lunes, 24 de agosto de 2009

La vida es bella


Regreso temporal de vacaciones: recorrido en goleta por algunas islas croatas vecinas a Split.

Escursión de un día, en un minibus, a Mostar, en Bosnia-Herzegovina.


Mostar fue severamente destruida durante las guerras yugoslavas. Junto con Sarajevo y Sebreniza se convirtió en un símbolo de los horrores de la contienda, en 1996, debido a la voluntaria voladura de su puente central, una obra maestra de ingeniería construida por un discípulo del "arquitecto" (un ingeniero militar, en verdad) otomano Sinan, en el siglo XVI.

En Mostar se dieron cita todas los rostros de la violencia. Musulmanes ybosnios católicos croatas se aliaron para matar o expulsar a ortodoxos serbios. Una vez concluida la limpieza étnica (o religiosa), los aliados iniciales -como "Los hombres luchando con palos", los pies hundidos en el lodo, de Goya- se masacraron. Los musulmanes bosnios perdieron. El puente, obra de un arquitecto musulman, saltó por los aires. Soldados españoles, enviados por la OTAN durante la guerra civil, tuvieron que defender la ruta que, de Sarajevo a la costa, pasaba por Mostar. Alguno ha muerto de cáncer. El gobierno español (al igual que cualquier gobierno, supongo) no puede reconocer públicamente que se emplearon bombas con uranio empobrecido.


Trece años más tarde, las huellas de la guerra son aún muy visibles. Viviendas unifamiliares abandonadas: quemadas, sin techumbre, con los muros exteriores carcomidos, como por una virulenta viruela, por la metralla; bloques de pisos, aún ocupados, con boquetes apresuradamente tapiados y muros que se abren peligrosamente apenas sostenidos por sarmientos metálicos retorcidos que asoman avariciosamente por los bloques de hormigón. Toda la ciudad está descolorida, lívida. Algún joven, con el rostro sucio y la expresión ida, pide limosna a quienes descienden de los autocares.


¿Toda? El puente, y el zoco que zigzaguea entre casones de piedra a lado y lado del puente, han sido reconstruidos por la Unión Europea. Algunas piedras fueron rescatadas del río, numeradas y remontadas. El pavimento presenta la gastada superficie de antaño. Gruesas grapas de bronce aún sostienen los bloques de la baranda maciza. Pero las piedras que componen el arco son nuevas, aserradas mecánicamente.

El puente, en verdad, es una ilusión, un decorado. O un símbolo. Hacía ya tiempo que no servía. El tráfico circulaba por un puente más reciente.

Igualmente, el zoco es una escenografía. Las tiendas están atestadas de recuerdos "orientales": bisutería; chillones disfraces, cargados de lentejuelas de hojalata, para la danza del vientre; teteras y bandejas repujadas; pipas de agua; ásperas alfombras granates; y de (supuestos) recuerdos de la o las guerras: cascos militares dañados, largos casquillos de bala, labrados para la ocasión, convertidos en bolígrafos o esbeltos floreros; alguna gastada cartera de cuero (con la cruz gamada estampillada). El bazar parece en ebullición. Los turistas desfilamos. Un sueño orientalizante. Suena el repiqueteo de un herrero martilleando un objeto de cobre. Pero ningún habitante de la ciudad, musulmán o cristiano, lo recorre ni compra allí. Las casas que lo bordean están casi todas vacías; es imposible vivir en ellas; las paredes, apresuradamente remozadas, pero los huecos carecen de marcos ni de cristales, y falta aún algún tejado (pero ya no hacen falta). Las mezquitas, restauradas y pintadas, convertidas en museos. Desde los patios ajardinados se disfruta de excelentes vistas fotográficas al puente. Lo que parece contar es la imagen de un modo de vida que ya no tiene razón de ser (algún vendedor porta un fez que le viene pequeño), compuesto para los visitantes, como si nada hubiera ocurrido. Por un momento, la ilusión se impone. Las árboles frondosos, en los márgenes del río, impiden ver qué es Mostar. Por suerte, posiblemente.

jueves, 13 de agosto de 2009

Las tres obras maestras de la retratística mesopotámica


Retrato de dignatario, cobre, finales del III milenio aC, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York



Retrato en bronce de Sargon I (fundador del imperio acadio), 2340-2284 aC, Museo Nacional de Irak, Bagdad




Retrato femenino, de Warka, hacia 3000 aC, Museo Nacional de Irak, Bagdad


Despúes de tanto happening vomitivo...
(cierre vacacional)

Un origen de la arquitectura moderna

(penúltima falta al cierre vacacional)

El abuso de la belleza. La estética y el concepto del arte, de Arthur C. Danto, es el segundo - recomendable- libro de este verano con vistas a la preparación del nuevo curso.

