que, por otra parte, han perdido,
así, su flexibilidad. Los orígenes de la cultura mesopotámica, es decir, el
origen de la cultura no solo «occidental» sino posiblemente mundial, están
condenados a desaparecer. La inestabilidad de la zona (Irak, Irán, Siria,
Líbano, Israel, Palestina, son, hoy, en 2012, zonas de graves o latentes conflictos,
de la que únicamente escapan Jordania y Turquía, por ahora) y el cambio
climático, que causa la subida de las aguas del mar, dejan pocas esperanzas.
Los sumerios fueron descubiertos hacia 1870.
Desde la primera mitad del siglo XIX, las potencias coloniales (Inglaterra,
Francia, Alemania y, más tarde, los Estados Unidos) pretendían dominar el
Próximo Oriente, no tanto por sus pozos petrolíferos, aún no necesarios ni
descubiertos, sino porque la zona constituía el paso natural y cómodo entre Occidente
y las colonias de la India y del sudeste asiático.
Todo el Próximo Oriente, dominado a partir del
siglo V d.C. por dos grandes potencias, el Imperio romano oriental (el imperio
bizantino) y el Imperio persa, y conquistado luego por tribus árabes que impusieron
la religión mahometana en el siglo VII d.C., cayó en manos otomanas en el siglo
XII. Desde mediados del siglo XVIII, el Imperio turco se hallaba cada vez más
debilitado, gobernado por sultanes que habían perdido contacto con los nuevos
tiempos.
Aquéllos no sentían un especial aprecio por
los dominios en los que se hablaba árabe, una lengua semita que nada tiene que
ver con el turco, pese a que compartían la misma religión (ya que los turcos,
procedentes de Asia Central, se habían convertido al islam). Por tanto, las
potencias coloniales occidentales no tuvieron excesivas dificultades en obtener
unas primeras concesiones del gobierno otomano, materializadas en permisos para
construir una línea de ferrocarril que unía Londres y Berlín con Bagdad y que
hubiera tenido que prolongarse hasta la India.
El Próximo Oriente empezó a constituirse como
un extenso territorio que pudo ser explorado con avidez por Occidente. Hasta
entonces, el Imperio otomano había concedido escasas autorizaciones a
cristianos para recorrer o atravesar sus dominios. Escasos también eran los
occidentales (esto es, los cristianos) que habían recorrido y explorado
Palestina, Siria y Mesopotamia antes del siglo XIX: aventureros y buscadores de
reliquias sobre todo (no ocurría lo mismo con geógrafos y viajeros musulmanes
que, desde el siglo IX, a partir del Califato de Córdoba, y de Bagdad, habían
recorrido sin problemas Mesopotamia, tierra de paso de la ruta de la seda, y
habían descrito ruinas como Babilonia). Al igual que el mundo griego (en manos
turcas hasta el siglo XIX, igualmente), el Próximo Oriente antiguo era
desconocido para Europa.
Las primeras misiones arqueológicas
occidentales partían con la Biblia en una mano y la Historia del griego Herodoto en la otra. Eran prácticamente las
únicas fuentes, antiguas o modernas, referidas a culturas orientales. Los
primeros arqueólogos, por tanto, se centraron en el norte de Mesopotamia, desde
Bagdad hasta Anatolia, ya que la Biblia se refiere principalmente a las
culturas neo-asiria (y a sus denostadas capitales Nínive, Nimrud y Asur),
neo-babilónica y persa. Mientras que la visión que la Biblia ofrece de las dos
primeras es negativa (las grandes capitales mesopotámicas son presentadas como
la encarnación del mal, y comparadas con una gran prostituta –sobre todo
Babilonia, cuyo zigurat del templo del dios tutelar de la ciudad dio origen al
mito de la maldecida Torre de Babel–, una imagen que simbolizaba la Roma papal
y que perduró hasta finales del siglo XVI en la Europa protestante), Persia es
como una potencia amable, ya que el rey Ciro liberó a los sacerdotes judíos
exiliados en Babilonia y les permitió regresar a Jerusalén, y fue divinizado y
equiparado con Yahvé –lo que no deja de sorprender– por los sacerdotes hebreos.
Lo que los arqueólogos pretendían era obtener
un gran número de obras de arte para los recientemente creados grandes museos
nacionales, una consecuencia de la Revolución francesa y las leyes
napoleónicas, la creación de grandes estados y el naciente nacionalismo. Las facilidades
concedidas por el imperio otomano permitieron el transporte de piezas de
grandes dimensiones –como los toros alados que guardaban las puertas de los
palacios neoasirios– hacia capitales europeas como París, Londres y Berlín.
Por otra parte, el hallazgo de las bibliotecas
reales neoasirias puso al descubierto el ingente número de tablillas redactadas
en escritura cuneiforme (tablillas altamente valoradas, pues gustaban al
público). Ésta había sido recientemente desvelada. Henry Rawlinson, un noble inglés,
militar y explorador de principios del siglo XIX, observó, en 1827, que las
grandes tumbas trogloditas persas en Behistún, cerca de Persépolis, estaban
coronadas por tres columnas redactadas en una escritura desconocida. Se supuso
que cada columna estaba escrita en una lengua distinta, y que debían referirse
a tres grandes reyes persas, como Ciro, Jerjes y Darío. Dado que los nombres
propios no se traducen, observó que algunas palabras poseían signos distintos
dispuestos de tal manera que seguían las pautas de los signos alfabéticos que
componen los nombres de los tres grandes reyes persas. Así, la segunda letra de
Ciro coincidía con la cuarta de Darío; Jerjes poseía un mismo signo en la
segunda y la quinta posición, etc. Los primeros signos cuneiformes pudieron ser
leídos. Luego, se descubrió que la escritura cuneiforme era silábica, y que una
de las tres columnas estaba escrita en persa, una lengua que aún se hablaba en
el siglo XIX, y cuya escritura es semialfabética. Esto permitió la traducción de
las otras dos versiones, en elamita, y en babilonia, ambas lenguas semíticas
(lo que para un conocedor del árabe y del hebreo constituía una tarea
asumible), transcritas, sin embargo, en signos silábicos. No obstante, en dos
años, los signos cuneiformes fueron traducidos, y las reglas gramaticales
desveladas. La casi totalidad del contenido de las tablillas imperiales
(neoasirias) podía ser traducida.
A medida del avance de las excavaciones que
iban explorando asentamientos cada vez más al sur, se descubrió que algunas
tablillas en escritura cuneiforme eran intraducibles. Aplicando las reglas
deducidas de las primeras tablillas, no se alcanzaba a entender nada. El
descubrimiento de tablillas con listas de palabras, unas traducibles y otras
no, permitió que los lingüistas supusieran que se trataba de diccionarios
bilingües, con palabras en una lengua semita (el acadio, cuyas reglas y cuyo
vocabulario se aproxima al árabe y al hebreo, lo que facilitó su
interpretación) y otra desconocida, pese a estar escrita con signos
cuneiformes. ¿Se trataba de una nueva lengua, o de una ya conocida, pero mal
traducida? La Biblia no se refería a ningún pueblo desconocido hasta entonces;
tampoco los historiadores griegos y romanos (Herodoto, Jenofonte, Flavio
Josefo). La idéntica traducción de un mismo texto, por parte de tres lingüistas
no conectados entre sí, permitió verificar, en 1857, que se trataba de una
lengua nueva y hasta entonces ignota, que podía ser traducida. Esta lengua,
perdida hasta mitad del siglo XIX, recibía el nombre de šumeru(m), palabra acadia con la que se designaba tanto al sumerio
como a los «sumerios». Quizá derivara del sumerio tardío sağ-ği6-ga,
cabezas negras (o nativos), nombre con el que, en Babilonia (por tanto, en una
época ya relativamente tardía, en la primera mitad del II milenio a.C.), se
designaba a todos los habitantes de la zona situada al sur de la ciudad Nippur.
Eran los sureños. En sumerio, por otra parte, el sur de Mesopotamia se
denominaba ki-en-gi7: una expresión que no se sabe bien cómo traducir, ya que cualquier
interpretación violenta la gramática: País (ki)
Noble o Civilizado (gi7), o Tierra (ki) de los
Señores (en) Nobles, Valientes o
Civilizados (gi7). Una nueva lengua y un nuevo pueblo entraban en la historia. Se les
ubicaba en el sur de Irak, cerca o en el delta del Tigris y el Éufrates. Y se
les consideró el primer pueblo de la historia, inventor de todas las
estructuras culturales que configuran la civilización, activo entre 3500 y 2100
a.C. Eran, con gran disgusto de los egiptólogos, anteriores incluso a los
egipcios. El hallazgo de grandes ciudades como Uruk, Ur (ambas mencionadas en
la Biblia, siendo Uruk, o Erech, la ciudad fundada por el biznieto de Noé,
Nimrod –constructor también de la Torre de Babel–, y Ur, la patria de Abraham,
según el mito), Lagaš, y Eridu (fundada quizá, según la interpretación del mito bíblico del
asiriólogo William Hallo, por Irad, nieto de Caín), confirmó lo que los
lingüistas anunciaban. Al sur de Mesopotamia se formó una gran civilización que
hablaba una lengua sin relación alguna con ninguna otra lengua conocida: aún
hoy, pese a las tentativas, a veces descabelladas, de asociar el sumerio al
turco, al húngaro (Ur, nombre de una ciudad sumeria, significa tribu o nación,
en húngaro), al finés –muy recientemente–, o al vasco, el sumerio sigue
poseyendo un grupo lingüístico propio. Tenía que ser un pueblo muy distinto a
los demás, sin relación alguna con los acadios (que eran semitas) y los medas
(que eran, por su parte, indoeuropeos). La propia «historiografía» mesopotámica
destacaba la primacía en el tiempo de los reyes sumerios, vencidos por los
posteriores acadios, restablecidos temporalmente a finales del III milenio
a.C., antes de ser definitivamente derrotados y suplantados por los babilónicos.
Los sumerios desaparecían de la historia, si bien el sumerio siguió siendo la
lengua diplomática y de culto en el Próximo Oriente hasta el II milenio a.C.,
cuando fue reemplazado por el babilonio y, en el I milenio, por el arameo, una
lengua semita, al igual que el babilonio, mientras que el último texto en
lengua sumeria fue escrito en el siglo I d.C., cuando hacía probablemente 2.500
años que el sumerio ya no se hablaba habitualmente.
¿Quiénes eran estos pobladores excepcionales,
tan distintos de los demás? ¿De dónde venían –la pregunta que durante mucho
tiempo los especialistas se han planteado? ¿Cómo habían llegado al sur de Irak
–si es que venían de algún otro lugar? ¿Eran los primeros civilizadores,
humanos –o no, según interpretaciones delirantes?
El gran sumerólogo Samuel Noah Kramer tituló
un célebre ensayo divulgativo, escrito en los años 50: La historia comienza en Sumer. Hasta entonces, se pensaba que los
sumerios eran un pueblo, étnicamente puro, distinto de los pueblos semitas como
los acadios; habrían venido de fuera, asentándose en, o invadiendo, el delta
del Tigris y el Éufrates, a principios del quinto milenio a.C. Este pueblo
habría inventado las grandes manifestaciones que constituyen una civilización,
principalmente una técnica de conocimiento (la escritura, cuneiforme,
silábica), una estructura política que sigue vigente hasta nuestros días (la
realeza), una concepción del cosmos (un panteón politeísta), y una organización
social (la ciudad), políticamente pautada y regulada (las leyes, las medidas).
Este pueblo se habría opuesto a los semitas (acadios, principalmente). Después
de casi 1.500 años de dominio, los acadios, que se asentaban en el centro de
Mesopotamia, habrían logrado conquistar las ciudades-estado sumerias y formado
un imperio unificado, con una capital de nueva planta, Akkad (aún no hallada,
sin duda cercana a Bagdad). El imperio acadio fue efímero y, pronto, las
ciudades sumerias se liberaron, dando lugar a un «renacimiento sumerio», al que
Babilonia, hasta entonces un modesto pueblo, a principios del II milenio a.C.,
puso definitivamente fin.
Se pensaba que el mundo de los inicios de la
civilización y la historia (sobre todo occidental) habría estado dominado por
dos pueblos parecidos: sumerios y egipcios, con una característica común. Se
habría tratado de pueblos aislados y singulares, que habrían formado una unidad
cultural y lingüística. Las discusiones –que aún no han cesado– giraban sobre
quién inventó la escritura. Escrituras parecidas, ya que tanto la jeroglífica
como la cuneiforme de los inicios eran pictográficas. Utilizaban signos que
reproducían las formas más características, de frente o de perfil, con vistas
frontales o aéreas, de las cosas designadas. El naturalismo siguió en la
escritura jeroglífica, mientras que la cuneiforme se fue simplificando, cada
vez más geométrica o «abstracta», hasta dar lugar a signos que guardan un
parecido muy lejano con los dibujos primerizos.
