Las ciudades griegas no cesaban de hacerse la guerra. Se enfrentaban pero se reconocían, incluso cuando una dominaba a la otra, como poseedoras de unas mismos valores o creencias: hablaban dialectos griegos y compartían unas mismas divinidades, pese a que cada santuario estaba dedicado a una manifestación de la divinidad que no tenía por qué casar con la de otro templo.
Sin embargo, raramente se enfrentaban a invasiones no griegas. Las guerras médicas fueron una larga excepción, hasta la invasión definitiva macedónica. No parece que los griegos tuvieran diferencias irreconciliables con los fenicios, pese a explorar unos mismas costas, y no se dieron guerras entre ciudades griegas y los imperios egipcio (aunque existieron colonias griegas en el delta del Nilo), neo-asirio y neo babilónico. Tampoco los celtas causaron problemas.
Los extranjeros, a los que se daba entrada en la ciudad, si eran de ascendencia noble, eran griegos -o, con mayor precisión, hablaban griego (la nacionalidad griega no existiría hasta el siglo XIX). Por tanto, se les podía -se les debía- conceder la hospitalidad y sellar acuerdos de buena vecindad. Ningún grecoparlante tenía que encontrarse con las puertas cerradas. Las leyes que regulaban sus vidas eran parecidas.
Los enfrentamientos entre pueblos muy distintos se dieron ya en época helenística y posteriormente romana. Fue entonces cuando se trazaron fronteras que tenían que defenderse. Los romanos aceptaban la llegada de "bárbaros" en los territorios que controlaban; podían incluso conceder el estatuto de ciudadano a quien no hablaba latín -o griego-, pero estas concesiones no se daban en caso de violentos enfrentamientos. Las ciudades, las casas daban la espalda a quienes eran percibidos como invasores, destructores del orden romano. Fue en época romana cuando la palabra latina hospes, que hasta entonces significaba tanto huésped -es decir, a la persona a quien se acogía en el seno de una casa, invitándole a compartir techo y alimentos- cuanto quien concedía la hospitalidad, cambió de significado. Ya no designaba a un próximo, a un conocido, sino a un extraño. De hospes se pasó a hostis (hospes y hostis eran palabras emparentadas, con una misma raíz; y esta diferencia tan importante de significado no es extraña o gratuita. En ambos casos quien llega es un desconocido, no forma parte de un clan o de una familia. Pero mientras que, en tanto que el desconocido es percibido como un hospes, se buscan lo que se pudiera tener en común, un idioma, unos valores o unas creencias, en tanto que hostis se señala todo lo que nos separa): un enemigo, opuesto en todo a quien, hasta entonces, le habría recibido con los brazos abiertos.
Esta cambio de percepción de quien tenemos ante nosotros no se ha dado solo en Roma.
martes, 20 de agosto de 2019
lunes, 19 de agosto de 2019
Comunidad
Munus, en latín, era un sustantivo que tenía varios significados, bien entrelazados. Munus era, en primer lugar, una función, un cargo público. Este oficio, en el doble sentido de la palabra -una tarea institucional, y también manual, profesional-, se manifestaba a través de unos gestos, unas acciones. Se trataba de un trabajo que se tenía que cumplir, un deber. Una actuación que incidía en la vida pública, que afectaba, en principio para bien, la vida de las personas cercanas. Munus también designaba el fruto de dicha intervención, su resultado. Se trataba de una obra bien hecha. En este caso, munus era lo que "un" cargo entregaba a quienes le rodeaban y dependían de sus acciones y decisiones. Munus, por tanto, era un servicio público, y quienes lo realizaban eran servidores, personas serviciales: funcionarios al servicio de los demás, entregadas en la mejora de las relaciones entre miembros de una misma comunidad. Munus era un presente llevado a cabo y entregado por el una figura atenta (a las necesidades y requerimientos públicos). En tanto que aportación, munus era un regalo o un don brindado, graciosamente, por una figura pública (por ejemplo, juegos y espectáculos financiados y promovidos por estas personas escogidas).