Forma parte de una trilogía dedicada a la suerte del arte contemporáneo occidental en los últimos cincuenta años. Aunque recurre excesivamente (lo que el propio autor reconoce) al ejemplo de las Cajas Brillo de Warhol, las nítidas diferencias que establece de manera convincente entre arte y belleza, belleza estética y belleza artística, belleza y embellecimiento, y belleza natural, belleza artística y belleza "posibilista" (el maquillaje, por ejemplo) son clarificadoras.
Los ejemplos a veces dificultan seguir el hilo, pero el tono irónico y la claridad expositiva diferencian positivamente los textos de Danto de otros, tan abstrusos, dedicados al arte (que casi nunca incluye la música, la literatura, la danza, el teatro y la arquitectura) actual.

El abuso al que el libro se refiere es el mismo que Rimbaud decía practicar: no se trata de un exceso de belleza sino de un daño voluntario inflingido a esta cualidad sensible. La belleza debe ser violada.

Hegeliano confeso, Danto cita una frase de la Crítica del juicio de Kant. La traducción que propone es más clara que la canónica española (no he leído aún la brillante traducción catalana de Jéssica Jacques, una de las mejores enseñantes de teoría del arte en España, de la Universidad Autónoma de Barcelona):

"cabría agregar muchas cosas a un edificio para el inmediato deleite del ojo, con tal que no se tratara de una iglesia".

Esta frase forma parte de un corto párrafo que continua del modo siguiente (cito la versión española más conocida):

"podría embellecerse una figura con toda clase de rayas y rasgos ligeros, si bien regulares, como hacen los neozelandeses con sus tatuajes, si no tuviera que ser humana, y ésta podría tener rasgos más finos y un contorno de las formas de la cosa más bonita y dulce, si no fuera porque debe representar un hombre o un guerrero" (párrafo 16).

Kant relaciona los tres tipos de creación o representación: puntos y coma separan las frases.

Los tatuajes de "pueblos primitivos" (de los que Kant tuvo que tener noticia gracias a las exploraciones etnográficas llevadas a cabo a finales del s. XVIII) impiden que la persona tatuada (o que su representación artística) sea reconocida como humana. Estos ornamentos metamorfosean a la persona. Podrían elevarla, pero, sin duda, para Kant, la degradan. La convierten en una figura no humana, es decir, posiblemente, bestial (Kant era seguidor de Rousseau, pero su concepción del "primitivo" no parece coincidir con la del "buen salvaje" rousseauniano).

Del mismo modo, la elección de un modelo de rasgos finos (o de un adolescente) y su representación mediante un trazo armonioso, impiden que la figura pueda ser interpretada como la de un guerrero. De nuevo, la belleza del modelo, y el embellecimiento -o la representación manierista o rococó- de la figura, transforman a ésta: ya no puede ser juzgada como una representación convincente o conveniente de un guerrero. Es como si el dibujante hubiera faltado a las recias y adustas características formales y morales del soldado. Éste no puede ser lánguido ni estar emperifollado.

El daño que causa la ornamentación y la representación preciosista en una figura debe ser similar al que causa la decoración en una iglesia. Kant no precisa qué tipo de ornamentación, pero unas líneas más arriba se refiere a "dibujos a la grecque, la hojarasca para marcos, papeles pintados" (ejemplos de un arte sin sentido). Podríamos añadir: tallas doradas, estatuas (angelotes o putti, decoraciones en forma de rocalla), frescos, frisos, mosaicos, vidrieras coloreadas emplomadas, etc. Es decir, la habitual ornamentación churrigueresca católica. Para Kant, estos recargados añadidos impiden que el edificio sea una iglesia, o que ésta sea vista como una iglesia. La profanan. Y el daño es de orden tipológico (la iglesia no parece una iglesia) o funcional (nadie entrará en ella cuando busque una iglesia), pero también teológico. La iglesia ofrece una mala imagen, o una imagen inadecuada de la divinidad. La afectación del edificio afecta a la divinidad.

¿La solución? Despojar la construcción de ornamentos dañinos y utilizar tipologías reconocibles. Kant cita varias: iglesia, palacio, arsenal, quinta. Aunque solo cita explícitamente a la iglesia como ejemplo de un edificio al que la decoración (excesiva o no) le falta gravemente al respeto. La iglesia tiene que estar desnudada. Su "verdad" debe resplandecer en ausencia de cualquier motivo añadido. La grandeza de la divinidad es así expresada.

