viernes, 27 de enero de 2012
Hierapolis Castabala
Fotos: Tocho, enero de 2012
No lejos de del palacio neo-hitita de Karatepe Aslantas, a los pies de una colina boscosa, sobre una ladera apenas inclinada, culminada por un repecho rocoso, se disponen las ruinas de una fundación helenística: Hierapolis Castabela, la Ciudad Santa.
Se trata de un pequeño asentamiento, del s. IV aC, agrandado en época imperial romana.
Las ruinas no han sido excavadas. Las piedras yacen en la hierba. Caídas o sepultadas, el mármol, pulido, que brilla por la lluvia, motea las húmedas praderas.
Se trata de una ciudad típicamente romano-imperial en Oriente, de origen helenístico. El modelo es idéntico al de Apamea o Palmyra. Se estructura alrededor de un eje central, una amplia avenida pavimentada con grandes placas de mármol exagonales, perfectamente encajadas, bordeada de pórticos columnados, detrás de los cuáles se disponían comercios.
Este eje asciende suavemente y conduce a un pequeño teatro (uno de los más hermosos que se recuerda). Las gradas de piedra volcánica, bien talladas y conservadas, se disponen sobre una ladera. Túneles o criptopórticos soportan el peso. El escenario, originariamente delimitado por un frente esculpido, mira hoy hacia las termas romanas, de amplias bóvedas de ladrillos enlucidos de ocre.
Vertiginosos acantilados de piedra dorada, casi rojiza, se alzan a lo lejos. Un buen número de tumbas fueron excavadas en lo alto de estos paramentos, dispuestos como telones hacia un mundo petrificado. Fachadas esculpidas enmarcan la puerta de las tumbas. Su ubicación, en las alturas, impedía que los espíritus quedaran contaminados por la tierra, y pudieran ascender más fácilmente (se trata de un rasgo oriental, licio o lidio, por ejemplo, muy alejado de las prácticas funerarias greco-romanas). Estas masas rocosas escarpadas, de desnudas paredes, que se destacan sobre el cielo, conforman una segunda ciudad, de alta silueta recortada, que domina la ciudad de los vivientes.
Un gélida ventisca huracanada barre la parte superior del teatro, al pie de las tumbas. El teatro, que ofrece, por unos momentos, una nueva y mejorada vida, se halla no lejos de la ciudad de los muertos que se abre a una nueva y definitiva vida ultraterrena. La vida que el teatro muestra se desarrolla en el escenario, observada desde lo alto, mientras que la vida de ultratumba acontece en lo alto, casi en contacto con el cielo. En ambos casos, teatro y cementerio, constituyen imágenes mejoradas, aunque inaccesibles, de la vida urbana.
Caen los primeros copos. Regresamos al vehículo. Pronto la nieve cercenará la carretera camino de Gaziantep, sepultada por la primera nevada del siglo. ¿Los muertos?
El templo de la luna (Harran, 2)
1: Camino de Harran
2 - 6: Primeras excavaciones en el tell de Harran (2: la llamada Casa de Sara y Abraham, estructura asiria)
7: Lastra de piedra con el sol y la luna grabados
8: Fortaleza otomana construida sobre el templo de la luna
9 - 11: modelos de carros de terracota asirios (II milenio aC), hallados en tumbas (Museo Arqueológico de Gaziantep)
12: Ruinas de la mezquita en Harran. Se trata de la primera mezquita construida en Turquía. Omeya, del s. VIII, poseía una torre para la observación astral (sin duda, una influencia Sabea), aún en pie, y disponía de una universidad y un hospital.
Fotos: Tocho, enero de 2012
En 395, el emperador Teodosio ordenó la clausura del templo dedicado a Sin, el dios mesopotámico de la luna, en la ciudad asiria de Harran (hoy en la frontera turco-siria).
Hijo de Enlil, el vengativo dios de las tormentas, Sin era una de las divinidades principales del panteón mesopotámico (sumero-acadio, babilónico, asirio). Reinaba entre los vivos y los muertos: la suerte del universo estaba en sus manos. Los ciclos vitales dependían de él.
El cierre del gran santuario de la luna, en un momento de decadencia de los cultos politeístas y auge del cristianismo, no puso fin al culto de Sin. De hecho, Sin fue la divinidad cuyos ritos perduraron más tiempo. Los primeros testimonios remontan al tercer milenio aC; los últimos, al siglo XVII dC.