Las dudas se centraban sobre la tierra
originaria de los sumerios, toda vez que no existe ningún lugar con una lengua
que guarde un parecido, siquiera remoto, con el sumerio. Se ha aducido que
habrían venido, en un único movimiento migratorio, o en sucesivas oleadas,
desde la India o Arabia (puesto que están documentados intercambios culturales
entre poblaciones del Valle del Indio y el sur de Mesopotamia, y que, en el
imaginario sumerio, tal como se desprende de los textos, Dilmún, una isla que
se piensa se trata de Baréin, era una tierra mítica descrita como si de Jauja
se tratara). No quedaba claro si se habrían producido enfrentamientos con las
poblaciones autóctonas (semitas), pero la creencia general apostaba por la existencia
de movimientos migratorios sumerios en dirección al delta del Tigris y el
Éufrates, que habrían llevado hasta Mesopotamia algo así como un pueblo
elegido. Los modelos migratorios indoeuropeos y hebreos (si es que se
produjeron), sirvieron de base para la supuesta historia del «pueblo sumerio»,
origen de «nuestra» cultura.
Hoy, son cada vez más numerosos los estudiosos
que piensan que este modelo es una construcción moderna. Los presupuestos en
los que se basaba esta visión de la historia de los sumerios estaban basados en
los modelos nacionalistas europeos decimonónicos que aún azotan a Europa. Según
éstos, lengua, etnia (con unos rasgos físicos marcados) y patria forman una
unidad indisoluble. Según esta visión romántica (o siniestra), un pueblo es una
etnia que habla una lengua y ocupa un territorio propio, enfrentado a tierras y
pueblos vecinos.
Los sumerios debían de ser bajitos,
rechonchos, con la cabeza y los ojos grandes. Vestían faldas de piel de cordero
(no muy aptas en un clima desértico). Físicamente eran perfectamente
reconocibles. Así, al menos, los muestran las estatuas de orantes «sumerias».
Los acadios, por el contrario, eran altos y valerosos –después de todo, crearon
un imperio–, si nos fiamos de la imagen del rey Naram-Sin, en la célebre estela
de la Victoria, hoy en el Museo del Louvre, en la que el rey aparece
divinizado: ésta es la visión simplista (y quizá racista) que se forjó en la
primera mitad del siglo XX. Se piensa, hoy, que los sumerios, concebidos como
una población distinta a las demás, con una única lengua propia, que requería
una nación propia, son una invención moderna. Nosotros hemos creado a los
sumerios. Los sumerios, por su parte, nunca se creyeron, se pensaron, se
concibieron como sumerios. Los sumerios nunca existieron; solo existieron, en
época babilónica, en el II milenio a.C., los habitantes del norte y del sur de
Mesopotamia; éstos últimos fueron tardíamente llamados sumerios, término que no
denota ideología alguna –etnia o patria–, sino que corresponde a una
adscripción estrictamente geográfica, al sur de Babilonia. Tampoco existe una
cultura «sumeria», exclusivamente sumeria. ¿Qué existe pues? ¿Tiene sentido la
presente exposición?
En el sur de Irak, posiblemente, se hallaba
una misma población bi- o trilingüe, que hablaba acadio, sumerio, hurrita,
elamita, etc. No se distinguía de poblaciones un poco más al norte, ni del
desierto. Nada las identificaba. No se reconocían como acadios, sumerios,
hurritas: lo prueban los nombres de las personas. En una misma familia, podía
ocurrir que los progenitores pusieran un nombre acadio a un hijo, otro sumerio
al segundo, y un tercer nombre hurrita al benjamín, lo que sugiere que no se
veían a sí mismos como miembros de una determinada etnia. Los nombres
respondían, quizá, a las mismas causas que deciden los actuales: la tradición,
la moda, los gustos personales, o acontecimientos personales.
Algunos estudiosos se plantean, incluso, si el
sumerio fue una lengua hablada algún día (o si solo se habló en la
prehistoria). Tampoco se sabe si, en el caso de que hubiera sido una lengua
viva, se hablaba como se escribía. Las estructuras gramaticales, en la que los
sufijos y los prefijos se encadenan al verbo hasta convertirlo en una palabra
interminable, quizá no fueran de recibo en la lengua diaria. Tampoco nosotros
hablamos como escribimos (sobre todo, cuando se escribían textos en telegramas,
u, hoy, en teléfonos móviles). Lo único que se sabe es que fue una lengua
escrita, abundantemente escrita. Pero se desconoce cómo era pronunciada.
¿Lengua literaria o inventada –como el esperanto–, o lengua muerta –como el
latín o el copto (el egipcio faraónico escrito transcrito en alfabeto griego),
aún utilizado en textos escritos por eruditos y religiosos, o el hebreo, que,
desde la antigüedad hasta principios del siglo XX, no se habló más pero se
siguió escribiendo?
El sur de Irak podría haber sido un territorio
donde se mantuvo una lengua antiquísima, hablada corrientemente en la
prehistoria. Cuando la escritura apareció, a mediados del IV milenio a.C., no
es seguro que el sumerio hubiera seguido siendo una lengua hablada, al menos
corrientemente. Es posible que lenguas semitas como el acadio, o indoeuropeas
como el persa, se impusieran, y que el sumerio entrara en decadencia; quizá
incluso desapareciera como lengua viva y se empleara solamente por escrito, lo
que daría cuenta, por un lado, de la ingente cantidad de tablillas en sumerio
y, por otro, de la existencia de silabarios antiguos (diccionarios
acadio-sumerio) que tenderían a sugerir que los escribas, muy letrados, se
enfrentaban, con el paso de los siglos, a una lengua cada más menos común, más
desconocida. La existencia de textos escritos en sumerio no significa que el
sumerio fuera necesariamente hablado en el momento en que la escritura fue
inventada, ni que existieran poblaciones que se «sintieran» sumerias, o se
reconocieran como sumerias y, por tanto, distintas de quienes hablaban otras
lenguas. El bilingüismo, al parecer, era la norma. No constituía ningún
problema ideológico.
Del mismo modo que hoy, en Europa, algunas
administraciones exigen la redacción (escrita) en una lengua determinada –que
no tiene porqué ser la lengua materna de quien escribe, ni la lengua de
comunicación verbal más habitual– la puesta por escrito de actos
administrativos, notariales, jurídicos, diplomáticos, literarios y religiosos
se hacía, principalmente, en sumerio –lengua casi exclusiva en la diplomacia,
entre el V y el II milenios a.C., cuando hacia quizá milenios que ya no era una
lengua hablada «en la calle». ¿Se obligaba a escribir sumerio, o fue
considerada una lengua culta –como el latín– propia de la comunicación escrita?
No se sabe. Lo único que se sabe es que el único conocimiento que se tiene del
sumerio es a través de la escritura y que, en la vida diaria, no parece que
nadie quisiera presentarse, o desmarcarse de los demás, exhibiendo su
«sumerolidad». Era una lengua más, o una lengua empleada en los documentos
escritos oficiales, reemplazada progresivamente por lenguas semitas como el acadio,
el babilónico, el hurrita, el asirio y otras lenguas que, en ocasiones, aún son
intraducibles (como el elamita).
El sumerio fue una lengua, primero hablada (en
la prehistoria, antes del V milenio a.C.), y luego escrita (el último texto en
sumerio data del siglo I a.C.); pero, muy posiblemente, nunca hubo una cultura
propiamente sumeria, sino una cultura del sur de Irak, que se expresaba en
varias lenguas y se redactaba preferentemente en sumerio, cultura que varió a
lo largo de los milenios, si bien mantuvo unas constantes que declinaron con
las invasiones persa, en el siglo VI a.C., helenística de Alejandro, en el
siglo IV a.C. y, finalmente romana, en el siglo I a.C.. La invasión árabe (de
lengua semita), procedente de los desiertos sureños, en el siglo VII d.C.,
imponiendo una religión monoteísta a unos pueblos ya muy marcados por el
cristianismo, acabó definitivamente con la cultura mesopotámica, que cayó en el
olvido hasta su redescubrimiento a finales del siglo XIX. El desierto cubrió
las ciudades progresivamente abandonadas.
¿Una exposición inexistente, entonces?
La muestra presenta, a través de una serie de
documentos originales y de símbolos (obras de arte o de artesanía que revelan o
proyectan una manera de concebir o entender el mundo y la sociedad), las
principales aportaciones de la sociedad multilingüe del sur de Irak, marcada
por un entorno fluvial y marismeño, entre principios del IV milenio y finales
del III milenio a.C.. Los textos seleccionados (en soportes como tablillas,
sellos-cilindro, prismas, ladrillos fundacionales, etc.) están escritos en
sumerio, sin que se sepa la lengua materna de quien los redactó (aunque, en
ocasiones, sobre todo ya a finales del III milenio, estructuras gramaticales
excesivamente marcadas por una lengua semita como el acadio revelan un
conocimiento cada vez más libresco y lejano del sumerio, convertido en una
lengua muerta, cuyo manejo solo estaba al alcance de escribas y de las clases
más acomodadas).
Se han desestimado obras producidas durante el
Imperio acadio, en la segunda mitad del III milenio, no porque supusieran una
ruptura con obras anteriores y posteriores (tras la caída de dicho imperio),
sino porque, siendo un gobierno imperial centralizado (el primero de la
historia), las obras se produjeron en o cerca de la corte imperial, en la
capital, Akkad, situada lejos del mundo de las marismas, o en ciudades marcadas
por el arte cortesano. En este sentido, el arte imperial acadio revela un
cambio de mentalidad: el rey ya no es un títere en manos de las divinidades, un
humano empequeñecido ante los dioses, sino que se muestra como un ser, si no
divino, sí divinizado, muy por encima del resto de los humanos, portando
atributos que, en propiedad, únicamente podían ser llevados por los dioses: una
tiara compuesta por astas de toro superpuestas, ya que el toro era el animal
sexualmente más potente y, por tanto, dador de vida. En el imaginario acadio,
el rey era un guerrero victorioso, de quien dependía la seguridad del estado.
Se puede hablar ya de un estado (acadio), muy burocratizado, con una estructura
de poder piramidal distinta de un tipo de gobierno real, sin duda, pero
acompañado o contrarrestado por asambleas de ancianos o de sabios, todos ellos
«humanos», como en las ciudades-estado anteriores al Imperio acadio.
¿Qué era un «rey» en el IV milenio? La palabra
nos evoca una figura y un tipo de gobierno propio de las monarquías europeas
posteriores al Renacimiento. Nada indica que el ensi o el lugal
(literalmente hombre –lu– grande –gal–) fueran equiparables al monarca
francés Luis XIV, ni que tuvieran sus poderes absolutos. Algunos estudiosos
piensan incluso que los términos que designaban a poderosos y que se traducen
por rey, quizá designaran más bien a un tipo de figura cercana al mago, al rain man, el que tiene el poder de
mandar sobre los elementos. Desde luego, la historia cuenta que, tras la caída
del Imperio acadio (que supuso una cierta imposición del acadio sobre otras
lenguas), el poder revertió en las ciudades que habían sido independientes antes
del emperador acadio Sargón I.
Sin embargo, las estructuras políticas y
mentales del sur de Mesopotamia, anteriores al Imperio acadio, no volvieron.
Los reyezuelos de lo que la historiografía denominaba la Tercera Dinastía de Ur
(o Ur III) se crecieron. Y, sobre todo, los intentos unificadores del imperio
acadio prosiguieron. Así, el rey Ur-Nammu (2112-2095 a.C.) dominó varias
ciudades (como Ur y Uruk), mandó redactar leyes válidas en todo el territorio
(el código de Ur-Nammu precede al del babilónico Hammurabi en casi 300 años),
dictó el primer catastro de la historia (cuyos fragmentos se muestran por vez
primera al público en esta muestra, y unificó pesas y medidas. El mundo del sur
de Mesopotamia que abarcó entre 3500 y 2500 a.C. (y que corresponde a lo que
denominamos mundo sumerio) estaba ya lejos. Una nueva era, quizá la edad
moderna, se anunciaba ya.
En algún caso se han tenido que incluir en la
exposición obras producidas en el Imperio acadio. ¿Por qué?
Las imágenes de divinidades más reconocibles
se hallan en los relieves de los diminutos sellos-cilindro. Se trata de unas
piezas grabadas en negativo que, al hacerlas rodar sobre la arcilla húmeda,
permitían imprimir unas imágenes y unos textos determinados que servían para
identificar la propiedad o la autoría de un documento escrito, guardado en un
envoltorio sellado por una capa de arcilla. Este método de cerramiento
personalizado no impedía que los documentos fueran abiertos y los secretos
desvelados, pero no impunemente: se sabía que el portador había violado el
secreto, si el sello estaba roto. Del mismo modo, las puertas, carentes de
cerrojos (desconocidos) también se sellaban: una capa de arcilla era depositada
sobre la puerta y el marco, y la impresión de un sello-cilindro permitía saber
quién había ordenado que aquélla no pudiera ser abierta: cada rey poseía sus
sellos personales. Acontece que las imágenes grabadas en dichos sellos-cilindro
documentaban la vida diaria; también mostraban escenas cortesanas, míticas y
religiosas: éstas representaban divinidades o ceremonias presididas por
deidades.
