domingo, 28 de febrero de 2021

El profesor chiflado

 Los locos hablan solos. Cuando vemos, por la calle, a una persona que habla sola, ensimismada o a voz de grito, gesticulando, pensamos, de inmediato, que está de atar. Los locos -o quienes consideramos están locos- hablan sin preocuparse de que les escuchen o les respondan.  Hablan por hablar, de manera continua. Vomitan una serie de palabras, inconexas o no, un débito sin principio ni final. No se sabe de qué hablan ni se les acaba de entender. Cuando pasamos junto a ellos, los miramos irónicamente -o con pena- y nos apartamos. los que hablan solos están solos, e intuimos que nadie tienen que contar pese a la borrachera de palabras.

Los profesores, hoy, hablamos solos. Sentados ante una pantalla, le hablamos sin parar, como un borracho a una farola o un desdichado a una pared. Hablamos sin esperar respuesta, sin saber si alguien escucha. Las manos mariposean en el vacío; sonreímos o ponemos caras serias sin que parezca que nadie nos observa, y hablamos y hablamos, sin cesar, durante horas, el tiempo de una clase.

Pero nos observan. Hablamos y nos movemos ante una cámara. Como un gran ojo, como un Gran Hermano, la cámara registra inmisericordemente lo que hacemos y hacemos. Cualquier palabra, todos los movimientos quedan recogidos y guardados (en una nube que un día nos cubrirá). Las dudas, los errores, los atropellos, las inseguridades son recogidas y almacenadas sin que nada podemos hacer; porque lo único que se espera de nosotros es que posemos, actuemos ante un ojo que no parpadea.

En una clase (hoy añadiríamos que normal) hablamos, pero percibimos o intuimos cómo lo que decimos es recibido. Lo que contamos despierta una reacción, por mínima que sea. La energía que gastamos nos es devuelta. Una clase es un intercambio; alguien levanta la mana, pregunta, comenta o corrige; y la clase se construye, como en un duelo. Damos lo que recibimos.

En una clase virtual, ni siquiera percibimos los bostezos. No se oyen susurros, no se ven caras, solo una pantalla que absorbe las palabras sin que nada ofrezca a cambio. La pantalla es como un sumidero. Engulle cualquier cosa que contamos, y nada refleja. Impasible, es como si oyera llover. 

Mas el ojo cruel de la cámara no se pierde ni una. Cualquier palabra que decimos podrá ser utilizada en contra nuestra. Y la reacción es fría y sin piedad. La máquina no olvida. Todo lo que decimos, todo lo que somos, está en ella, nuestros logros y nuestros tropiezos. Hasta enloquecer ante el silencio y el desprecio que la pantalla manifiesta -o nos lleva a creer.


(Para Victoria G.)   

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