sábado, 22 de febrero de 2025

Bulo

 En la Grecia antigua, se distinguía cuidadosamente entre la mentira y el engaño. Pseudos era una mentira piadosa. Pese a la condena de la mentira y del ocultamiento de la verdad, Platón era consciente que no toda verdad debía ser divulgada, sino que sólo podía ser compartida por un reducido círculo de elegidos que decidían entonces acerca de lo que se podía anunciar como, por ejemplo, el dudoso comportamiento de dioses como Zeus, aficionado al rapto, el estupro  y el asesinato, al igual que se hijo predilecto, el dios Apolo. Muchachos y muchachas debían cuidarse mucho de mostrarse excesivamente en público, so pena que los dioses se fijaran en ellos. Y no digamos de la ansiosa Afrodita, que no hacía sino seguir la senda de la diosa mesopotámica del deseo creativo y destructivo, la diosa Inanna o Ishtar. Caer en sus redes era fatal. No se contaba el número de amantes a los que llevaron a la muerte tras haberlos utilizado.

En estos casos, era mejor que los ciudadanos no supieran nada o creyeran en el (incierto) comportamiento ético de los dioses, y los consideraran como figuras modélicos, ejemplos de sobriedad, contención y lucidez.

La defensa de la mentira política, a cargo del gobernante ilustrado, se basaba en la necesidad de mantener el orden público y de evitar el desánimo o la furia ante la divulgación de ciertos comportamientos de figuras sobrenaturales que se suponía debían dar el ejemplo de cómo actuar ante la turbación de los sentidos, hechos perturbadores como la excesiva belleza de Semele o de Ganímedes, o las bravuconerías de Niobe jactándose de ser más prolífica que la austera diosa Leda que solo tuvo dos hijos.

Por el contrario, el engaño -apate, en griego- era despreciado. Era la actitud del que miente para hacer daño. Insulta, ridiculiza, sin base alguna, solo para desprestigiar, o vanagloriarse. El engaño era despreciable porque no beneficiaba a nadie. Antes bien, solo sembraba la cizaña. Despertaba sospechas, causaba recelos, incitaba a la murmuración y la maledicencia, y, en suma, así como pseudos ocultaba lo que podía dañar la convivencia en el seno de una comunidad, apate ere el germen de lo que acabaría por disolver las buenas relaciones en un grupo y enfrentar entre sí a sus miembros.

Siguiendo en esta línea, inspirado en reflexiones de la antigüedad, el ensayista francés Montaigne, en el siglo XVI, distinguía entre la mentira y la acción de mentir. Una mentira, sostenía, aportaba, de buena fe, una información errónea. Quien decía mentiras no actuaba a sabiendas de la falsedad de lo enunciado. Él era la primera víctima del error -que arrastraría a toda una comunidad, sin quererlo ni pretenderlo. Creía en lo que comunicaba, y creía en la necesidad de divulgar una información que había aceptado. Esta equivocación podía ser dañina, pero no había sido enunciada para hacer daño algunos 

Mientras que quienes mienten, mienten a sabiendas, continúa Montaigne. Conocen la verdad, que Montaigne no concibe como dañina o perturbadora, pero no la comunican. Saben que lo que cuenten no es cierto. Solo pretender confundir, alentar en falsas esperanzas, despertar ilusiones infundadas. Un bulo es, literalmente, una bola: una pompa de jabón henchida de aire, fascinante por irisada, liviana y perfecta, pero vacía: no contiene nada, o solo la nada. Los mentirosos juegan con la credulidad del público. Lo embaucan, lo desprecian. Manipulan y se burlan de él. Actúan como si fueren superiores y la comunidad ciega, incapaz de discernir la verdad, y solo digna de ser utilizada en beneficio de quien la seduce y le hace creer en lo que no es.

No, Montaigne no era un adivino que pronosticó lo que acontecería en el primer cuarto del siglo veintiuno -lo que quizá siempre ha ocurrido, ya sea en el cielo o en la tierra. Solo no se miente ni se cuenten mentiras en el infierno; quizá por eso el Hades sea un infierno. 







No hay comentarios:

Publicar un comentario