En efecto, en Harran, con la caída de la religión mesopotámica, cobro auge la religión (o la filosofía acaso) de unos gnósticos llamados Sabeos (no confundir con los Sabianos, que aún viven en Iraq). Aparecieron hacia el siglo III dC. Mezclaban la filosofía neo-platónica, con el culto astral babilónico.
Creían en una divinidad suprema, sin duda única. De hecho, los sultanes toleraron a los Sabeos por considerarlos seguidores de un único dios, al igual que los hebreos, los cristianos y los musulmanes. Solo a partir del siglo XII, con el endurecimiento de la religión musulmana, los Sabeos empezaron a ser perseguidos. Ni cristianos, ni musulmanes, practicaban una religión cuyo dios era una concepto o un valor.
Esta divinidad ordenaba el universo a través de emanaciones o hipóstasis suyas: unas figuras casi angelicales que se manifestaban a través del movimiento perfecto de siete planetas (que correspondían a los siete días de la semana): Helios, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus, Saturno; el lunes estaba dedicado a la luna. Es decir, a la cara visible de Sin. La luna era la sucesora, y la hija de Helios. El sol y la luna eran los astros principales que desarrollaban los mandatos del Ser Supremo. La perfecta alternancia de frío y calor, luz diurna y luz nocturna, día y noche, seco y húmedo regulaban el cosmos y lo mantenía en vida. El sol y la luna eran los "motores" o agentes del universo. Traducían el verbo del dios supremo en órdenes y fuerzas adaptadas al mundo material. Del mismo modo, el alma de los fieles tenía que llegar al doble círculo del sol y de la luna para alcanzar a vislumbrar, gracias a la perpetua luz astral, el verdadero conocimiento (divino).
No es casual que los Sabeos tuvieran su centro de culto en Harran y poblaciones cercanas. Eran los directos sucesores de los adoradores de la luna, entre los que quizá se encontrara Abraham a quien se atribuía la construcción del templo de los Sabeos. Se decía que el mismo Abrahem había sido un seguidor de Sin, y subió de Ur a Harran en peregrinaje en pos del astro nocturnal.
Hoy Harran es un tell (una colina artificial) que destaca en la llanura de la Mesopotamia del norte. El yacimiento está apenas excavado, y el templo de la luna yace sepultado bajo una fortaleza otomana construida sobre los cimientos del templo; ésta, de algún modo, mantiene la presencia de uno de los principales templos de la antigüedad.
En un día húmedo, gris y gélido como hoy, bajo una luz cerúlea, y el reflejo en los charcos plateados, todavía se percibe el poderoso influjo de la luna en Harran.
jueves, 26 de enero de 2012
El palacio del bosque de los placeres cotidianos (Karatepe Aslantas).
Fotos: Tocho, enero de 2012
El rey neo-hitita Azatiwatas (s. VIII aC) se hizo construir una fortaleza, o un pabellón de caza, rodeada de una extensa muralla, en lo alto de una colina, cubierta por un tupido bosque de pinos, aislado de cualquier asentamiento, en Karatepe Aslantas (sur de Turquía).
Los muros exteriores de la fortaleza, hoy destruida, se ornaban con poderosos relieves, de un metro y medio de alto, esculpidos en bloques de basalto. Mostraban escenas de la vida de la corte y del ámbito familiar: banquetes, conciertos, danzas, el rey oliendo una flor, una madre amamantando a su hijo, un barco, de perfil egipcio, bogando por un río. Leones, de fauces abiertas, blandiendo afilados colmillos, guardaban las puertas.
Los relieves y los leones, así como una estatua monumental del rey, de pie sobre dos toros, de unos tres metros de alto, se han conservado casi íntegros. Y hoy se exhiben en medio del mismo bosque en el que, un día, fueron montados para mostrar la vida regulada que el monarca llevaba.
Los hititas constituyeron uno de los tres grandes imperios, junto con los babilónicos y los asirios, que dominaron el Próximo Oriente antiguo en el segundo milenio aC. Tras un eclipse, resurgieron en la primera mitad del primer milenio aC, antes de sucumbir ante los asirios.
Estaban asentados en Anatolia, pero llegaron a dominar el Levante (el Mediterráneo Oriental), y tomaron Babilonia.
