Si el conocimiento cuantitativo del mundo trata de hallar una ley universal que dé razón tanto del mundo de las estrellas cuanto de los átomos, es decir, de las leyes de la relatividad y de la física cuántica, según las cuales, en el primer caso, el conocimiento depende de la posición del observador -su ubicación, su movimiento- con respecto al mundo, y en el segundo, de la posición del mundo de los átomos con respecto al observador -que al asomarse al mundo infinitesimal trastoca la forma de éste-, el conocimiento cualitativo (o estético) del mundo debe navegar entre un gran número de aproximaciones que se oponen, se contradicen o se rechazan. Desde finales del siglo XVIII, en Occidente, al menos, se intenta descifrar qué son las cualidades sensibles que determinan la atracción o el rechazo que el mundo nos suscita, y qué efectos dichas emociones, positivas o negativas, tienen en y para nosotros.
Este incertidumbre está, en verdad, en el origen mismo del estudio de la importancia de las cualidades sensibles, de lo qué son -si es que existen-, y de la información, beneficio o maleficio que nos aportan o causan. El Hipias Mayor, el primer estudio sobre la belleza -una de las cualidades principales en Occidente- de Platón, recorre las distintas y opuestas causas -o soportes- de la belleza; ésta depende, según qué casos u opiniones, de la materia, la forma, la función del objeto hermoso, sin que sea posible determinar una razón única de lo que calificamos bello -o de lo que es la belleza. Teniendo en cuenta que la funcionalidad de un útil también está en función de la habilidad del usuario, éste también puede incidir en la existencia o en la intensidad de la belleza. Astutamente, Sócrates -el protagonista del diálogo- solo concluye con la imposibilidad de concluir acerca del estatuto y función de esta cualidad sensible principal.
Con el cristianismo, que recuperó estéticas mesopotámicas, la luz -en sí, o emitida directamente o reflejada, pura o tamizada, blanca o teñida- se convirtió en el símbolo, o la causa, de la belleza. El peso de las proporciones en la belleza -o supuesta belleza- de las cosas, presente en la antigüedad y en la Edad Media cristiana, se acentuó en el Renacimiento occidental, si bien, aquéllas dejaron de manifestarse principalmente en los objetos para brillar en los proyectos o bocetos de los mismos, considerando que la materia difuminada o desdibujaba la precisión casi irreal de las proporciones matemáticas.
Con el siglo XVIII, el acento dejó de estar en el objeto -bien proporcionado, trabajado, materialmente brillante, y funcionalmente eficaz- para trasladarse al sujeto: las cualidades sensibles ya no dependerían de la idea o de la materialización de un objeto para pasar a depender al buen gusto del observador, capaz de hallar belleza -es decir, de otorgar belleza- allí donde otro observador no vería sino indiferencia -o fealdad. Las cualidades sensibles serían atribuciones de observadores sensibles, capaces de imaginarse aquéllas en objetos ante los que otros se manifestarían insensibles.
Desde entonces, las discusiones se han centrado en la importancia o valor de los enunciados. ¿Acaso las cualidades sensibles, que dicen de las emociones que los objetos suscitan en nosotros, y de los supuestos datos que aportan acerca de lo que un ente o un ser "es", no serían sino un juego de palabras, y la belleza o la fealdad, por citar solo dos de las cualidades más comunes, dos palabras que solo revelarían nuestro bagaje cultural, nuestras limitaciones -o nuestra amplitud de miras, nuestros prejuicios o nuestra agudeza? Las cualidades sensibles podrían ser -¡"ser"!- el resultado de nuestra manera de nombrar al mundo, una manera de calificarlo, una simple manera de hablar -que muchos entenderíamos o aceptaríamos sin darnos cuenta que las cualidades dependerían de lo que sabemos, y no de cómo percibimos el mundo o de cómo éste nos afecta. Serían simplemente palabras, y éstas pueden ser sustituidas por otras, por lo que las cualidades dejarían de poseen un poso o una cobertura trascendente.
Quien, un día, logre armonizar esos -necesarios y bienvenidos- diálogos de sordos, resolverá posiblemente uno de los mayores escollos o problemas del conocimiento, pero quizá acabe con la poesía y la teoría. Por suerte, somos demasiado complejos -o limitados- para hallar -o inventar- lo que nos satisfaga a todos. somos humanos -es decir, enfrentados unos con otros, y al mundo que nos tienta o nos da la espalda.
Dedicado a Mónica Sambade, arquitecta y doctoranda de arquitectura y filosofía de Barcelona, quien ha suscito esas inseguras, desconcertadas y desconcertantes líneas.
Y a Marta Llorente, profesora titular de la UPC-ETSAB, estudiosa del impacto de la física cuántica en la percepción sensible del mundo
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