Pero, en la antigüedad, un don no era gratuito. no era una gracia. Los dones se insertaban en un juego de ofrendas y recibimientos, que debían regularse y practicarse so pena de poner en peligro las relaciones tejidas por el tránsito constante de regalos y ofrendas que mantenían vivos los recuerdos, que recordaban la presencia de los demás, favorecidos o desfavorecidos. Los habitantes competían para saber quien era capaz de desprenderse de lo que tenía, es decir, quien tenía más. No se trataba de ser desprendido sin esperar nada a cambio. Por el contrario, quien ofrecía un don espera una contrapartida. Los que habían recibido un don se sentían deudores. Y tenían, pues, que compensar con un don aún mayor, dones que circulaban de mano en mano, permitiendo que todos los miembros pudieran disponer, en un momento u otro, de bienes recibidos durante un tiempo, antes de volverlos a poner en circulación, devolviendo el favor a quien lo había realizado en primer lugar.
Una comunidad era, así, un grupo que compartía unas cargas, haberes y deberes. Poseían, entre todos, unos bienes que pasaban de mano en mano. Cada miembro tenía la obligación de atender a los demás, sin quedarse con todo para siempre, sin acaparar nada. Los bienes solo se poseían un tiempo, antes de devolverlos a la comunidad. Se trataba de una asociación asistencial que compartía la abundancia y la miseria, sabiendo que nada se obtenía o se ganaba para siempre y que nadie quedaría desvalido permanentemente sin posibilidad de salir a flote.
Los miembros de una comunidad se ayudaban mutuamente -otra palabra derivada de munus-: eran capaces de ponerse en el lugar del otro, conociendo sus necesidades y sus aspiraciones. Una comunidad era una estructura que ayudaba a entenderse, aceptarse y ayudarse -sabiendo que toda ayuda no implicaba superioridad ni condescendencia sino la capacidad de simpatizar, sabiendo que un día, uno se encontraría en el lugar, en la misma situación que el otro, que compartirían bienes y faltas.
Pero, en la antigüedad, un don no era gratuito. no era una gracia. Los dones se insertaban en un juego de ofrendas y recibimientos, que debían regularse y practicarse so pena de poner en peligro las relaciones tejidas por el tránsito constante de regalos y ofrendas que mantenían vivos los recuerdos, que recordaban la presencia de los demás, favorecidos o desfavorecidos. Los habitantes competían para saber quien era capaz de desprenderse de lo que tenía, es decir, quien tenía más. No se trataba de ser desprendido sin esperar nada a cambio. Por el contrario, quien ofrecía un don espera una contrapartida. Los que habían recibido un don se sentían deudores. Y tenían, pues, que compensar con un don aún mayor, dones que circulaban de mano en mano, permitiendo que todos los miembros pudieran disponer, en un momento u otro, de bienes recibidos durante un tiempo, antes de volverlos a poner en circulación, devolviendo el favor a quien lo había realizado en primer lugar.
Una comunidad era, así, un grupo que compartía unas cargas, haberes y deberes. Poseían, entre todos, unos bienes que pasaban de mano en mano. Cada miembro tenía la obligación de atender a los demás, sin quedarse con todo para siempre, sin acaparar nada. Los bienes solo se poseían un tiempo, antes de devolverlos a la comunidad. Se trataba de una asociación asistencial que compartía la abundancia y la miseria, sabiendo que nada se obtenía o se ganaba para siempre y que nadie quedaría desvalido permanentemente sin posibilidad de salir a flote.
