El piso apenas tiene cincuenta metros cuadrados; los hijos adolescentes comparten una habitación muy pequeña y duermen en literas. Tan solo el comedor, con una distribución extraña, ofrece un espacio mínimo en el que cuatro personas tratan de trabajar y estudiar con sus portátiles y sus móviles. Mientras, se oyen discusiones en una piso vecino, que rompe un silencio ensordecedor, al igual que el altavoz de un coche de policía que ordena volver a casa, a encerrarse en casa.
Casa, vivida como una encerrona, de la que, sin embargo, nadie puede impedirnos evadirnos. De cara a la pared, en un rincón, o la cara pegada a la ventana, uno vive y revive, vive verdaderamente vidas que no supo vivir; recuerda la casa cuando los hijos no estaban, cuando se compró; y recuerda la casa en la que pasó sus primeros años, las casas. de los abuelos, maternos o paternos, de los padres -tuvieran una o dos, estuvieran juntos o no, de los padrastros. El largo pasillo, que se adentraba en la penumbra, e invitaba a recorrerlo corriendo, pese al temor que suscitaba, la habitación con literas, objetivamente tan parecida a la de los hijos, hoy, y sin embargo tan distinta, pues era, pensábamos, una habitación tan grande que el ascender a la litera superior permitía concluir el día con una nueva proeza. La sala de estar impresionaba por sus muebles oscuros, la quietud de los sillones vacíos, que solo se descubrían cuando había visitas, ya que se solía comer sobre el mármol de la cocina, mientras se dudaba sobre la existencia de los Reyes Magos.
Las casas del pasado, de nuestro pasado no se visitan, se reviven, se exploran, y se descubren por vez primera como espacios acogedores, pese al frío, la oscuridad, las estancias angostas y la severidad monástica, vagamente inquietante, de muebles demasiado grandes para nosotros, a los que no podíamos subir. Y este viaje, esta salida de la casa del presente hacia la casa del pasado, este verdadero viaje puesto que un viaje a través de los recuerdos, agrandado por la imaginación, solo se puede realizar cuando uno se siente encerrado. El encierro es la ocasión de una salida hacia un mundo dotado de todas las cualidades, transfigurado por lo que éramos, de las que carecía cuando nos enfrentábamos a él.
Bienvenido el encierro, quizá.
Mientras, un altavoz, con la voz de un ogro metálico, que pasa retumbando abajo, en la calle vacía, nos devuelve a lo que creemos es la realidad.
Pero la realidad verdadera se halla fuera de la realidad mundana, en nosotros y no fuera, a la que llegamos con la imaginación, cuando cerramos y echamos la llave de la puerta de esta realidad prosaica.
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