Los mejores sellos-cilindro, aquéllos en los
que el grabado es más fino, y las escenas más complejas, se produjeron en
grandes talleres imperiales, es decir, en tiempos del Imperio acadio. Pero,
junto a escenas típicamente imperiales, la iconografía también comprende
composiciones propias de las culturas marismeñas, en las que el dios de las
quietas aguas del delta, Enki, jugaba un papel principal. En este sentido, la
iconografía religiosa del sur de Irak se produjo lejos de la costa, en o cerca
de la capital del Imperio acadio.
Las mejores versiones escritas de mitos,
leyendas e himnos del sur de Mesopotamia, redactadas en sumerio, fueron
grabadas en la segunda mitad y sobre todo a finales del III milenio, cuando el
sumerio ya estaba en decadencia, o ya no se hablaba, incluso. Fue entonces
cuando se redactaron la mayoría de los textos mitológicos y sagrados en
sumerio, quizá porque dicha lengua había dejado de ser una lengua hablada, y la
transmisión oral de la cultura en sumerio se extinguía. Esta producción
literaria en sumerio reflejaba, a través de estructuras o escenas mitológicas,
usos, costumbres y creencias del sur de Irak. No obstante, los escribas estaban
acostumbrados a hablar acadio, por lo que los textos que redactaban en sumerio
presentan giros impropios. Por otra parte, es posible que el propio contenido
ya no reflejara exactamente la visión del mundo que se tenía cuando el sumerio
era una lengua viva, casi mil años antes. Al igual que el latín medieval o
renacentista, el sumerio escrito hacia el 2000 a.C. tenía que ser distinto del
que se hablaba –si se hablaba– mil o mil quinientos antes, y estaba
influenciado por las estructuras gramaticales y los modismos semitas.
El estudio de la cultura del delta del Tigris
y el Éufrates en los milenios IV y III a.C. se enfrenta a un último problema,
problema que surge si se cree que los sumerios étnica, racial, cultural y
lingüísticamente existieron, diferentes de otros «pueblos» mesopotámicos. Los
primeras muestras de escritura, redactadas hacia la mitad del IV milenio a.C.,
están escritas con unos primeros signos cuneiformes más naturalistas, menos
«abstractos» que los signos escritos en épocas posteriores. Pese a esa
diferencia, se trata de una escritura silábica que está en el origen del
cuneiforme «canónico» de finales del III milenio. Sin embargo, si se intenta
transliterar estos textos primerizos, otorgando los valores que los signos
cuneiformes poseían en sumerio, mil años más tarde, y traducir estos breves
textos (casi siempre administrativos y contables, o simples listas de bienes),
no siempre se consigue entenderlos. La mayoría de estos textos se leen, aunque
con dificultades, pero no se sabe qué dicen. ¿Acaso no estaban redactados en
sumerio? ¿En qué lengua, por tanto? Quizá un protosumerio, o acaso en una
lengua que no era el sumerio. Pero, entonces, el sumerio sería una lengua que
habría aparecido posteriormente a la invención de la escritura, una lengua que
posiblemente solo se hubiera escrito, no hablado, a principios del III milenio
(y no a mediados del IV, cuando se escribieron las primeras tablillas). ¿Sería
acaso el sumerio una especie de «esperanto», escrito, que no hablado, forjado
para solucionar el problema causado por la babel de lenguas en el sur de
Mesopotamia?
Estos textos primitivos protosumerios se han
hallado en la ciudad de Uruk (ilustraciones:
PA02, PA04, PA039, PA040, PA041, PA042, PA043, PA046, PA09); una ciudad activa y con grandes estructuras urbanas ya a finales del
V milenio a.C.; ciudad considerada como una de las grandes capitales sumerias
(junto a Ur, Eridu, Lagaš y Kiš). Sin embargo, todo parece indicar que en Uruk, en el V milenio, no se
hablaba sumerio, al menos el sumerio que aparece en los textos redactados hacia
la mitad del III milenio, sino una lengua indescifrable o un protosumerio
incomprensible. ¿Tiene sentido, entonces, considerar a Uruk como una ciudad
sumeria, poseedora de unos edificios considerados como los prototipos de la
arquitectura sumeria clásica? ¿No sería más bien una metrópoli del delta o,
mejor dicho, una ciudad portuaria –pese a que hoy se halle en el desierto, ya
que, en el V y el IV milenios, el nivel del mar era más alto y las aguas
llegaban tierra adentro, tierras actuales que, por otra parte, han sido creadas
por los aportes aluviales desde hace 6.000 años? Una ciudad que, como cualquier
puerto, habría acogido a poblaciones de todo tipo, hablando toda clase de
idiomas; ciudad en la que habrían convivido culturas diversas, posiblemente
mezcladas. Uruk se habría parecido más a la Alejandría decimonónica (según
cuentan las crónicas), o al Nueva York actual, que a una ciudad étnicamente
pura (solo sumeria).
Estos problemas o dudas no son óbice para que,
en la exposición, mantengamos la expresión «cultura sumeria», y expliquemos que
se trata de una muestra sobre Sumeria o sobre los sumerios (lo que no es
exactamente lo mismo, ya que en Sumeria o el sur de Mesopotamia, hablaban
varias lenguas y redactaban también en varias). Esto será válido si no dejamos
de tener presente que la expresión «cultura sumeria» se refiere a una sociedad
creada o inventada en el siglo XIX, cuando se buscaba en el pasado modelos
venerables para el tipo de sociedad que se ha tratado de imponer en algunos
países europeos desde hace 150 años. Los sumerios son un sueño. La realidad
fue, más probablemente, un melting pot
de tribus asentadas en las fértiles y seguras tierras del delta del Tigris y
del Éufrates, en las que la caza y la pesca eran abundantes, las cosechas
seguras, los materiales de construcción a mano (barro y cañas), las
comunicaciones fáciles (por las quietas aguas de los brazos de ambos ríos), y
la defensa de las tierras, gracias al laberinto de canales y las extensiones de
agua, cómoda.
Deberíamos, pues, referirnos a una cultura de
la Mesopotamia sureña en los IV y III milenios a.C.; una cultura compuesta de
múltiples culturas expresadas en varios idiomas; una cultura que ha dejado
innumerables testimonios escritos (cartas, documentos contables, himnos, mitos,
leyendas, poemas épicos, etc.) en varios idiomas (entre los que destacan el
acadio y el sumerio), no todos descifrados. Las estructuras gramaticales, el
vocabulario, lo que se puede comunicar por escrito cambian de una lengua a
otra. El sumerio es tan distinto de las lenguas semitas (como el acadio) que,
en ocasiones, la traducción de un texto en sumerio al acadio implica un cambio
sustancial. Hay cosas que solamente se pueden decir en una lengua, matices que
únicamente un idioma refleja. Así, el sumerio carece de tiempos verbales (y,
desde luego, no existe el futuro), y el tiempo solo afecta a la vida de los
objetos, no de los sujetos. Las cosas hechas son las protagonistas. Los sujetos
tan solo existen en función de lo que hacen. Son sus obras lo relevante, no su
persona. El creador no es relevante, solamente lo que ha creado. ¿Cómo reflejar
esta tan distinta percepción o concepción del mundo, en el que el creador
empalidece ante su creación, la cual es el verdadero sujeto que merece todas
las acciones? Los textos en sumerio deberían ser traducidos casi siempre en voz
pasiva.
Asumamos que la cultura sumeria, o del pueblo
sumerio, al que está dedicada esta muestra, no existió como tal. Lo que sí
existió es una o unas culturas del sur de Mesopotamia, en una época dada, que
se expresaron en una u otra lengua, sin que el contenido ni la visión del
mundo, el imaginario, fueran necesariamente distintos en función de la lengua,
ni propios de una etnia o una tribu dada. Los pueblos antiguos fueron,
posiblemente, más abiertos que nosotros, o menos temerosos. No se aferraban a
modelos culturales y políticos como si les fuera la vida.
¿Qué creían, entonces, las poblaciones
lacustres mesopotámicas en los inicios de la historia, de la escritura? Ésta
facilitó los contactos entre los hombres, y entre éstos y las potencias
sobrenaturales, contactos necesariamente distintos a los de la comunicación
oral tradicional.
2.- LA CIUDAD DE LOS TIEMPOS REMOTOS
Diversos mitos mesopotámicos narran la
creación del mundo, de los dioses y los humanos. Según aquéllos, existió una
divinidad primigenia que engendró a una primera «familia» de divinidades, las
cuales, a su vez, tuvieron hijos que fueron sucesivamente poblando el universo.
¿Quién era este dios de los orígenes? En la
mayoría de los mitos, An, el dios del cielo (o el cielo divinizado) aparece
como el padre de todos los seres y, al mismo tiempo, se muestra como el espacio
celestial que los alumbra y los cobija. Ésta y las divinidades que le suceden
tienen una forma antropomórfica, y se han representado en forma humana, si bien
coronados por una tiara de cuernos de toro, ya que este potente y fecundante
animal salvaje era el emblema de la potencia sexual gracias a la cual la tierra
fructificó y los seres se multiplicaron.
En algunos mitos, empero, a esta genealogía de
divinidades con forma humana le precedió una primera y primigenia con dioses
teriomorfos, es decir, con formas animales o híbridas –mitad humanas mitad
animales. Puesto que nos hallamos en los inicios de la creación, la materia
primera no era la tierra sino el agua (o, en concreto, las aguas cargadas de
limo del delta del Tigris y el Éufrates, en las que ambas materias no han sido
aún separadas) (ilustración:
PA010), y la divinidad primordial no era una sino que era
múltiple: un gran número de dioses primigenios, antiquísimos, que tenían forma
de peces de agua dulce (carpas, que eran peces sagrados en Mesopotamia, dadas
las largas barbas que poseen y que les dan un aspecto sabio), llamados los Igigi.
Fueron éstos los que crearon a los nuevos dioses, ya en forma humana, y
educaron a los seres humanos, enseñándoles todas las técnicas necesarias para
el control, la ordenación y la habilitación del mundo, entre las que destacaban
las técnicas agrícolas y las edilicias. Más tarde, las divinidades en forma de
carpa fueron consideradas, no como divinidades ancestrales, sino como
creaciones del astuto dios Enki, ordenador del mundo, conocedor de todas las
artes, para que transmitieran los saberes divinos con los que hacer fructificar
el mundo a los humanos. Éstos los llamaron Sabios, los Siete Sabios. Recibieron
entonces el nombre colectivo de apkallu (sustantivo
acadio que deriva del sumerio ab-gal,
que significa agua grande o sabia). Benéficos, instruidos e instructores, los
Siete Sabios han protagonizado innumerables leyendas orientales acerca de unos
sabios, astutos y atentos, capaces de solucionar toda clase de problemas,
dándoles la vuelta. Así, Ahiqar, el gran visir del emperador de Asiria, una
figura de fábula, cuya vida y cuyas gestas sirvieron de modelo para sabios como
Esopo, el imaginario cuentista de fábulas morales griegas, o el apóstol Tomás.
Éste, según textos apócrifos sirios del siglo II d.C., fue capaz de construir
un palacio fabuloso en los aires, a petición de un rey fantasioso, y se
convirtió en el ingenioso patrón de los arquitectos. Los Sabios eran artífices
capaces de solucionar toda clase de problemas, y de responder, de manera
imaginativa y «económica» a un encargo, siempre planteado como un problema, un
acertijo, un enigma.
Según los mitos que presentan a An como el
padre de los cielos, el origen del cosmos se halla en lo alto. La luz es la
fuente de vida. Sin embargo, a estos mitos «diurnos» o «masculinos», quizá más
propios de culturas del desierto –en este caso, situadas fuera del húmedo mundo
de las marismas, en las que el vapor de agua y la neblina, y no el hiriente
resplandor, es lo que invade o recubre el día con un velo blanquecino–, se
contraponen unos mitos según los cuales en el inicio estaba, no un dios, sino
una diosa. Y ésta era un gran receptáculo lleno de agua calma: las marismas del
sur de Mesopotamia. Esta laguna de espesa y turbia agua dulce (y, por tanto,
fértil o apta para la vida, cargada de limo y en la que abundaban los peces)
recibía el nombre de Abzu. Esta palabra compuesta significa aguas (ab) de la sabiduría (zu). Se trataba de las aguas
primordiales, un motivo mítico que se halla en numerosas culturas, y que se
diferenciaban de las aguas salobres (de las que nada dicen los mitos sumerios
–o en sumerio–, es decir los mitos de la zona del delta). Estas aguas, el Abzu,
eran al mismo tiempo una diosa primordial informe, sin rostro, la morada de
ésta, así como el palacio de Enki, el dios de las marismas, y un lugar
geográfico. Abzu moraba en sí misma; era su propio contenido.
Los signos cuneiformes tenían varias lecturas.