Los miembros de una comunidad se ayudaban mutuamente -otra palabra derivada de munus-: eran capaces de ponerse en el lugar del otro, conociendo sus necesidades y sus aspiraciones. Una comunidad era una estructura que ayudaba a entenderse, aceptarse y ayudarse -sabiendo que toda ayuda no implicaba superioridad ni condescendencia sino la capacidad de simpatizar, sabiendo que un día, uno se encontraría en el lugar, en la misma situación que el otro, que compartirían bienes y faltas.
domingo, 18 de agosto de 2019
KATHERINE LINN SAGE (KAY SAGE, 1998-1963): CIUDADES EN RUINAS Y FIGURAS VELADAS
Giorgio de Chirico: La surprise, 1914 (adquirido por la artista)
Norteamericana acomodada, formada en Italia, viviendo en Roma y en Venecia antes de la Segunda Guerra Mundial, Kay Sage no fue aceptada por los artistas surrealistas precisamente a causa de su fortuna, pese a que Breton y otros artistas vivieron a su costa, y aprovecharon las ayuda que les brindó para emigrar a los Estados Unidos huyendo de la Alemania nazi y el París ocupado por los alemanes.
Ni siquiera se sabe si su segundo esposo, el pintor surrealista Yves Tanguy (alcohólico) la aceptó, dado el maltrato psicológico y físico a la que la sometió hasta el final.
Con la muerte de Tanguy, a mitad de los años 50, Sage dejó de pintar hasta que se suicidó a principios de los años sesenta.
Oscurecida por la fama y la obra de Tanguy, y hoy casi olvidada, las pinturas de Sage, marcadas por las obras metafísicas de de Chirico -una de cuyas obras emblemáticos adquirió- representan ciudades desoladas, a medio construir. Más que ruinas, ciudades decaídas por el tiempo, son ciudades, en territorios planos que se pierden hasta el horizonte, sin obstáculos, cuya construcción ha quedado detenida, quedando tan solo estructuras, marcos de puertas y de ventanas (quizá de madera, la madera estructural con la que su padre hizo fortuna), que, en ocasiones, acogen o encierran a figuras humanas enteramente veladas.
Tan solo una reciente exposición en un remoto pueblo no lejos de Boston (EEUU), le ha devuelto cierta visibilidad. Era la quinta muestra antológica en cincuenta y cinco años.
sábado, 17 de agosto de 2019
RICHARD WILLIAMS (1933-2019): THE LITTLE ISLAND (LA ISLA PEQUEÑA, 1958)
Excelente (multipremiado) cortometraje de animación sobre las conflictivas relaciones entre las personificaciones de los tres valores que guían las acciones humanas: la Belleza, que persigue la creación artística, el Bien, que alienta las relaciones humanas, y la Verdad, que orienta el conocimiento del mundo.
Perfecta introducción para las facultades de humanidades, Bellas Artes y Arquitectura.
El animador y director británico-canadiense ha fallecido hoy: es más conocido por su excelente (y muy posterior) largometraje de animación y personajes reales ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988).
JULIUS VON BORSODY (1892-1960), HANS ROUC (1893-1963) & STEFAN WESSELY (1888-1935): EL TEMPLO DE ASTARTÉ EN SODOMA (MICHAEL KERTÉSZ -MICHAEL CURTIZ-, : GOMORRAH. DIE LEGENDE VON SÜNDE UND STRASSE /GOMORRA. LA LEYENDA DEL PECADO Y EL CASTIGO) (1922)
Véase a partir de 1:06:00
Comentábamos, en una entrada anterior, la influencia de los libretos de ópera y de la escenografía en el siglo XVIII, cuyos temas, casi siempre mitológicos, procedían a menudo del Antiguo Testamento y de textos y tragedias griegos, referidos a figuras históricas, legendarias o mitológicas del Próximo Oriente antiguo, tanto de dioses como de héroes y mortales. El origen bíblico o griego de las fuentes literarias utilizadas por los libretistas, que destacaban la crueldad, la desmesura y el lujo de los personajes, posiblemente contribuyó a forjar el imaginario mesopotámico oriental, oponiéndolo al clásico (greco-latino, y cristiano), poblado de figuras e historias desmesuradas, desordenadas y deshumanizadas.
