sábado, 29 de septiembre de 2012

El imaginario espacial sumerio

La intuición que los arqueólogos que excavaban en el sur de Iraq en los años veinte acerca de la posible ubicación de las ciudades sumerias cerca del mar, pese a que hoy -al igual que a principios del siglo XX- se hallen en medio del desierto, se ha confirmado hoy: estudios recientes, tanto sobre el terreno cuanto a partir de fotografías por satélite, parecen indicar que las primeras ciudades del sur de Mesopotamia, en los quinto, cuarto y tercer milenios aC, se situaban cerca del delta de los ríos Tigris y Éufrates o, incluso, en medio de éste. Las urbes se habrían asentado sobre un sinnúmero de islas formadas por depósitos de juncos, separadas por canales naturales. Junto con las ciudades, vías de comunicación, terrestres, marítimas y fluviales, habrían creado una extensa red que habría cubierto la llanura desde Bagdad hasta el mar.
La red habría tenido tanta importancia que un rey como Shulgi, que se consideraba como un dios en la tierra, en la segunda mitad del tercer milenio, se vanagloriaba de las ciudades y los templos que había construido, pero sobre todo, de la red viaria (canales y caminos).

Los pueblos y las ciudades, y las vías, constituyen dos polos contrapuestos del imaginario espacial. Uno invita al asentamiento, al recogimiento; el otro, al desplazamiento.
Los mitos, las epopeyas, los himnos sumerios cuentan un gran número de viajes: viajes a ciudades vecinas o hasta los límites del mundo. Los dioses tambien no cesaban de viajar; Inana, la diosa de la fertilidad y la destrucción, se aventuró hasta el corazón de los infiernos. Los dioses -sus estatuas de culto durante las procesiones anuales- tambén se desplazaban de un templo a otro: iban a visitar a dioses parientes.
El movimiento constante parece que constituía un "estado" ideal, la condición deseable de la vida. La naturaleza ofrecía la imagen de un movimiento, lento y perpetuo. Las aguas cargadas de limo del Tigris y el Éufrates, se desplazaban lenta y majestuosamente, serpenteando por los mendros que no parecían querer llegar nunca al mar; la alta vegetación marismeña -juncos, cañas, papiros- se agitaba incesantemente a la merced del viento que, cuenta la epopeya de Gilgamesh, hablaba a través de las cañas, cuyas afiladas hojas cortaban las réfagas, que sacudía.

Las ciudades o ciudades-estado, estaban casi siempre enfrentadas. Paro parece que la astucia más que la violencia regía las relaciones urbanas. Ninguna ciudad parecía querer dominar el territorio. Escaramuzas, pactos, asedios también pautaban la difícil convivencia, pero no parece que se hubiera producido guerras sin cuartel.Las ciudades medían su fuerza, pero, salvo a finales del tercer milenio, ninguna pudo, quizá ninguna quiso o se imaginó en esa tesitura violenta, acabar con el resto de las ciudades.

Lo que las ciudades-estado bucaban más bien era establecer pactos. En el imaginario sumerio, los seres humanos estaban de paso. Al contrario que algunas ciudades griegas, muy posteriores, y a la equipareción entre tierra y sangre que ha asolado Europa desde el siglo XIX hasta hoy en día, las ciudades sumerias no se presentaban como hijas de la tierra; no creían tener raices profundas. Los lazos más sólidos se establecían con el resto de las comunidades, no con la tierra. Nadie se hubiera presentado como un autóctono, brotado de la tierra y, por tanto, con todos los derechos sobre ésta, lo que le hubiera incapacitado para entender, acoger y albergar al otro.
Las ciudades no poseían barrios especializados, ni cada clase social poseía un barrio en exclusiva. Nobles y artesanos compartían el espacio. Las clases sociales y profesionales tendían a mezlarse, a encontrarse.
El diálogo, el juego, las triquinuelas, y no la violencia política, religiosa o étnica, eran los instrumentos que regulaban las relaciones intercomunales. Aunque casi todas las ciudades estaban rodeadas de murallas, éstas tenían una menor función defensiva que símbólica: expresaban que los habitantes habían decidido compartir un espacio de convivencia. La mezcla, y no la segregación, o la expulsión, regulaba las organizxación social urbana.
Hoy más que nunca deberíamos quizá volver la mirada a Súmer. Si aún estuviéramos a tiempo.

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