Nammu y Abzu eran dos lecturas posibles de un signo doble. Pero no eran las
únicas. El signo también se podía leer como una palabra (agarin) que se traduce como matriz. Las aguas de la sabiduría eran,
así, una divinidad femenina primordial, de la que fueron saliendo todas las
divinidades que ocuparon el inframundo, la tierra y el mundo celestial. Las
aguas de los orígenes, que eran, sin duda, las quietas aguas lacustres del
delta, fueron una divinidad femenina, considerada, en algunos relatos, como la
esposa de An, el cielo (que, como sucede en otras culturas, también es
concebido como hijo suyo, siendo entonces la diosa de las aguas, madre y esposa
a la vez del dios celestial).
En una de las riberas de estas aguas de los
inicios se ubicaba una ciudad ancestral. Se llamaba la uru-ul-la, que significa Ciudad de los Tiempos Remotos. Esta ciudad
existía desde la noche de los tiempos. Era, en verdad, el espacio originario,
la matriz del cosmos. Todos los dioses nacieron en ella, incluso An, el dios
del cielo. Dicha ciudad estaba poblada no solo por las potencias celestiales
que allí se formaban sino por los muertos. La ciudad, reflejada en las aguas
quietas de la laguna, conectaba con el mundo infernal. Eran los muertos los que
la habitaban, porque la vida aún no había surgido. La ciudad existía en un
tiempo antes del tiempo, cuando nada, ni el cielo siquiera, había sido creado.
La vida, según esta concepción, había surgido de la muerte, la luz de la
oscuridad, el día de la noche, los vivientes de los muertos vivientes.
La Ciudad de los Tiempos Remotos no fue
proyectada ni construida por ninguna divinidad. Existía desde siempre, y fue
ella lo que dio a luz a todos los entes del cosmos.
En la mayoría de las culturas, la construcción
de la ciudad requiere un aprendizaje previo de técnicas edilicias que seres
superiores tienen que inventar, poner en práctica y transmitir a los seres
humanos. Las ciudades, habitualmente, no existen desde antes del tiempo. Por
otra parte, la aparición de la ciudad señala un cambio, no siempre favorable.
En los inicios, el mundo era Jauja. Se trataba del Edén (ilustraciónPA01): palabra de
origen sumerio (edena) que significa
planicie, ya que, para los sumerios las montañas eran el refugio de los
demonios y de las fuerzas venidas de más lejos que se abatían sobre los
fértiles valles de los ríos Tigris y Éufrates, mientras que el llano era un
territorio apto para la vida, con puntos de agua y espacios habitables. Los
vergeles, los juncales, en Mesopotamia, se situaban a lo largo de los ríos y
las marismas, delimitados por los desiertos y las montañas. En este paraíso
(palabra de origen persa que se traduce por jardín), los muros defensivos, los
límites territoriales, los techos protectores, los abrigos no eran necesarios,
porque los humanos no tenían nada que temer. No tenían enemigos animales,
humanos ni divinos. El clima era propicio, ya que las catástrofes naturales
(diluvios, terremotos o sequías desoladoras) siempre eran desencadenadas por
divinidades furibundas para con los humanos a causa de alguna acción maligna o
del comportamiento general, desordenado y ruidoso de aquéllos, y de la
sobrepoblación: tal es, al menos, el origen del diluvio, según los mitos
mesopotámicos que tanta influencia tuvieron en el relato del diluvio en la Biblia.
Los humanos de los orígenes, por tanto, no necesitaban esconderse ni
guarecerse. Sabían que estaban a salvo. Ninguna incidencia, cataclismo u
opositor se abatiría sobre ellos. Vivían en armonía con el resto de los seres
vivos, y compartían un mismo espacio, que no necesitaba ser subdividido. Este
espacio común, por otra parte, nada requería. Era perfecto, completo, y
dispuesto para acoger la vida.
La aparición de la organización del
territorio, y de parcelación, de la construcción de edificios y ciudades
sucedía, necesariamente, a una alteración del espacio, que implicaba la
intervención de un «arquitecto», un técnico capaz de reordenar o restaurar el
espacio, a fin de que volviera a ser apto para la vida. Esta alteración era
profunda, sustancial y definitiva. El paraíso había sido modificado o herido
gravemente. El cambio sufrido únicamente podía ser consecuencia de una acción
desafortunada o intencionadamente destructiva, causada por un ser descuidado o
dañino. En la Biblia, al igual que en el mito de los orígenes romano (y en
algunos mitos griegos que describen una idílica Edad de Oro), la destrucción
del paraíso estaba causada por una acción criminal: un primer crimen que creaba
una extensa mancha sobre un mundo hasta entonces impoluto, virgen. Según la
Biblia, la primera ciudad, llamada Enoch (quizá la Eridu sumeria), fue fundada
por Caín (o por su hijo Enoch; el texto bíblico es ambiguo) después de asesinar
a su hermano Abel y ser condenado al destierro para siempre. Tras esta primera
descripción tan negativa del origen de la ciudad, las consideraciones bíblicas
sobre el espacio urbano siempre lo presentan como el ámbito del mal, tanto si
se refiere a la ciudad hebrea (Jerusalén) cuanto a la propiamente mesopotámica
(Babilonia). Por otra parte, el mito de fundación de Roma no se distingue
demasiado del de la primera ciudad bíblica. La ciudad que dominó el mundo, urbi et orbi, y que dio nacimiento a una
civilización, fue creada por Rómulo, después de que sacrificara a su hermano
gemelo Remo, una acción con la que los historiadores romanos no se sentían
cómodos y que los Padres de la Iglesia aprovecharon para condenar la ciudad de
los hombres a favor de la ciudad de dios (la Roma cristiana).
Según los mitos mesopotámicos, la ciudad no
nació de un acto malintencionado, que pusiera fin a un periodo idílico, sino
que la ciudad era la cuna del mundo. Si la Ciudad de los Tiempos Remotos no
hubiera existido, el universo no hubiera sido creado. Esto sugiere que la
ciudad y la cultura urbana no eran consideradas perniciosas –formas que
degradan al ser humano– sino que eran la fuente de la vida. La ciudad era una
diosa: un ente perfecto.
Este aprecio por la cultura urbana, esta
consideración del mundo como una gran ciudad, el paraíso como una urbe, y la
preeminencia de la cultura sobre la naturaleza, y de lo construido, lo
modelado, lo intervenido, sobre lo «natural» –una visión que, sin duda, escapa
a nuestro imaginario, más marcadamente «bíblico»–, dio lugar a dos géneros
literarios, que son propios del Próximo Oriente antiguo.
Primeramente, los himnos a templos,
presentados casi como divinidades. Destacan los hermosos poemas de Enheduanna
(2285-2250 a.C.), el primer poeta –la primera poetisa– conocido de la historia,
hija del emperador acadio Sargón I, sacerdotisa de la diosa de la guerra y el
deseo Inanna, que escribía en sumerio. Así, por ejemplo, Enheduanna cantaba al
Eanna, el templo de la diosa Inanna en Uruk:
Morada en Kullah (barrio sagrado de la ciudad
de Uruk) de cósmicos poderes
Engalanado con la irradiación de la princesa
(la diosa Inanna)
Fruto perfectamente formado
Vibrando con tu madurez irresistible
Descendiendo del corazón del cielo
Santuario construido para el toro (un emblema
de potencia de la diosa)
Eanna (nombre del santuario)
Morada de las siete esquinas (número mágico
que evoca los siete niveles siderales)
Siete fuegos encendidos a medianoche
Siete deseos aprehendidos
Tu princesa, pura (la diosa Inanna)
Ella es todo el horizonte…
(Enheduanna, «Himno a los Templos», nº. 16)
Un género sorprendente lo constituyen las
lamentaciones acerca de la destrucción de ciudades. Ésta era vivida como una
catástrofe, el fin de un mundo, o del mundo. Todo se derrumbaba, se acababa.
Las certezas, los pilares, las defensas se hundían. La caída de la ciudad, de
una cultura, una manera de entender el mundo, era causada por el abandono de
los dioses, de la divinidad tutelar, sobre todo. La partida era debida a la
pérdida de confianza que sufría el rey, debido sin duda a una decisión o una
acción equivocadas o que habían disgustado al cielo. Los dioses no castigaban a
la ciudad. La dejaban simplemente a su suerte. Teniendo en cuenta que toda la
ciudad pertenecía a los dioses, que éstos eran quienes la habían fundado o
habían autorizado su fundación, en tiempos pretéritos, antediluvianos, incluso,
y que eran propietarios de todo el espacio de la ciudad y del territorio
circundante, la partida de las divinidades dejaba a la ciudad sin sus
valedores, a merced de cualquier enemigo, el cual, sin la defensa de los dioses,
pronto la tomaría, la destruiría y derrocaría al rey y a su linaje. El
vencedor, de algún modo, gozaba del favor divino. Los dioses le habían
autorizado a atacar y vencera a la ciudad. Por tanto, la nueva dinastía que se
establecía invitaba a los dioses a regresar, restableciendo el orden físico y
cósmico. El género de las «Lamentaciones sobre la destrucción de una ciudad»
(Ur, Lagaš, Eridú, todo Súmer, incluso, y Acad, la capital acadia de Agadé) tenía
por tanto una función política. Los poemas eran textos políticos que cantaban
las excelencias de una nueva dinastía que justificaba su golpe de estado por el
desapego que los dioses sentían ante los gobernantes precedentes. La buena
relación entre el cielo y la tierra se simbolizaba por el esplendor de la ciudad
(visión contrapuesta a la bíblica para quien la prosperidad urbana era símbolo
de vanagloria, de abandono, en este caso, de la piedad y la humildad del ser
humano ante la divinidad). La ciudad ordenada era el signo de que la naturaleza
había sido ordenada y de que entre los niveles del cosmos, celestial, terrenal
e infernal, reinaba la armonía. La ciudad, entonces, no era un signo ni una
causa del mal sino, por el contrario, el símbolo de que el mundo estaba
ordenado, como no lo había estado cuando su creación:
¡Oh, Ciudad, que osaste atacar al
Ekur,
tú que has desafiado a Enlil!
Agadé, tú que osaste atacar al
Ekur,
Tú que has desafiado a Enlil.
Que tus bosquecillos queden
reducidos a un montón de polvo...
Que los ladrillos de arcilla de
que estás
Hecha vuelvan a su abismo,
Que sean ladrillos malditos por
Enki.
Que tus árboles vuelvan a sus
bosques,
Que sean los árboles malditos por
Ninildu.
Tus bueyes abatidos
Que así puedas abatir a tus mujeres en su lugar.
Tus carneros degollados
Que así puedas degollar a los niños en su lugar.
Tus pobres
Que así puedan ser obligados
A ahogar sus preciosos (?)
hijos...
Agadé, que tu palacio, construido
con el corazón alegre,
Se convierta en una ruina
lamentable...
Que en los lugares donde se
celebraban tus ritos y tus fiestas,
La zorra que vaga por las ruinas,
Menee el rabo.
Que en los caminos de sirga de
tus barcas,
No medren más que hierbajos;
Que en los caminos de tus carros,
No medre más que la «planta que
gime»;
Más aún, que en los caminos de
sirga
Y los embarcaderos de tus barcas
Ningún ser humano pueda pasar,
A causa de las cabras salvajes,
De las sabandijas (?),
De las serpientes y de los
escorpiones.
Que en tus llanuras,
Donde crecían las plantas que
calman el corazón,
No medre más que la «caña de
lágrimas».
Agadé, que en lugar de tu agua
dulce,
No fluya más que un agua amarga.
Que el que diga: «Quisiera
establecerme en esta ciudad»,
No encuentre
sitio adecuado para instalarse; Que el que diga: «Quisiera descansar en Agadé»,
y no encuentre sitio adecuado para
dormir.
(Lamento por la destrucción de Accad)
Esta consideración tan positiva de la
arquitectura y la intervención en un espacio indiferenciado se corrobora por el
mito del llamado Paraíso sumerio (mito distinto del de la uru-ul-la, pero que cuenta lo mismo, ofreciendo un punto de vista
similar sobre la urbe), es decir, un mito en el que se describe el espacio de
los inicios: «cuando el león no atacaba, el lobo no mordía, los pájaros no
picoteaban, los ancianos no morían, la tierra carecía de límites, los canales
estaban vacíos…».
La descripción del Edén sumerio se realizaba
con términos negativos. Se trataba de un mundo al que le faltaba de todo, donde
nada se desenvolvía correctamente: el hecho de que un león no atacase no era
positivo, pues este animal no se comportaba como un león, no asumía su «leonidad»,
su fiera condición; del mismo modo, los ancianos tenían que morir, pues, en
caso contrario, irían desfalleciendo eternamente. Del mismo modo, la carencia
de límites, que podría ser considerada como una característica provechosa (el
mundo carecería de compartimentos y fronteras), también era negativa, porque
nada ni nadie podía ocupar el lugar que le correspondía, y, por otra parte, no
existía barrera entre el mundo de los vivos y el de los muertos. En el
imaginario mesopotámico sureño, los límites eran necesarios. Delimitaban el
espacio propiamente humano. De algún modo, mantenían a los dioses, siempre
inquietantes, a distancia. Pero estos límites tenían que estar previamente
trazados. Es decir, se requería la intervención de un técnico que alterase el
espacio indiferenciado. Del mismo modo, los canales vacíos no servían para
nada. Eran entidades faltas de vida. Es cierto que en el Edén los canales de
riego no debían de ser necesarios puesto que la tierra fructificaba sin que el
ser humano tuviera que intervenir. Pero un canal seco solo evocaba imágenes de
sequía. La vida se había quebrado.