En el siglo XX, sin embargo, el cine ha sustituido a la ópera, proporcionando historias escenificadas descomunales y delirantes. La imagen de Babilonia -la ciudad del vicio y la locura- se ha forjado en gran parte a través de la película muda Intolerancia, de Griffith.
Gomorra, del austríaco Kertész (Curtiz, ya en los Estados Unidos, tras la Segunda Guerra Mundial, director de la también célebre Casablanca, la ciudad musulmana de todos los tráficos y trapicheos que también influyó en nuestro imaginario de Oriente), también muda, se concibió como una una respuesta a Intolerancia. La escena cumbre tiene lugar en el templo de la ciudad de Gomorra. Dedicado a la diosa Astarté -una divinidad reiteradamente protagonista de óperas del siglo de las Luces, por su carácter apasionado y cruel-, el templo fue proyectado por el arquitecto y escenógrafo Borsody. Fue el mayor decorado cinematográfico, levantado al aire libre (no cabía en ningún estudio) hasta entonces.
Poco tiene que ver con templos fenicios. Por el contrario, se inspira de los zigurats asirios y babilónicos, mesopotámicos en general, con relieves de toros alados en las esquinas y frescos de animales por la fachada. Hoy, sería un perfecto ejemplo de arquitectura post-moderna.
La asociación con Babilonia -una avenida procesional, por donde pasean a una gran estatua de la diosa Astarté, representada como una odalisca desnuda, tan solo portando un ligero velo que le cubre la cara por debajo de los ojos- lleva al zigurat (recordemos que un zigurat no es un templo, sino una parte de un recinto sagrado, posiblemente la base de un templo ubicado en las alturas en el que, quizá, se representaría el encuentro entre el rey y la divinidad, entre el cielo y la tierra)- la torre de Babel acentuaba el carácter orgiástico de la ciudad de Gomorra, merecedera del castigo divino, una evocación que quizá resonara de manera extraña en la Europa Central del periodo de entreguerras, asociada, precisamente a la decadencia babélica.
viernes, 16 de agosto de 2019
DOMÈNEC (DOMINGO) TERRADELLAS Ó TERRADEGLIAS (1713-1751): MESOPOTAMIA Y LA ÓPERA
Para escuchar la ópera entera, "clique" aquí.
Diderot, en El sobrino de Rameau, lo menciona: Dominique Michel Barnabé Terradeglias - oTerradellas.
Se trata de Domingo, Domenico o Domènec Terradellas, uno de los mejores compositores de ópera del siglo XVIII. Nacido en Barcelona, formado quizá en el coro de la catedral barcelonesa, desarrolló toda su carrera en Italia. Seguramente, hoy, ha caído en el olvido -aunque el Festival Grec de Barcelona, en 1998, rescató una de sus óperas, sin aparente continuidad desde entonces, salvo la interpretación concertante de la ópera Sesostris, en el Auditori de Barcelona en 2010.
Su importancia, sin embargo, reside, no sé si en su música, o en los temas de sus óperas, los libretos (escritos por otros autores, como el poeta italiano Piero Metastasio, libretista de los principales compositores del siglo XVIII, como Vivaldi, Gluck y Mozart, cuyos mismos textos sirvieron a decenas o centenares de músicos) -: Astaté, Semiramis, Artajerjes; Dido y Mitrítades, todos, figuras reales o míticas, humanas o divinas, conocidas a través de textos bíblicos, griegos y romanos (antes del descubrimiento y el desciframiento de la escritura cuneiforme, y de textos árabes y otomanos) del Próximo Oriente Antiguo.
Cabría entonces preguntarse por la difusión, a través de la ópera, y no solo o no tanto a través de los textos sagrados, como el antiguo Testamento, y textos griegos como las Historias de Herodoto, a través de Europa, del imaginario mesopotámico (y del orientalismo), entre un siglo y apenas unas decenas de años, de las primeras misiones militares y arqueológicas occidentales por el Próximo Oriente, desde el Levante hasta Mesopotamia propiamente dicho.
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