martes, 6 de diciembre de 2011
jueves, 1 de diciembre de 2011
Martin Crimp (1956): The City (La ciudad) (2011)
"La Ciutat", a la Sala Beckett from El Pla B de BTV on Vimeo.
(Lectura del dietario de Clair por parte de su marido, real o imaginario, Chris):
"Cuando era joven- más joven que hoy- cuando era otra persona, diríamos -distinta de la persona que ha escrito eso hoy-, y antes de que me ganara la vida como traductora -encontrando un refugio como decía un escritor "como un alcohólico se refugia en el alcohol"-, antes que eso creía realmente que había une ciudad interior en mí -una ciudad inmensa y variada, llena de plazas arboladas, de tiendas y de iglesias, de calles secretas, de puertas escondidas que conducían a escaleras que ascendían hasta habitaciones llenas de luz dónde las ventanas estarían moteadas por gotas de agua, y donde en cada gota de lluvia se vería la ciudad entera, al revés. Habría zonas industriales donde los trenes aéreos desfilarían ante las ventanas de las fábricas y de los centros de congreso. Habría escuelas donde, cuando la circulación de los coches se ralentizaría, se podría escuchar a los niños jugar. Las estaciones en la ciudad serían diferentes: cálidas noches de estío donde cada uno dormiría con la ventana abierta, o bien quedaría sentado en el balcón en ropa interior, bebiendo una cerveza de la nevera -y en invierno, las mañanas heladas cuando la nieve se hubiera instalado en los patios de los inmuebles y se mostraría la nieve en la tele y que la nieve en la tele sería la misma nieve que en la calle, echada a un lado para dejar paso a los habitantes camino del trabajo. Y estaba convencida que en esta ciudad, mi ciudad, encontraría una fuente inextinguible de personajes y de historias que alimentarían mi trabajo de escritora. Estaba convencida que para ser un escritor me bastaría con viajar hasta esta ciudad -está dentro de mí- y anotar lo que descubriría.
Sabía que sería difícil llegar hasta esa ciudad. No sería como tomar el avión hacia Marrakech, por ejemplo, o a Lisboa. Sabía que el viaje podría durar días o incluso años. Pero sabía que si lograba encontrar esa ciudad, y si era capaz de describir esta vida, las historias y los personajes de la vida, entonces yo misma - es lo que me imaginaba- podría volverme viva. Y he acabado por llegar a mi ciudad. Si. Oh, si. Pero cuando la he alcanzado he descubierto que había sido destruida. Las casas habían sido destruidas, al igual que las tiendas. Los minaretes yacían en el suelo al lado de las flechas de las iglesias. Los pocos balcones que se podían contar estaban aplastados contra la acera. No había niños en las áreas de juego, solo marcas de color. Buscaba habitantes para escribir sobre ellos pero no había habitantes, solo polvo. Buscaba a gente que se aferrara aun a la vida -¡qué historias podrían contar!- pero incluso aquí -en las tuberías, el subsuelo -en el sistema del metro subterráneo- no había nada -ni nadie- tan solo polvo. Y este polvo gris, como la ceniza de un cigarrillo, era tan fino que había penetrado en mi pluma e impedido que la tinta llegara hasta la hoja. ¿Eso era lo que realmente había en mi? Empecé llorando pero acabé dominándome y luego durante un momento traté de inventar. Inventé personajes y los he situado en mi ciudad. (...) Era una verdadera lucha. Pero no se animaban. Vivían un poco -pero solo como un pájaro torturado por un gato puede vivir en una caja de zapatos. Me costaba hacerles hablar normalmente -y sus historias se hundían a medida que las contaba. A veces los disfrazaba como disfrazaba a mis muñecas cuando era una niña. Les ponía vestidos raros pero luego tenía vergüenza. Y cuando me miraban, me miraban con un aspecto -como se lee en los libros -"acusador".
Entonces abandoné mi ciudad. No era una escritora -eso al menos estaba claro. Querría decir cómo el descubrimiento de mi propia vacuidad me entristeció, pero la verdad es que escribiendo eso no siento nada, salvo que me saco un peso de encima".
Fue entonces cuando Chris, el marido de Clair, le preguntó, ahíto, si él también era un personaje que había sido creado por ella.
Ciudad, de Martin Crimp, se representa en varios teatros europeos, entre esos la Sala Beckett, de Barcelona, en un montaje, y con actuaciones, admirables.
Quizá la mejor obra de teatro que se pueda ver hoy.
La mejor reflexión sobre la ciudad moderna.
Eso es lo que tendríamos que enseñar en las escuelas de arquitectura. O quizá no. Eso no se enseña. Se descubre. Demasiado tarde.
(Traducción: Tocho)
Dieter Roth (1930-1998): Canciones de Cadaqués (1976)
El artista suizo Dieter Roth decidió unir vida y arte: las obras vivirían, y morirían. Serían creadas y se desharían, se descompondrían. Durarían la que duraría la materia orgánica (con la que está moldeada el mundo y nosotros). El paso del tiempo sería visible: Evolucionarían al mismo tiempo que nosotros.
Por eso, Roth trabajó con materias como la leche cuajada, el queso, el puré de plátano o el chocolate. La obra no sería imperecedera. Las generaciones venideras no cargarían con las pretensiones, las futilidades de quienes les habían precedido. Nada quedaría, nada tendría porque quedar.
Roth también compuso. La obra monumental Tibidabo registraba los aullidos de un perro en la montaña "sagrada" de Barcelona durante veinticuatro horas: una obra imposible de escuchar, perecedera porque el olvido le era consustancial.
Canciones de Cadaqués es otra célebre composición en la que la música que resulta de una acción intencionada se mezcla con la pulsión animal, que es la que acaba configurando la pieza. De nuevo, el tiempo crea y destruye la obra. El artista no es ajeno a su obra, como tampoco lo es el espectador o el oyente. Los tres están a la merced de lo que la naturaleza "decide". Nada merece ser preservado, pues solo cuenta el hacer, cuyo gesto apenas prolonga una obra que le sobrevive un tiempo.
Se puede escuchar una de las Canciones de Cadaqués en:
http://ubumexico.centro.org.mx/sound/roth_dieter/musik/Roth-Dieter_Musik_06_Canciones-De-Cadaques_1976.mp3
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