Un operario tiene que completar la creación.
En el imaginario mesopotámico prebabilónico, el Edén es un espacio que necesita
mejoras. Tal como ha sido formado, está incompleto. Los seres no pueden cumplir
con su misión, y la vida no logra arraigarse. Un adecentamiento, una
construcción es requerida para que lo dejado se complete. La imagen del Edén
sumerio corresponde a la de un espacio abandonado a su suerte; un espacio vacío
a la espera de ser completado. En estos mitos, la Ciudad de los Tiempos Lejanos
no ha sido aún construida. Y, por eso mismo, el Edén no es el Paraíso, sino un
erial invivible.
¿A quién es encomendada la labor de conclusión
de la creación?
3.- EL DIOS DE LA ARQUITECTURA (ENKI)
Aunque cada ciudad mesopotámica tenía una
divinidad titular (el dios del cielo, An, en Uruk; Enki, dios de las aguas, en
Eridu; Enlil, divinidad de los aires, en Nippur; Ningirsu, dios agrario, en
Lagash; el dios de la luna, Sin, en Ur, etc.), y un panteón propio, lo cierto
es que algunas divinidades se hallaban presentes en distintos panteones
locales. Por esto, el lícito establecer un único panteón mesopotámico (con los
nombres en sumerio).
Dicho panteón ideal estaba encabezado por el
dios del cielo An, a cuyas órdenes se disponían sus hijos: el dios de los aires
Enlil (en: señor, lil: aire o soplo, también espíritu),
aéreo portavoz de An, y el dios de las aguas ocres, cargadas de limo, de las
marismas, Enki (en: señor, ki: tierra, en este caso, el suelo
húmedo y fangoso del delta). Una cuarta divinidad, mal ubicada, femenina esta
vez, Ninhursağ (nin: señor o señora, hur-sağ: montaña, de hur: hondonada y sağ: testa o cumbre; la montaña unía el inframundo y el cielo),
solía completar la reducida lista de dioses principales (a los que se podrían
añadir Nergal, rey de los infiernos, Utu, el sol, Sin, o Nanna, la luna, e
Inanna, la diosa del deseo engendrador y la destrucción). Ninhursağ era otro
nombre de una divinidad primigenia, conocida también como Nammu, a quien nos
hemos referido ya, y que habría sufrido una cierta degradación, pasando de ser
una diosa-madre, creadora del mundo, esposa de An y madre de Enki, a ser una
figura de segunda fila, supeditada a la tríada principal y masculina: el Padre
An, el hijo redentor Enki y el (colérico) espíritu Enlil.
An era lo que se llama un dios ocioso: una
divinidad primigenia que, una vez creado el universo, se retira en el cielo,
deja de intervenir en los asuntos humanos, no responde a las plegarias, y se
convierte en una figura lejana a la que, poco a poco, los humanos dejan de
invocar. El gobierno del cielo, entonces, recayó en Enlil, mientras An
dormitaba permanentemente. Sin embargo, a pesar de su importancia, Enlil era
incapaz de resolver determinados dilemas o problemas. Cuando los dioses
primigenios, los dioses-carpa, los Igigi, se cansaron de trabajar a favor de
los nuevos dioses, encabezados por An, y asentados en lo alto decidieron
rebelarse y atacar el cielo, los dioses supremos se asustaron, pero no supieron
qué hacer. Ni An ni Enlil sabían cómo resolver el conflicto. Tuvieron que
acudir a una tercera divinidad, conocida por su capacidad resolutiva, por su
talento en solventar problemas de difícil o imposible solución.
Se trataba de una divinidad ingeniosa, astuta,
que suplía su falta de fuerza física (relativa, ya que estamos en el mundo de
los seres superiores) con su agudeza. Ésta le permitía hallar la mejor manera
de dirimir, por las buenas o por las malas, un problema dado. Esta divinidad
era Enki: el dios que sabía desenredar asuntos liados o liosos, deshacer
ovillos en los que era imposible seguir del hilo o la trama de un asunto.
Enki era una divinidad conocedora de artes y
artimañas para solventar problemas y conflictos. No creó el mundo –tarea que
An, su padre, el cielo, o Nammu, la esposa del cielo, efectuaron-, pero sí lo
completó. Las canales vacíos del Paraíso mesopotámico fueron llenados con el
semen de Enki (en sumerio, agua y semen se decían del mismo modo: a o ab).
Enki era la divinidad que animaba el universo, le daba vida. Recién creado,
necesitaba ser completado, reordenado. Enki no era un creador, sino un
recreador, aunque su nombre en acadio era Ea, palabra que algunos especialistas
derivan (posiblemente un tanto fantasiosamente) de la raíz semita ayya, que significa vida, y que se
encuentra también en el nombre de Yahvé (es cierto, no obstante que
originariamente Yahvé fue un dios local, de la montaña del Sinaí. Esta
asociación con dicha montaña, y con las cumbres en general, perduró: Yahvé era
quien desencadenaba tormentas, diluvios, incluso, por lo que su asociación, no
solo con Enki sino con Enlil no sería inconcebible). Enki intervenía para
culminar lo que otras divinidades habían efectuado. Era una divinidad con
recursos; conocimientos, trucos que transmitió a los seres humanos para que
pudieran hacerse con el mundo.
La misma creación de la humanidad fue un
expediente para solventar la revuelta de los dioses ancestrales cansados de trabajar
para los dioses de arriba, mientras éstos pasaban las horas sin hacer nada. Fue
necesario que alguien supliera las tareas que los primeros dioses dejaron de
llevar a cabo. Enki encontró la solución: el modelado de unas estatuillas de
barro, rápidamente resueltas con la ayuda de su madre, la diosa Nammu, animadas
al ser procreadas, ya que fueron introducidas en la vagina de la diosa-madre y
alumbradas nueve meses más tarde. Estas estatuillas vivientes fueron los
primeros humanos, unos seres débiles y enfermizos, ya que Enki y Nammu se
divirtieron en crear juguetes rotos, muy inferiores a las divinidades.
Una vez engendrada la humanidad, Enki se ocupó
de ella y la defendió de la maldición que An, el cielo, le lanzó. De algún
modo, Enki es el predecesor del griego Prometeo, relación que algunos
estudiosos no han dejado de señalar. Los seres humanos crecieron y se
multiplicaron. Su número aumentó hasta tal punto que el ruido que producían,
fruto de disensiones y algarabías, llegó a molestar a los durmientes An y
Enlil. Furioso, An ordenó acabar con la humanidad, sin pensar que ésta había
sido creada para cultivar la tierra y obtener los frutos necesarios para las
ofrendas con las que los dioses se alimentaban. Cuatro plagas fueron lanzadas:
hambrunas, enfermedades y sequías fueron las primeras. Habiendo tenido noticias
de las decisiones del cielo, Enki se apresuró cada vez a advertir a los hombres
de lo que les esperaba, y les informó acerca de cómo sortear el mal que iba a
abatirse sobre ellos. En cada caso, la solución consistía en honrar con
particular devoción a una determinada divinidad, por ejemplo, al dios de las
lluvias, que, ante los bienes ofrendados, no cumpliría la orden o la cumpliría
mansamente y, por otra parte, despertaría la envidia del resto de las
divinidades. Enki era un buen conocedor de la psique de los hombres (y de los dioses
antropomorfos). Viendo cómo los humanos lograban sobreponerse a las
calamidades, e intuyendo que había un traidor en el empíreo, Enlil, por orden
de An, anunció una cuarta y definitiva condena, y advirtió de lo que podía
ocurrir si algún dios se atrevía a comunicar las intenciones del cielo a los
seres humanos. Ante esta orden, Enki no pudo dirigírseles abiertamente. Pero
nada le impedía hablar a otros seres u elementos. Fue entonces cuando, un día
que el sabio Utnapištim paseaba en canoa por los juncales de las marismas, Enki
empezó a susurrar a las cañas. Éstas, al vibrar, como los tubos de un órgano,
modularon y amplificaron su voz. El hombre sabio oyó cómo las cañas parecían
hablarle, comunicándole que, antes de que lluvias torrenciales se abatieran
sobre los hombres, las cuáles no cesarían hasta que no quedara ningún ser vivo,
tenía que construir un arca cúbica de madera, con siete pisos (semejantes a los
siete niveles del cielo), impermeabilizada con bitumen (el alquitrán afloraba a
la superficie, y era utilizado como material de construcción y artístico), a
imagen de la matriz de las aguas primordiales, el Abzu, en cuyo interior
tendría que encerrar dos ejemplares de cualquier ser viviente, junto con toda
su familia, y que debería cerrar la escotilla en cuando cayeran las primeras
gotas. Entonces, debería esperar hasta que el Diluvio, que duró siete días y
siete noches, cesara y las aguas se amilanaran. Utnapištim era sabio. Supo
quién era el que le mandaba esta orden, que cumplió a rajatabla, tras informar
a sus vecinos de que había sido condenado por los dioses a morar encerrado sin
disfrutar de todo lo que les iba a llover del cielo como agua de mayo. Apenas hubo
concluido el arca, con la ayuda de operarios y carpinteros, empezó a llover. Se
hizo de noche de día. Hasta los mismos dioses principales se asustaron de lo
que habían desencadenado, y se lamentaban. La diosa-madre se dio cuenta de lo
que iban a perder: a quienes les daban el sustento ritual. Cesaron las lluvias.
Utnapištim abrió la escotilla. Las aguas se extendían hasta el horizonte. El
arca habría atracado en un pico del monte Nimuš que apenas sobresalía. La
palabra con la que se nombra la cumbre era zigurat:
Al séptimo día, nada más llegar, saqué una
paloma: la suelto.
Se fue la paloma pero se dio la vuelta:
No se presentó asidero alguno y volvió hacia
mí.
Saqué una golondrina: la suelto.
Se fue la golondrina pero se dio la vuelta:
No se presentó asidero alguno y volvió hacia
mí.
Saqué un cuervo: lo suelto.
Se fue el cuervo, y notó el reflujo de las
aguas;
Come –picotea, levanta la cola–: ya no volvió
hacia mí.
(Epopeya
de Gilgameš, Rey de Uruk, tablilla 11, vs. 147-156. Traducción: Joaquín
Sanmartín)
El hombre sabio entendió entonces que las
aguas bajaban, que el castigo había llegado a su fin, y que podía descender del
arca, dar gracias a los dioses y mandar repoblar la tierra. Enki logró la
promesa del cielo que ya no castigaría más a los seres humanos.
Los humanos se encontraban desamparados. La
tierra ya era un vergel densamente verde. Plantas y árboles frutales, así como
toda clase de animales, ofrecían un sustento suficiente. Pero los enemigos, las
amenazas, podían aparecer en cualquier momento. Era necesario entonces
habilitar y cultivar la tierra –a fin de asegurar su permanente fertilidad, la
abundancia de bienes, sobre todo cuando el año concluía y la tierra se volvía
yerma–, y construir lugares de invocación y de encuentro con las potencias
sobrenaturales para rogarles clemencia en caso de peligro.
Estos trabajos requerían unos modelos y unos
conocimientos de los que los hombres carecían. Enki fue el maestro. Ya había
delimitado y organizado el espacio. Tras sus arreglos, la tierra se convirtió
en Jauja, reverdecía, una tierra en la que la abundancia y la alegría eran los
calificativos más apropiados. Llenaba los canales de agua. Fertilizaba la
tierra (cuando caminaba sobre ella, convertido en un toro semental). Había
construido mansiones para los dioses, en la tierra y en el cielo. El proyecto
del arca –trazado en el barro húmedo del suelo– y todas las enseñanzas sobre
cómo construir, también eran de su incumbencia. La organización del espacio,
las tareas edilicias no eran desconocidas ni nuevas para él. Disponía, además,
de un ejército de técnicos, engendrados por él, a su servicio: el dios de los
ladrillos, el dios del fuego, el dios carpintero, el dios herrero, etc., todas
ellas divinidades menores, pero necesarias, abocadas a poner en práctica o
supervisar distintas fases de las labores constructivas. Él mismo recibía unos
epítetos, como Nudimmud –que significa Creador (del verbo sumerio dim, construir, que en acadio se
traducía por banû, y que ha dado
nuestro moderno término de albañil)–, que a veces incluso designaban a una
divinidad distinta de Enki, algo así como una emanación o hipóstasis suya, y
que muestran a las claras que Enki era considerado como una dios mañoso,
ingenioso, «creativo» –más que «creador».