Eran muy distintos al resto de los grandes pueblos del Próximo Oriente antiguo. Fueron quizá el pueblo más humano, Proscribieron la ejecución capital. Creían en la necesidad del ser humano. Por esto, fundaron la vida comunitaria en el derecho. No eran las leyes divinas, sino humanas, las que regulaban la vida en sociedad. Algunos estudiosos han comparado a los hititas con los romanos. Sin embargo, la crueldad, a la que era proclibe la cultura romana, no se percibe en el mundo hitita.
Su concepción del cielo era singular. Sabían que los dioses eran omnipotentes, pero también sabían que no eran infallibles. Por eso, consideraban que los hombres no eran unos miserables, como pensaban los babilónicos y los asirios, sino que su misión en la tierra era completar y corregir la creación y las decisiones divinas. Los seres humanos no eran los sirvientes de los dioses, y menos sus esclavos, sino que ponían freno a los actos erróneos de aquéllos.
Así, la creación humana era necesaria. La arquitectura era el ate mayor. Palacios y ciudades (los hititas nunca construyeron templos, pues no quería que los dioses -por los que sentían más impaciencia que admiración, como si la vida fuera mejor si no existieran- se instalaran entre los humanos) se construían sobre riscos. No tenían que tocar el lodo o la tierra. Las rocas eran los huesos de la tierra, y las edificaciones las coronaban, como si fueran la carne que los huesos necesitaban. Así, las construcciones humanas daban cuerpo, o forma, a las creaciones, esquemáticas, de los dioses.
Karatepe Aslantas, edificado en lo alto de un peñasco rodeado de bosques, constituía un retiro. En él, el rey se apartaba de los problemas, para convivir consigo mismo y con los suyos. El palacete o el pabellón proclamaba las virtudes de la vida terrenal, los placeres de la vida cotidiana, lejos de la observación divina. El rey se recogía en armonía consigo mismo y con sus semejantes.
La ideología hitita se transfirió a Grecia. Algunos valores como la dignidad del hombre sabio que Platón proclamó, aduciendo que el sabio podía alcanzar el conocimiento que en principio solo estaba al alcance de los dioses, ya estaban en la concepción del hombre y de la vida hititas.
Karatepe Aslanta es un hermoso ejemplo de armonía entre la vida humana y la naturaleza. Bien conservado, tiene aún la capacidad de ilustrar sobre determinados valores que, tras la caída del imperio hitita, tardarían en ser recuperados. Para algunos, aún no se han reestablecido totalmente.
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Arte antiguo,
El sueño de una sombra
miércoles, 25 de enero de 2012
Çatal Hüyük
Nota: La imagen del fresco es una réplica. El original, framentado y en mediocre estado se halla en el Museo de Ankara
El asentamiento de Çatal Hüyük (en el sur de Turquía, cerca de la ciudad de Adana, no lejos de los montes Tauro) existío durante unos mil años, entre el 7000 y el 6000 aC.
Hallado por el arqueólogo británico James Mellaart en 1959, ha sido excavado en dos etapas, en los años sesenta, y desde los años noventa, si bien solo una mínima parte de las 15 hectáreas ha sido desenterrada. Básicamente, tres áreas han sido despejadas, de unos cien por cincuenta metros de planta cada una, separadas entre sí.
La casi totalidad del montículo, formado por un gran número de niveles, correspondientes a distintas fases del pueblo a lo largo del tiempo, espera aún ser explorado.
Se ha escrito que se trata de uno de los primeros asentamientos permanentes de la historia, tan bien planificado, y tan extenso (vivían unas quince mil personas, tantas como en la Atenas clásica), que se ha pensado que ya era una ciudad, cuatro mil años antes que las primeras ciudades de la historia, en el sur de Mesopotamia (Iraq).
Las viviendas tenían una planta cuadrada, organizada alrededor de un pequeño patio, quizá descubierto. Estaban todas dispuestas según un eje norte-sur. Los muros eran de ladrillos de adobe, sin duda moldeados (los primeros ladrillos fueron inventados poco ates de la fundación del poblado. En algunos casos se conservan con una altura de casi un metro. Todas las viviendas, sin duda solo con una planta baja, tenían la misma superficie, por lo que se supone que la sociedad era aún igualitaria. Estaban dispuestas formando un mosaico. Las paredes exteriores estaban unidas, por lo que el poblado carecía de espacios públicos (calles y plazas). El acceso se realizaba por el tejado: una escalera de mano descendía desde una trampilla en la terraza. Es posible que no todas las viviendas tuvieran la misma altura, por lo que todas las terrazas juxtapuestas y escalonaban conformaban un único espacio transitable y público del que se accedía a las distintas viviendas.
