lunes, 11 de junio de 2018

Casas-museo

La casa constituye un tipo o género particular de museo.
Las casas que se suelen visitar suelen ser de arquitectos reconocidos -casas propias o proyectadas por éstos-, casi siempre del siglo XX, como ciertas casas, villas o apartamentos de Loos (Viena), Horta (Bruselas), Rietveld (Utrecht), Gaudí (Barcelona y otras ciudades), Bo Bardi (Sao Paolo), Le Corbusier (París, entre otras ciudades), Mies van der Rohe (Tugendhat en Brno, Farnsworth en el estado norteamericano de Illinois), Wright (Chicago, por ejemplo), Johnson (Casa de vidrio, en el estado norteamericano de Connecticut), Melnikov (Moscú), etc. Pero también se visitan villas de Palladio y palacios de grandes arquitectos desde el Renacimiento hasta el siglo XIX, si bien en estos casos, no se presentan tanto como obras de un determinado arquitecto -a menudo, la obra es el resultado del trabajo de múltiples creadores en el tiempo-, como muestras del arte de una época determinada (y receptáculos de obras de arte de diversos artistas) o manifestaciones de una concepción del poder.
Los hogares o los talleres de todo tipo de artistas -pintores como El Greco, Rubens, Rodin, Monet, Dalí, Khalo, Miró, Pollock, Judd, por ejemplo-, escritores -Cervantes, Victor Hugo, Verdaguer, Proust, Faulkner, Hemingway, Lorca-, músicos, actores, etc., también se "musealizan".
Esas casas no siempre corresponden a las que los artistas o arquitectos diseñaron u ocuparon. La casa del Greco en Toledo o de Shakespeare en Statford-on-Avon son ficciones (no se sabe siquiera si el propio autor teatral inglés es una ficción). Algunos personajes, decididamente de ficción, como Romeo y Julieta, han acabado por tener una casa (en Verona) que se visita. 

Las casas y los interiores suelen estar en estado impecable. Los muebles, su disposición, la pintura corresponden a los de un año determinado o, mejor, al proyecto original. Aunque no siempre sean elementos de época, copias fidedignas los sustituyen. Se busca recrear la atmósfera de una época determinada. En el caso de un piso en la Pedrera, de Gaudí, se han ido reuniendo muebles modernistas para evocar el aspecto que debía de tener un interior "gaudiniano" -sin pensar que el edificio aun acoge a usuarios (que viven, sin duda, en el siglo XXI). La preservación del entorno obliga a que determinadas estancias no se puedan visitar y a que, en general, no se puede salir de un circuito muy acotado, sin poder detenerse o recorrer las estancias enteramente. Éstas se perciben a mundo como teatrillos, desde un tendido o una barrera, escenarios, espacios tras el espejo (en el que nunca se podrá acceder).
La sensación que producen es extraña. Recuerdan las tumbas etruscas en las que se reproducían en piedra todos los detalles de un hogar, a fin de preservar para la eternidad la casa de los muertos, semejante a la de los vivos, pero que solo los espíritus, que no tienen necesidades materiales, pueden  habitar. El tiempo está congelado. La vida ausente. Son casas, pese a estar amuebladas, vacías. Todo está en su sitio y, sin embargo, es imposible saber dónde uno se ubica. Están fuera del tiempo, en un tiempo de ninguna parte. Son casas que, pese a ser visitadas, rechazan todo contacto.
Esta impresión desaparece en gran parte, en aquellas casas, como La Ricarda, de Bonet Castellana, en las que los usuarios siguen viviendo, siquiera parcialmente -en algunas áreas, o en determinadas fechas-. De pronto, un objeto fuera de lugar, o que no corresponde con la época supuestamente recreada: una lámpara, una botella abierta, un vaso, un periódico, o algún aparato ineludible (un ordenador, por ejemplo, apenas camuflado). Aunque es cierto que la casa de Howard Hughes, en California, ha sido dispuesta de tal modo que se recrea la amplitud de miras -o el peculiar gusto- del millonario que acogía, sin ninguna distinción, chimeneas renacentistas y botes de ketchup-, en general, esos encuentros sorprendentes de objetos de épocas distintas, tienen la capacidad de mantener la casa viva -o de producir una ilusión de vida: la imperfección, el desorden, la sorpresa que introducen, el azar que se cuela, y que revela que algo ha logrado escapar al férreo control temporal, a la voluntad escenográfica que se persigue, sugieren que la casa no es un mausoleo, y provocan en el visitante la sensación (ilusoria, sin duda) de que es un invitado (y no tan solo un intruso), en un espacio en el que se vive (hoy) que lo acoge. Son los muebles y las tapicerías usados, ciertos desconches, un cuadro torcido, alguna mancha que evocan la imperfección de la vida, lejos del entorno gélido de tantas casas-museos que nos quieren transportan a un tiempo pretérito y solo nos producen la repulsiva sensación del frío contacto con un muerto. El desgaste es signo de vida, del roce con la vida, el roce que la vida produce, que aviva, suaviza y apaga la vida. Una casa viva es una casa usada -en todos los sentidos de la palabra-, donde el fuego se consume (es decir, se disfruta y se apaga lentamente).
     

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