Enki proyectaba, construía, incluso con sus
propias manos, dirigía a sus ayudantes divinos, o a humanos, en sus tareas
edilicias. Solía colocar los cimientos de importantes construcciones. Se
preocupaba de que a los seres humanos nada les faltara, si bien, como era una
divinidad, era impredecible, y bien podía revolverse contra sus propias
criaturas y destruirlas. Los hombres sabían que, sin Enki, no habrían podido
sobrevivir. La ayuda que les brindaba consistía siempre en la transmisión de
conocimientos prácticos a fin de habilitar un espacio, construirse un techo
protector bajo el que guarecerse.
Enki, se cantaba en el mito de «Enki y
Ninmah»:
Inteligente, pensador, investigador,
Dios, conocedor de toda sabiduría, creador,
Universal, nacido de la matriz,
Enki pone las manos en sí mismo
Y agita y agita sus pensamientos.
Dios, Enki, creador
De su propio, de su pensamiento
De su inteligencia, marca el mundo.
Los sumerios le rendían gracias de manera
hermosa: era el que apartaba las armas y los males de las casas, y lograba que
éstas se convirtieran en un hogar. No era únicamente un arquitecto o un
constructor, sino el que, tras habilitar el mundo, lograba que fuera habitable
y acogedor. Era quien creaba a los humanos, los recibía, y velaba por y sobre
ellos.
4.- SÚMER, TIERRA DE ACOGIDA
El aprecio por los dioses artesanos que
transmitían sus conocimientos a los hombres no se dio solo en Mesopotamia. Pero
sí se produjo con una particular intensidad. Las artes no fueron juzgadas como
armas destructivas sino reparadoras: medios con los que completar y restablecer
un orden perdido o nunca alcanzado en el momento mismo de la creación.
Este aprecio se pone en evidencia en las
historias que se contaban acerca del origen de algunas estructuras culturales
humanas. En concreto, el poder (la realeza) y el espacio sobre el que el poder
se ejercía (la ciudad).
Según los mesopotámicos, la historia se
dividía en dos partes: un período interminable, de decenas de miles de años,
durante los que se implantaron la realeza y la cultura urbana, descendidas del
cielo, al que sucedió la historia, tras un cataclismo: el diluvio (un fenómeno
o un tema mítico central en la cultura del Próximo Oriente antiguo), que
necesitó que el mundo fuera enteramente reparado, una vez el nivel de las aguas
hubiera descendido.
Para los mesopotámicos, tanto la realeza como
su marco, la ciudad, eran instituciones que no habían sido creadas por los hombres.
Eran, por tanto, incuestionables. Cinco capitales, santas o sagradas como
Eridu, y profanas, se proyectaron desde lo alto. Los mismos reyes primigenios
(tan sabios como los Siete Sabios de los inicios, con los que mantenían
relaciones, y con los que, en alguna ocasión, se confundían) eran seres
extraordinarios, héroes, sin duda, que vivieron miles de años. La lista de los
primeros reyes sumerios, establecida a finales del III milenio a.C., remontaba
hasta los orígenes de la humanidad, cuando en el mundo solo vivían dioses. El
diluvio marcó un final y un nuevo inicio. Las ciudades constituían el marco en
el que la humanidad prosperó. El mundo no se concebía sin ciudades. Verdaderas
ciudades: centros de poder y de reparto, asentadas en un territorio que dominaban
pero del que dependían. La noción, la imagen de la ciudad era tan nítida que,
como comenta el profesor William Hallo, solo existía una palabra en sumerio –uru– para designar a esta entidad. No
eran necesarias metáforas ni circunloquios. La designación de los pueblos, por
el contrario, se podía hacer con un sinfín de sinónimos. La realidad del campo
era cambiante. La relación entre la naturaleza, los pueblos y los campos,
confusa o difícil de precisar; la de aquélla con la ciudad, por el contrario,
clara y definida.
El mismo signo con el que se escribía el
nombre ciudad tiene la fuerza sintética de un logotipo: el perfil de un
edificio bajo con un piso superior retranqueado, que permite la existencia de
una amplia terraza. La ciudad se simbolizaba por su centro: el palacio real, y
no el templo, lo que sugeriría que las ciudades no estaban dominadas por innumerables
santuarios como se había pensado hasta hace unos veinte años, sino que el poder
era «civil» –los reyes no eran dioses ni tenían estatuto divino–, y que toda
estructura arquitectónica de cierto tamaño no tenía porqué ser un templo: bien
podían corresponder a templos, pero sobre todo a edificios públicos:
administrativos, comunales, judiciales, etc.
Pero, ¿qué ocurría en la realidad? ¿Qué fue,
en verdad, la cultura del sur de Mesopotamia, entre finales del V y del III
milenios?
Las misiones arqueológicas internacionales no
pueden excavar en Irak desde 1980, con el inicio de la guerra entre Irán e Irak.
Solo algunas misiones iraquíes han proseguido los trabajos. Por este motivo,
Siria, hasta entonces considerada como un espacio provinciano, en el que se
asentaban culturas o ciudades que empalidecían ante el esplendor del sur de
Irak (salvo el caso, considerado singular, de la ciudad de Mari, en cuyo arte y
en cuya arquitectura se percibían nítidas influencias sureñas, y, en menor
medida, el caso de la ciudad de Terqa, rival de Mari, que son, por otra parte,
yacimientos situados muy cerca de la frontera sirio-Iraquí, y por tanto
próximos a la cultura de la Mesopotamia del sur). Sin embargo, la cada vez
mayor actividad arqueológica en Siria, provocada tanto por la imposibilidad de
excavar en Irak, como por la urgencia de excavaciones al norte del Éufrates a
causa de varios proyectos de construcción de pantanos que han acabado por
inundar extensas áreas (una política que aún prosigue), sepultando un gran
número de yacimientos (mesopotámicos, helenísticos y romanos) desconocidos, ha
facilitado el descubrimiento de ciudades como Habura Kabiba y, sobre todo,
Ebla. La primera fue considerada como una colonia sumeria, dado el parecido entre
estructuras arquitectónicas de Habura Kabiba y de Uruk. En Ebla, situada lejos
del delta del Tigris y el Éufrates, al norte del desierto sirio, se ha hallado
una de las bibliotecas de tablillas en sumerio más grande que se conoce. El
estudio de la cultura o la lengua sumeria pasa, desde los años 80, por Ebla.
Algunos estudiosos apuntan que, ante los descubrimientos de los últimos veinte
años, cabría preguntarse si estas ciudades fueron colonias sumerias (hasta
entonces se pensaba que Súmer no fundó colonias), urbes cuya aparición fue
independiente de lo que ocurrió en el sur de Irak, o ciudades influenciadas por
la cultura sumero-acadia, o si, más bien, las culturas de Súmer y Acad no son
sino el reflejo de culturas originadas en el norte del valle del Tigris y el
Éufrates, y en Anatolia, es decir en el norte de Irak, en Siria y en la Turquía
anatólica. El descubrimiento del considerado primer santuario de la historia,
llamado Göbekli Tepe, en Anatolia, del X milenio a.C., perteneciente a la
transición entre el paleolítico y el neolítico, no hace sino reforzar la
creencia reciente entre algunos especialistas en la posible primacía cultural
del norte sobre el sur, y en la necesidad de reescribir la historia que, hasta
ahora, explicaba que la cultura urbana se había originado en el sur de Irak, no
en el norte de Siria y en Anatolia. Determinadas formas culturales,
¿descendieron hacia el delta, o ascendieron por los valles del Tigris y el
Éufrates hasta Anatolia? Nagar (hoy Tell Brak), en el norte de Siria, compuesta
de estructuras urbanas y recintos sagrados, de los milenios VI y V a.C., ¿es
anterior a Uruk, considerado hasta los años 90 como la primera ciudad de la historia?
La huella de Nagar es menor que la de Uruk, pero ¿cuál fue la «primera» ciudad?
Esta pregunta ¿tiene sentido? ¿Cuándo un pueblo se «convierte» en una ciudad?
¿Qué es una ciudad? Preguntas a las que las respuestas que se dan obedecen a
veces a esquemas culturales o ideológicos, inevitables, útiles a veces, pero
que encauzan excesivamente o limitan el juicio. La historia se reescribe a cada
vez. Nada puede aún darse por sentado, si bien se tiene que tener claro que los
hallazgos arqueológicos que pueden modificar la historia son fruto de la
casualidad y de la historia política del Próximo Oriente, y no de una búsqueda
sistemática y lógica. Se excava donde se puede, donde se permite. Finalmente,
también tenemos que tener en cuenta que ciudades «sumerias» importantes como Ur
y Eridu, hoy tierra adentro, eran puertos marítimos o del delta: una parte de
sus estructuras se han perdido en el mar, lo que dificulta su apreciación. La
línea de la costa ha variado, debido a oscilaciones del nivel del mar y los aportes
de aluviones por los ríos, que han ganado terreno a las aguas. Por otra parte,
aquéllos han ido recubriendo las construcciones más antiguas. El curso de los
ríos, de los brazos cercanos al o en el delta, también ha variado
considerablemente en los últimos 6.000 años (ilustración: PA012), ya que las
aguas avanzan en terrenos sin pendiente, situados a nivel del mar, y serpentean
como y donde pueden. A estos cambios se suman las filtraciones de agua. El
nivel freático, ya muy alto en época sumeria (los constructores se enfrentaban
a problemas graves de humedades, que solucionaban con gruesas capas de gravilla
insertadas entre los cimientos y la base de los muros, y capas de alquitrán y
de cal, que intercalaban entre las capas de ladrillos), ha seguido ascendiendo.
Por tanto, es probable que un cierto número de yacimientos estén hoy cubiertos
por el lodo, o disueltos por las aguas fluviales o freáticas. Este problema,
por el contrario, no afecta a yacimientos situados más al norte, donde la
pendiente es más acentuada, y donde las aguas del subsuelo no disuelven tanto
las construcciones de adobe. Por estos motivos, una parte de la historia del
sur de Irak se ha perdido para siempre (pérdida agravada por más de treinta
años últimos de guerra y saqueos), lo que impide valorar con plena justicia el
aporte del sur de Irak a la cultura, frente a la mejor conservación de los yacimientos
del norte, una zona donde los descubrimientos significativos siguen siendo
posibles, contrariamente a lo que acontece en el sur.
Los conflictos políticos, religiosos y
culturales en el Próximo Oriente también se reflejan en los estudios.
Arqueólogos iraníes sostienen que se han hallado restos arqueológicos de
ciudades al noroeste de Irán, en la llanura centroasiática entre los mares Negro
y Caspio. De este modo, las fuentes de la cultura se desplazarían hacia el
oeste, e Irán se convertiría en el país arqueológicamente preeminente (en el
origen de la cultura mundial), disminuyendo la importancia de Irak. La lucha
actual entre chiitas y sunitas teñiría la lectura del origen de la cultura
escrita y urbana. La misma incertidumbre sobre la interpretación de una
tablilla de arcilla cubierta de signos que no se sabe si pueden constituir una
escritura, halladas en Bulgaria en los años 90, acrecienta los interrogantes
sobre el lugar de origen de la cultura urbana y escrita, y sobre si dicho foco
fue único, ubicado en el norte o el sur, o si en diversos lugares, como en
Bulgaria, Siria e Irak –¿eIrán?– se produjeron manifestaciones culturales idénticas
en un mismo momento.
Es posible que cuando reemprendan las
excavaciones en el sur de Irak, tras la rehabilitación, en la medida de lo
posible, de los yacimientos saqueados o abandonados (se calcula que un diez por
ciento de éstos han sufrido severa o definitivamente el efectode las guerras y,
sobre todo, del vandalismo), las dudas acerca del lugar de origen de las
primeras ciudades se resuelvan. Por ahora, los estudiosos siguen señalando, no
sin matices ni dudas, que la cultura urbana nació en Mesopotamia del sur (antes
que en el norte, y en cualquier otra parte del mundo). En cuanto a la escritura
pictográfica, se sigue pensando que Egipto y Mesopotamia del sur fueron los
ámbitos geográficos o culturales donde se inventó, recayendo quizá la primacía en
Mesopotamia (a la espera de posibles nuevos hallazgos que trastoquen la
cronología).
Era habitual relacionar la aparición casi
simultánea de tres formas culturales o de relación del hombre con el mundo: la
ciudad y la agricultura, la realeza y la escritura. Así, se pensaba que la
creciente población en el sur de Mesopotamia requirió una agricultura más
eficaz, lo que necesitaba del regadío intensivo en las tierras desérticas
limítrofes, la apertura de canales y su mantenimiento, la presencia de un poder
central fuerte para la gestión de estos trabajos de la tierra cada vez más
complejos, la fundación de ciudades desde donde centralizar las órdenes, y la
necesidad de la escritura y de las matemáticas para la contabilidad de los
productos intercambiados, y de la toma de medidas y tasación de los campos y
propiedades. Parecía, entonces, que estas tres maneras de ocupar el espacio, esto
es, organización política (realeza), urbanística (ciudad, campos cultivados,
irrigación, ganadería) y contable, estaban unidas, se necesitaban. El rey (un
término que, por desgracia, evoca formas de gobierno europeas, que quizá
tuvieran poco que ver con lo que los ensi
y los lugal –términos sumerios que se
suelen traducir por rey–, significaban, con las funciones atribuidas y el poder
ejercido por aquéllos) ordenaba organizar el territorio gracias a estructuras
políticas fuertes, y gestionar el comercio gracias a la contabilidad y la
escritura.