El mismo Danto menciona que la cita de Kant, que refleja el puritanismo protestante, hubiera satisfecho a Loos y a los racionalistas. Desde luego, muestra que el credo de las vanguardias arquitectónicas, cuando supuestamente Dios había muerto, era religioso. La "verdad" a la que el ornamento faltaba era teológica.

De algún modo, los bloques cubicos denudados del racionalismo eran las nuevas iglesias. Cuando algunos teóricos modernos destacaban que las fábricas eran las nuevas catedrales no sabían (o sí) cuánta razón tenían.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Mi casa


(antepenúltima falta al cierre vacacional)

(Los profesores solemos aprovechar las vacaciones de verano para leer y releer, ampliando, actualizando y recordando conocimientos para el nuevo curso. Entonces, podemos explicar libros recién leídos, o basarnos en ellos, lo que evita por unos días la pensosa sensación de repetirnos cansinamente año tras año).

Estos días, "toca" La odisea de Homero.
Un libro sobre problemas domésticos, y las consecuencias de la falta de un hogar. El palacio de Ulises (u Odiseo) y Penélope está invadido por unos aprovechados que tratan de hacerse con la casa y esposar a Penélope (a cuyo nuevo matrimonio, por ley, ella no puede escapar si no obra una causa mayor, que ella no cesa de azuzar -el tejido del velo nupcial, que se apresa a deshacer por la noche), ya que Ulises lleva años fuera de casa guerreando en Troya. El palacio se ha convertido en un infierno (explícitamente comparable al de Agamenón, asesinado por Egisto, el amante de su esposa Clitemnestra; el prototipo del hogar -y del linaje- maldito, del "no-hogar"), del que incluso Telémaco, el hijo de Ulises y Penélope, está a punto de partir, por consejo de la diosa Atenea, para tratar de averiguar si su padre está vivo.

Pero la guerra ha terminado hace tiempo. La mayoría de los guerreros han regresado. Ulises es el único que no logra hallar el camino de vuelta, pese a contar con el apoyo de la mayoría de los dioses, de Atenea especialmente. Hace todo lo que puede. Desciende incluso al Hades para interrogar a los muertos acerca de la suerte de su hogar.
Se lo impide Poseidón (el constructor de las murallas de Troya, padre del gigante Polifemo, dotado de un solo ojo), el dios de los mares, que no perdona a Ulises que haya cegado a su hijo.

Poseidón reina en el espacio más inhóspito -más opuesto a la calidez del hogar- que quepa imaginar: el ponto, en cuyo seno se mueven criaturas escurridizas, frías y mudas -los peces- como las almas de los difuntos. El mar es visto como una imagen del mundo de los muertos -y una entrada a él.
Poseidón, además, era el dios de las entrañas de la tierra (donde también se lamentan los difuntos) (algunos estudiosos piensan que el Poseidón infernal podría tratarse de una divinidad distinta al del Poseidón marino -o de un Poseidón primitivo que solo reina en la tierra-, pero el Poseidón que aparece en La odisea, remueve tanto el mar como la tierra). Los poderes de Poseidón son la causa de los terremotos (y maremotos). Cuando la tierra tiembla, las casas se derrumban. Los hogares se desahacen. Poseidón es la divinidad que reina sobre los espacios y las fuerzas que se oponen al espacio habitado: el ponto mortífero (en o sobre el que es imposible trazar líneas que permitan orientarse: la estela de los barcos se cierra al momento) y las fuerzas telúricas. Su mismo hijo Polifemo está dotado de todas las características del ser incivilizado: no cultiva la tierra, no construye casas, no realiza sacrificios en un hogar, y come carne cruda.

La odisea es un relato épico sobre las causas y las consecuencias de la falta de un hogar: el hombre vuelve a su condición errante y ya solo le cabe esperar el momento de acceder a la última morada.

martes, 11 de agosto de 2009

El verdadero creador (arte visceral)



Zeigt (1969): performance por el accionista vienés Otmar Bauer

Bauer es agricultor, hombre de campo, en alemán

Y esta es mi sangre...



Sauce (1974): performance del artista californiano Paul McCarthy

Opus Dei


La fe mueve montañas (o la solución a la crisis de la construcción)
Foto: Barcelona, 9 de agosto de 2009
(interrupción temporal del cierre por vacaciones)