viernes, 15 de junio de 2018

De visita (la visitación)

Por aquellos días, María, embarazada,  se levantó pronto se aprestó a dirigirse más allá de las montañas, para visitar a su prima Isabel que también estaba encinta. Cuenta el evangelista Lucas que no bien hubo cruzado el umbral de la casa de Zacarías y de haber saludo a su prima, ésta quedó deslumbrada por la aparición de María y, después que el niño que llevaba dentro hubiera pegado un brinco (de gozo), auguró que el hijo de María sería el Señor de todos. La profecía se cumplía. El reconocimiento de la venida del Mesías, de que el hijo de María era el Mesías esperado, tuvo lugar durante la visita.

Visitar, en latín (visitare), significa  ver a menudo. Nombra una acción que se repite. El verbo está emparentado con otro término latino: videre, que se traduce por escudriñar, observar con atención. Una visita es un reconocimiento. Y éste se logra mediante la vista: una mirada atenta que permite descubrir la realidad. Un mirarse las caras, cara a caras (el francés visage -cara, rostro- está emparentado con el verbo voir -videre, en latín-. Una visita es casi un careo, si es que la cara es un espejo que revela lo que recubre. Permite apreciar, y entender, de un golpe de vista, lo que sucede. 
Una visita tiene lugar en una cara, un espacio doméstico, íntimo. Ir de visita implica acudir a una casa ajena donde sabes que serás bien recibido. Una casa es un lugar de recogimiento -donde uno puede sentirse protegido, a salvo, en confianza (aunque ésta pueda ser vana o ilusoria)-, pero también se trata de un espacio de acogida. Un verdadero hogar tiene siempre la puerta de entrada abierta. Pero uno no entra sin llamar. Debe esperar a que le inviten a  entrar. Una visita no acontece en la entrada, sino en la sala de estar (o incluso en la cocina), espacios interiores, donde se comparten vivencias, donde los habitantes se exponen a la vista de los invitados. Por unas horas, éstos entran a formar parte de la familia, o ésta es la impresión que se quiere dar. Las barreras, los muros saltan. El encuentro acontece alrededor de unos platos o unos vasos. Una visita es la ocasión del intercambio de regalos. Quien recibe ofrece comida o bebida que se toma juntos. El visitante aporta algo -que quien lo recibe puede, de inmediato, abrir y ofrecer compartir. 
La visita da sentido al hogar. Un hogar cerrado, que no acoge a nadie, que no "invita" a entrar, es un espacio triste o inquietante, un espacio del que conviene apartarse. Una casa se convierte en un hogar cuando los foráneos se sienten como en su casa. Una casa existe para compartir. No se cierra en banda. Las ventanas cerradas, las persianas bajadas, la puerta cerrada a cal y canto son signos de mal augurio. Denotan miedo, abandono o desgracias. Pese a que una casa pueda no tener ventanas a la calle y presentar un muro ciego de fachada, la puerta debe de abrirse a los invitados. Una casa sin invitados encierra peligros. El reconocimiento de las cualidades hogareñas se obtiene cuando la casa abre sus puertas. No a todos, sin embargo, sino a quienes comparten valores, o a quienes con los que queremos debatir sobre valores. La visita es la ocasión de un debate de ideas. Invita a la conversación. La casa se convierte en un receptáculo de palabras, se llena de palabras que fluyen. El embarazoso o tenso silencio no tiene cabida. Tan solo el silencio que denota acuerdo, paz (interior). El silencio -de hielo- se rompe definitivamente. Las reticencias, la cerrazón cede. La casa es el lugar donde uno se abre, cuando una visita. Los lazos se establecen o se fortalecen. Una verdadera visita no concluye con una partida, sino con la promesa de devolver la visita. Las visitas se intercambian. Son regalos. Que nos permiten conocernos, reconocernos como miembros de una comunidad. Tristeza o inquietud inspiran quien no recibe (a los demás y de los demás, quien no invita ni le mandan invitaciones).

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