Esta ley o creencia ha dejado de ser de
recibo. Se trata de un esquema que no refleja lo que los descubrimientos
arqueológicos aportan. Los conocimientos agrícolas de los sumerios y los
acadios no alcanzaban el nivel y los conocimientos que la nueva religión actual
(el ecologismo) atribuye a las culturas antiguas, supuestamente más atentas a
las «lecciones de la naturaleza»; la agricultura agotó las tierras y favoreció
que las sales afloraran a la superficie lo que provocó que los suelos se
volvieran yermos. Los conocimientos técnicos requeridos para la apertura y el
mantenimiento de los canales de regadío eran mínimos, y estas estructuras (¡si
es que existieron!), muy sencillas, no necesitan un control que implicara el
nombramiento de una legión armada y de funcionarios. Por último, la relación
entre gestión contable y escritura ha sido también recientemente cuestionada.
La escritura no habría sido inventada por motivos «profanos y prácticos» –para
llevar las cuentas del reino, para anotar todas las transacciones–, sino por
causas que tienen que ver con el poder, sin duda, pero un poder más eficaz: el
conocimiento del futuro. Así, la aparición de la escritura estaría relacionada
con el rito, y habría servido para interrogar a los dioses y guardar las
respuestas divinas a las quizá angustiadas preguntas humanas. La escritura
habría sido un arma mágica, inventada posiblemente bastante antes que las
primeras tablillas conservadas, ya que los primeros textos hallados, en Uruk,
del 3300 a.C., revelan –cuando se logra traducirlos–, pese a su laconismo (y su
deuda con el dibujo naturalista), un grado de complejidad impropio de una
escritura balbuceante, y unas estructuras gramaticales ya consolidadas.
Lo que sí parece claro es que la ciudad es una
estructura física y social inventada o desarrollada plenamente en el sur de
Irak, ya a mediados del V milenio a.C., como lo demuestran los restos de la ciudad
«sumeria» o «presumeria» de Uruk, que perduró hasta la invasión árabe en el
siglo VII d.C. Uruk fue fundada siguiendo un proceso llamado sinoicismo, que
quizá se aplicara en muchas ciudades sumerias: dos o más poblaciones vecinas se
unieron políticamente para crear una «conurbación», tutelada por dos barrios
sagrados, dedicados respectivamente al dios del cielo, y a Inanna, su hija, la
diosa de la procreación y la destrucción. La ciudad llegó a ocupar casi seis
quilómetros cuadrados. Algunos estudiosos piensan que, en el IV milenio a.C.,
tenía casi cien mil habitantes. Era, desde luego, por el aquel entonces, la
ciudad más poblada del mundo, quizá casi la única ciudad.
En ambos barrios sacerdotales se han hallado
un gran número de grandes edificios, que se construyeron y reconstruyeron, una
y otra vez, en el mismo lugar. Su tamaño era tal y su estructura tan peculiar
(carecían de cocinas, letrinas, etc.) que se pensó que eran templos. Tantos,
que los estudiosos creyeron que Uruk, al igual que Eridu, tuvieron que ser
«ciudades santas», sometidas al poder clerical, algo así como la Vetusta o el
Vaticano mesopotámico. Una infinidad de sacerdotes tenían que recorrer la urbe
y mandar. Hoy, esta visión tan beata, marcada por las imágenes que nos hemos
hecho acerca de culturas antiguas, está también cuestionada. Estos grandes
edificios no eran viviendas particulares, ciertamente, sino espacios públicos
(la situación y el número de los accesos los convertía en espacios poco
recluidos y, por tanto, poco aptos para el culto, al menos tal como nos lo
imaginamos hoy), pero no necesariamente religiosos (aunque, en último término,
toda la ciudad, al igual que cualquier ciudad mesopotámica, pertenecía a los
dioses, ya que fueron éstos quienes las fundaron y velaban por ellas). Podían
ser edificios para asambleas, quizá de ancianos, para diversos organismos,
quizá presididos por un «rey», que regían la ciudad, o, incluso silos o
almacenes. Ningún texto, ningún resto permite saber cuál era su función. Eran
espacios para la ciudad, pero no siempre entregados al piadoso culto de los
dioses.
La ciudad mesopotámica de los milenios IV y
III a.C.–anterior al imperio acadio unificado–, controlaba un territorio
limitado. Se ha aplicado la expresión ciudad-estado, más adecuada, sin embargo,
para la estructura política o territorial griega. Posiblemente, la noción de
estados propios, enfrentados entre sí, luchando avaramente por el control de un
territorio, no existía aún. Las ciudades estaban constantemente en guerra, pero
los límites de las tierras eran fluctuantes, y no se sabe si existía una
identificación patriótica entre el campo y la ciudad, los habitantes y el
«terruño». Desde luego, ambas estructuras, urbanas y campesinas, estaban
relacionadas. Se necesitaban. La ciudad requería los productos del campo, el
cual no se limitaba a producir para su consumo personal, sino también para las
necesidades de la urbe. El régimen territorial posiblemente fuera mixto,
«público» y privado: las tierras pertenecían a los templos, a la corona y a las
ciudades (terrenos comunales), así como a particulares, que podían venderlos o
arrendarlos. Los propietarios no trabajaban la tierra, sino que poseían una
mano de obra que laboraba lo que no poseía. Las transacciones comerciales se
resolvían con «plata». El dinero propiamente dicho no existía (se trata de una
invención oriental acontecida en Licia, hoy en la costa turca, hacia el siglo
VI a.C.), pero se pagaba con una cantidad de metal: la plata. Se utilizaban
tiras de metal calibradas, enrolladas en espiral. Éstas se pesaban y se
cortaban en función del valor de las ventas.
Las tierras estaban parceladas. Se tenían los
conocimientos geométricos necesarios para proceder a la división de las
tierras, delimitadas mediante mojones (llamados kudurrus, aunque éstos fueron
comunes, sobre todo, en épocas tardías, como en el imperio neoasirio, en el
primer milenio a.C.), en los que se detallaban a quién pertenecían las tierras,
junto con himnos a los dioses protectores de la tierra y maldiciones contra los
invasores.
Las comunicaciones se efectuaban en carros
tirados por onagros (un tipo de equino), por tierra, y en naves a vela por
canales que no eran siempre de regadío únicamente. Incluso en el interior de la
ciudad de Uruk, se combinaban vías terrestres y lacustres. Los habitantes se
desplazaban en barca por la ciudad.
Aunque se han encontrado ciudades en el valle
del Indo (y en mundo precolombino), datadas del IV milenio a.C., todo parece
indicar que las primeras urbes aparecieron en Mesopotamia (del sur, quizá del
norte). Urbes que, a diferencia de los pueblos y las grandes aglomeraciones,
implicaban una diferenciación social y productiva. Existía la división del
trabajo. El cuerpo social de la ciudad se componía de la corte, quizá de
asambleas de notables, de sacerdotes, soldados y artesanos, todos dedicados a
una sola actividad y, por tanto, necesitados del trabajo complementario del
resto de la sociedad. Esta división, que sigue caracterizando a la ciudad
contemporánea, no parece que existiera en Egipto, pero se repitió, no se sabe
si inspirada por Mesopotamia, en Grecia. De todos modos, los griegos conocían
el mito de fundación de su «primera» ciudad, Tebas, creada por Cadmo, un
príncipe oriental (fenicio, en este caso).
Aunque existieron ciudades de nueva planta
(como la posible colonia sumeria de Habuba Kabira), la mayoría de las ciudades
resultaron de la evolución de poblados cuyo origen se remonta al neolítico. La
escasa implantación de nuevas ciudades sumerias respondía a un ideario: toda
vez que las ciudades pertenecían enteramente a los dioses (e, incluso, cinco o
seis de éstas habían descendido del cielo en tiempos pretéritos, anteriores al
Diluvio, según contaban las leyendas), toda construcción tenía que estar
«santificada» por el cielo. Ningún humano, entonces, podía tomar la decisión de
crear algo por sí mismo. Así, la capital del imperio acadio, Acad o Agadé, fue
una ciudad de nueva planta. Pero los mitos insisten en su decadencia y
destrucción, precisamente porque, según la épica, el emperador Sargón I se
atrevió a construir motu proprio (las
tradiciones hebreas, cristianas y musulmanas, por su parte, atribuyen la fundación
de Agadé al impío Nemrod, creador –o arquitecto- también de la torre de Babel,
según cuenta la Biblia). Por otra parte, Sargón se deificó y se construyó un
templo: puesto que Agadé era una ciudad de nueva planta, no podía presentarse
como un espacio consagrado, desde la noche de los tiempos, a dioses
principales.
La escasez de ciudades fundadas, planificadas
o proyectadas de una vez según un plan urbanístico, explica la desmadejada
estructura de la mayoría de las ciudades sumerias. Pese a que los templos o las
grandes edificaciones (de incierta función: palacios, mansiones, salas
comunales, almacenes, templos también) poseen una planimetría ortogonal y
suelen estar orientados según los puntos cardinales, rodeando «plazas» de
planta rectangular, bien proporcionadas, y rodeados de murallas, las ciudades
suelen presentar una trama de estrechos callejones sin salida, vías tortuosas,
e inexistencia de espacios públicos tales como mercados: las ciudades sumerias
se parecían a las actuales kasbas(así como a las ciudades no coloniales griegas
y a la Roma antes de Nerón): un dédalo de callejuelas entre grandes bloques
compuestos por un amasijo de viviendas de una o dos plantas «unifamiliares».
Los límites de las urbes eran irregulares, y la planta de la muralla no seguía
ningún esquema.
Idealmente, las medidas de la ciudad tenían un
origen sobrenatural. Los números se escribían mediante signos cuneiformes que
tenían varias lecturas y designaban objetos o realidades aparte de cifras, que
enriquecían el significado de los edificios proyectados, los cuales se dotaban
de las cualidades nombradas por los signos. Es posible incluso que las medidas
hubieran sido escogidas en función de los otros significados, aparte de los
numerales, de los signos. Por otra parte, algunos números se asociaban a
determinadas divinidades. Por tanto, la suma de los valores numéricos de los
signos que componían el nombre de una ciudad tenía que corresponder al valor
numérico del nombre de la divinidad tutelar –número mágico o sagrado–, que
tenía que proyectarse en el espacio y corresponder a la longitud de la muralla.
Sin embargo, este modelo, un tanto esotérico, que quizá se aplicara en
fundaciones neoasirias, solo existía en sueños en la Mesopotamia del sur en los
inicios de la historia. La realidad tenía que ser más prosaica.
Los soberanos tenían como tarea principal el
mantenimiento de los templos. Éstos, construidos con ladrillos de adobe, se
desmoronaban rápidamente, pese al grosor de los muros, tanto por las
infiltraciones de las aguas freáticas (todo el sur de Irak se halla a nivel del
mar), como por las ocasionales lluvias destructivas, así como el siempre
cambiante curso de los ríos que podían alejarse tanto que desabastecían las
ciudades de agua, o acercarse hasta socavar los cimientos. La preservación de
la arquitectura era un signo de buen gobierno. Además de la guerra, la función
del rey era el cuidado de los santuarios y de cuantas instalaciones (canales,
almacenes, vías de comunicación) demostraran el control que ejercía sobre el
mundo.
Aunque los trabajos fueran de construcción, se
solían presentar como tareas de reconstrucción de monumentos que habían sido
planificados y construidos, en otro tiempo, por seres superiores, a los que el
soberano atendía –y cuyas acciones emulaba. La construcción y reconstrucción
eran tanto un signo de piedad como de poder. Un rey poderoso tenía la
obligación de preservar o ampliar el legado arquitectónico. Era casi su única
misión, ya que los dioses, satisfechos por el cuidado de sus moradas, seguirían
protegiendo la ciudad. Al mismo tiempo, dichas labores facilitaban el
movimiento cíclico del tiempo. Toda nueva reconstrucción clausuraba una época
extinta e inauguraba una nueva con todo el esplendor.