Los muros interiores estaban encalados. La cal, en ocasiones era utilizada para formar relieves. Se han encontrado elementos del ajuar doméstico, depósitos de granos y quizá líquidos, y hogares. Las casas carecían de muebles. Sin embargo, el suelo presentaba desniveles que configuraban distintos espacios. Una de las estancias estaba cubierta por una tarima, bajo la cual se depositaban los restos descarnados de los difuntos que seguían, así, en su morada. Unas cuatro o cinco estancias compartimentaban el espacio interior, que comprendía una zona de cocina, despensas, y una pequeña sala para deshechos. La cal que recubría muros y suelos permitía mantener los interiores limpios.
Las casas, pese a tener ocho o nueve mil años, no se distinguen demasiado de viviendas tradicionales actuales. Los gruesos muros de adobe, y la ausencia de oberturas (el humo del hogar salía al exterior por la trampilla de acceso), permitía mantener una temperatura bastante agradable, pese que al exterior, en invierno, como ahora, con el montículo cubierto de nieve, helaba.
Además de las casas, perfectamente ensambladas, en mejores condiciones que casas de pueblo medievales, ocho mil años más tarde, lo que más ha sorprendido han sido los bienes muebles y las pinturas. Una estatuilla de terracota, representando a una mujer gruesa y desnuda, sentada en un trono flanqueado por dos fieras (o dos tallas con fieras), de unos treinta centímetros de alto, que parece estar dando a luz (aunque este motivo es difícilmente reconocible, y no queda claro que la estatua represente a una mujer dando a luz), junto a efigies pintadas y esculpidas de toros, o a estatuas de cabezas astadas, ha dado pie a suponer un doble culto a una diosa madre y a su esposo o hijo, un toro, como si estos dos seres simbolizaran las dos funciones básicas que mantenían el poblado en pie y, al mismo tiempo, explicaban su fundación: la ganadería y la agricultura. Otros estudiosos, sin embargo, han asociado estas efigies no a divinidades sino a ancestros, y han supuesto que se quería insistir en la importancia de las mujeres y los varones en la organizacíoó y la pervivencia de los clanes familiares, basadas en el intercambio de mujeres y la existencia de hijos que mantenían a las familias asentaban en un mismo lugar.
Al mismo tiempo, se ha supuesto que estas imágenes pintadas o moldeadas se hallaban en espacios funcionalmente distintos: no habrían sido espacios profanos, domésticos, sino sagrados, santuarios. Éstos, sin embargo, presentan la misma disposición que las viviendas.
Estas interpretaciones se basan, en verdad, en una célebre estatuilla femenina (el el Museo de las Civilizaciones Anatólicas de Ankara), y en algunas pinturas y estatuas o relieves de toros o de bucráneos. Cabe plantearse si se puede llegar a descifrar la organización social, o el imaginario de un pueblo, que se mantuvo durante mil años, con unas pocas imágenes. Nada impide pensar que la estatuilla femenina representara a una mujer real, y que los toros mostraban las preciadas posesiones de un clan, que vivía tanto de la ganadería cuanto de la caza, del uro, en especial.
Las imágenes bien pudieran ser el testimonio del orgullo de los habitantes que mostraban sus más preciados bienes.
Este orgullo por estar en este lugar, esta identificación con el poblado, el territorio, un determinado espacio, quizá explique un insólito fresco: una representación única que muestra a Çatal Hüyük, mostrado en planta (constituyendo el primer mapa de la historia), a los pies de un volcán en activo (que efectivamenteguepardo, ya que la interpretación del monte o de la fiera no es fácil. En cualquier caso, el fresco opondría el espacio urbanizado, perfectamente regulado, ante la naturaleza desatada (ya sea en forma de una montaña explosiva, de cuyas entrañas, conectadas al mundo de los muertos, brotaba la obsidiana con la que tallaban afiladas lamas y espejos, ya sea de una fiera, que encarnaba, al mismo tiempo, la vitalidad concedida a los jóvenes cazadores). El "pueblo", así, se habría identificado con su pueblo.
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