Las construcciones venían precedidas por la
fabricación y deposición de un buen número de «primeros ladrillos»
estampillados con relatos fundacionales, oraciones y maldiciones (dirigidas a
cuantos enemigos se atrevieran a destruir la obra de los dioses), y de clavos
de terracota, hincados en los muros, en los que estaba inscrito el nombre y los
cargos de quien era el propietario de la obra. Toda reconstrucción tenía
entonces que empezar por la búsqueda de estos testimonios que ayudarían a saber
qué ritos fueron seguidos cuando tuvo lugar la construcción o reconstrucción
anterior, qué oraciones fueron recitadas, qué objetos sagrados, qué materiales
empleados, a fin de que la nueva reconstrucción fuera lo más parecida a la
anterior y, de este modo, asegurar la pervivencia de la obra. Las divinidades
aceptarían y preservarían la reconstrucción, puesto que ya se habían
manifestado a favor de una reconstrucción precedente. De este modo, la obra
seguía en gracia del cielo, y el poder real no peligraba. Šulgi, uno de los
reyes más poderosos de la tierra, perteneciente a la Tercera Dinastía de Ur
(finales del III milenio a.C.) exclamaba:
«para Nanše (diosa del grano y de la
escritura, representada con espigas y un cálamo, con el que escribía y
dibujaba, en la mano), la reina poderosa, la señora del territorio de la
frontera, Šulgi, el hombre fuerte, el rey de los países de Sumer y Acad,
construyó para ella su Eshesheahegara, su templo sagrado».
El rey era la mano de obra de la divinidad que
mandaba imperiosamente, apareciendo en sueños ante el monarca, construir o
reconstruir un recinto sagrado según proyecto trazado por el cielo, como
afirmaba el rey Gudea, de la ciudad de Lagaš, a finales del III milenio a.C.,
quizá el mayor constructor de la historia de Mesopotamia. Los consejos divinos
acerca del proyecto y la construcción de un templo eran órdenes que los
soberanos tenían que cumplir. La obra se dirimía en los conciliábulos entre la
divinidad y su fiel servidor, el monarca. La divinidad le iluminaba durante la
obra. Sin la ayuda divina el rey-constructor se hallaba perdido: «Ningirsu,
construiré tu templo, pero no he recibido ninguna señal tuya», exclamaba el rey
Gudea, desorientado, a poco de iniciar la obra encomendada por el cielo.
Ante las obras sagradas emprendidas por el
rey, los dioses no abandonaban la ciudad. De algún modo, la arquitectura y el
urbanismo eran el sustento del poder real; lo legitimaban. Toda vez que el rey
era el mediador entre la tierra y el cielo, sus labores edilicias garantizaban
que el cielo no dejaba de lado a los hombres. El símbolo del mantenimiento o
del reforzamiento de los lazos entre los hombres (el rey) y los dioses era,
precisamente, el buen estado de las construcciones: templos, palacios, murallas
y canales.
5.- EL APORTE Y EL LEGADO SUMERIOS
¿Qué ha quedado de todos estos desvelos?
Si la «historia empezó en Súmer» como escribió
el gran asiriólogo Kramer en los años 50, escasos son los restos arqueológicos
de dichos inicios esplendorosos. El adobe ha retornado a su condición de polvo,
disgregado por la humedad que asciende del subsuelo y las cegadoras tormentas
de arena, cuyo número ha aumentado desde las últimas guerras debido a que el
incesante traqueteo de los tanques ha removido la tierra antes compactada. Los
muros se han desfondado, confundiéndose con la arcilla circundante. Muy poco
queda incluso de las estructuras desenterradas en el siglo XIX. Estructuras
desenterradas hace ochenta o noventa años, que lucían en las fotografías que se
tomaron en su época, son apenas reconocibles hoy, o han desaparecido, a veces
de nuevo sepultadas por la arena. La misma lógica de la arqueología, que pide
descender hasta el nivel de los primeros asentamientos, y el hecho que los
antiguos solían construir una y otra vez en un mismo lugar, de modo que
construían sobre estructuras derruidas, por el tiempo, las guerras o las
necesidades, y aplanadas, acaba de arrasar lo que se ha levantado sobre estas
estructuras primerizas. Las estructuras más recientes se desentierran, se documentan,
y se eliminan para proseguir la excavación que se adentra en el subsuelo. En
«Occidente», las ruinas egipcias, griegas y romanas, en mejor o peor estado,
siguen teniendo prestancia. En Mesopotamia, sin embargo, ya queda poco que ver,
salvo estructuras nuevamente levantadas en la actualidad, como las que
restauró, entre 1980 y 2003, el antiguo presidente Iraquí, Saddam Husein, a fin
de equipararse con los más grandes monarcas del Próximo Oriente antiguo. Tales
estructuras, como Babilonia, ofrecen un triste aspecto de decorado arruinado.
De algún modo, el destino final de la arquitectura de adobe no cocida es la
destrucción total, el retorno a la informe condición del barro o del polvo que
las tormentas llamadas «de arena» levantan y escampan.
Mas la herencia sumeria no se halla en los
yacimientos sino en nuestra propia cultura. Somos el reflejo de creencias y
descubrimientos, de una manera de concebir y de relacionarse con el mundo que
se inició en el delta del Tigris y el Éufrates, y que llegaron a nosotros
directa o indirectamente.
Dos fueron los vehículos transmisores: Grecia
y el judeocristianismo.
Es muy difícil o imposible que la cultura del
sur de Mesopotamia de los milenios IV y III a.C. hubiera influido directamente
en la cultura Grecia, entre otras razones porque los dorios y los jonios no se
habían establecido aún en la Grecia continental y en la costa turca. Sin duda,
existían puentes comerciales y culturales entre el mundo minoico, en la isla de
Creta, de mediados del III milenio, y el Mediterráneo oriental, pero Súmer
parecía tener más relaciones con Arabia y con del valle del Indo que con el
Mediterráneo, aunque no lo desconocían. Sin embargo, la influencia mesopotámica
en la Grecia arcaica habría acontecido a través de Anatolia y no de Creta. En
efecto, la cosmogonía y la teogonía de Hesíodo posiblemente hubiera estado marcada
por la teogonía de los hititas (asentados en Anatolia desde el III milenio a.C.),
protagonizada por los dioses Alalu y Kumarbi, hijo de Anu (Anu era el nombre
acadio del dios del cielo, llamado An en sumerio), la cual transcribe a su vez
la teogonía babilónica titulada Enuma Eliš.
Algunos estudiosos han percibido parecidos entre los dioses Kumarbi y Prometeo,
si bien los distintos marcos culturales otorgan significaciones distintas a los
mitos. Motivos y estructuras parecidos probablemente revelen la influencia de
Oriente en algunos mitos de creación griegos. Este hecho no sería sorprendente.
Grecia poseía colonias en Oriente (en lo que hoy es la costa turca), y actualmente
se piensa incluso que Troya fue una ciudad hitita o influida por la cultura
hitita. Las ciudades micénicas como Micenas, Tirinto, Tebas, o la misma Atenas,
se organizaron según modelos orientales, en los que los palacios jugaban un
papel decisivo.
La Grecia arcaica, y no digamos la Grecia
clásica, parecen guardar escasas relaciones con el mundo micénico. Esto no es
óbice para que un historiador como Herodoto manifestara su admiración por la
cultura neobabilónica, ciertamente muy posterior a las culturas del sur de
Mesopotamia de los milenios IV y III, pero, de algún modo, heredera de la
cultura paleobabilónica (principios del II milenio) que sí estaba fuertemente
marcada por los sumero-acadios.
Por su parte, el Antiguo Testamento, en la
Biblia, no cuenta historias alejadas de las historias del Próximo Oriente
antiguo. Israel fue conquistado por Babilonia en el siglo VIII a.C., y los
sacerdotes del Templo de Jerusalén, deportados. Aunque no podían salir de la
ciudad de Babilonia, gozaban de cierta libertad de movimiento. En concreto,
pudieron explorar las bibliotecas y los archivos reales donde se guardaban
tablillas en las que se habían puesto por escrito o copiado mitos
mesopotámicos. Cuando los persas conquistaron Babilonia y permitieron que todos
los prisioneros, incluidos los sacerdotes hebreos, retornaran a sus lugares de
origen, éstos, ya en Jerusalén, decidieron poner por escrito las leyendas y las
historias del pueblo judío. Entre las leyendas, incorporaron motivos y relatos
cuyo conocimiento adquirieron en Babilonia. Entre estos motivos, el Diluvio
tiene un evidente origen sumero-acadio. La versión bíblica de este cataclismo
sigue de muy cerca el relato que el sabio Utnapištim hace del Diluvio –del que
escapó, con la ayuda de Enki–, a Gilgameš, tal como aparece en el Poema de Gilgameš ya citado. Esta
leyenda está redactada en acadio; pero existen versiones fragmentarias
anteriores escritas en sumerio del mito del diluvio. Del mismo modo, el motivo
folclórico de Jonás y la ballena (Jonás que permaneció tres días en el vientre
del monstruo antes de ser expulsado y renacer, de algún modo, a una nueva
vida), como comenta Maria-Grazia Masetti-Rouault, podría provenir de las
leyendas de los dioses-peces primordiales sumerios, cuya imagen, un pez grande
de cuya boca emerge una cabeza humana, se asemeja a las descripciones de Jonás
emergiendo de las fauces del monstruo marino.
Los llamados asiriólogos, hacia 1870, que
trataban de transliterar y de traducir textos escritos con signos pictográficos
o cuneiformes que transcribían una lengua semita (el acadio), se enfrentaron a
unas tablillas con la misma escritura pero cuyos textos transliterados
(reescritos en alfabeto latino) eran intraducibles aplicando las reglas
gramaticales y el vocabulario acadio y babilónico recién descubierto (ambas son
lenguas semitas). Se plantearon entonces si las traducciones realizadas hasta
ahora eran erróneas, o si se trataba de una lengua distinta, tan distinta que
no parecía guardar relación alguna con ninguna lengua moderna o antigua
conocida (algo que desde entonces se ha comprobado como cierto). Muchos
filólogos e historiadores comentaban que no se podía tratar de una lengua
desconocida, puesto que la Biblia no hacía ninguna mención a otro pueblo o
cultura cuyo ámbito geográfico coincidía casi con el del «pueblo acadio».
Filólogos de distintos países que trabajaban sobre unos mismos textos sin estar
voluntariamente en contacto con los demás, sin embargo, probaron, en 1857, que
las traducciones que habían realizado eran las mismas y que, por tanto, los
procedimientos empleados eran correctos. El valor de los signos y las reglas
gramaticales estaban bien descifrados. Esto significaba que esas tablillas,
halladas en el sur de Irak, estaban redactadas en una lengua desconocida hasta
entonces, porque no estaba mencionada en la Biblia. Sin embargo, la Biblia sí
cita, de manera más o menos correcta, los nombres de ciudades como Ur (patria
de Abraham), Uruk, Sippar. Hoy, se piensa que incluso el término «sumerio»
aparece en el Génesis bíblico bajo el nombre de Shinar. No obstante, es cierto
que la Biblia se refiere a los imperios acadio, babilónico, asirio, hitita,
pero no a la o las culturas del sur de Mesopotamia, que se dieron entre la
primera mitad del IV milenio a.C. y finales del III. Sin embargo, mitos como
los del diluvio, cuyas versiones más antiguas se hallan redactadas en sumerio,
sí aparecen traspasados en la Biblia. Nada impide pensar que los tardíos
redactores de la Biblia hubieran podido tener conocimiento de la lengua sumeria
y del imaginario del sur de Mesopotamia, una lengua muerta desde hacía casi dos
mil años, pero cuyo recuerdo perduraba a través de la escritura.
El mundo sumerio, o sumero-acadio, nos es
lejano. Sus restos apenas sobresalen de una tierra torturada. El sumerio es una
lengua sin parangón con ningún otro idioma, se translitera y se traduce aún
imperfectamente, y algunas imágenes y expresiones son incomprensibles. Su
visión del mundo está lejos aún, o es muy distinta de la grecolatina que nos es
mucho más familiar (aunque la infinidad de divinidades y «espíritus» romanos
tampoco nos es demasiado próxima). No logramos saber siempre cuál era la
función de los edificios de mayor tamaño. La estructura de las ciudades es poco
conocida, y no lo será nunca. El tiempo, las aguas y las guerras han devastado
demasiado las poblaciones abandonadas, en el mejor de las casos, hace mil
quinientos años. Otras desaparecieron hace cuatro milenios.
Y, sin embargo, los ecos que aún resuenan en
textos griegos y bíblicos (textos cada vez menos conocidos y leídos, por
cierto), revelan todo lo que debemos a la cultura mesopotámica, una deuda que
no podremos nunca calibrar, pero que muy posiblemente sea mucho más importante
de lo que pensamos habitualmente.
Es posible que la historia empezara en Súmer
(con el permiso de algunas culturas precolombinas peruanas, que ninguna
influencia tuvieron, sin embargo, en las culturas euroasiáticas), pero lo que
es seguro es que nosotros empezamos a ser ciudadanos del mundo en Súmer. Sin
las poblaciones del sur de Mesopotamia de entre los milenios IV y II a.C., la
ciudad no habría existido. Es decir, la cultura (moderna) no se habría producido.
Escribi todo y me saqué un 10
ResponderEliminarPelotuda...
EliminarJajaja, mito bíblico dice.
ResponderEliminarMito es, bíblico porque se narra en el AT
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