sábado, 1 de enero de 2022

JEAN BALLADUR (1924-2002): LA GRANDE MOTTE (1962-1972), O EL MODERNO ZIGURAT













Dibujos: Centro Georges Pompidou, Paris











































 Fotos: Tocho, diciembre de 2021


Los sarcasmos, las rechiflas se han acallado. La pesada medalla “Patrimonio Nacional” ha sido entregada con la seriedad afectada requerida,  -y ha salvado una obra, una ciudad, cuya mirada dirigida hacia ella, otrora venenosa, se ha transfigurado. La Grande Motte es una ciudad de vacaciones que despierta ls sonrisa y la nostalgia, en su impoluto traje blanco, perfectamente conservado entre las nervaduras de los pinos, las cañas y los canales.
Jean Balladur, turco nacionalizado francés, nacido Justo tras el desmantelamiento del imperio otomano, estudió  filosofía; fue discípulo de Sartre, antes de dedicarse s la arquitectura. No retuvo la amarga pomposidad de su mentor teórico.
La Grande Motte evoca los felices años sesenta franceses. La antítesis de Benidorm, la otra ciudad vacacional mediterránea. Frente a la angosta verticalidad de la ciudad alicantina, la amplitud, la horizontalidad -pese a la altura de ciertos bloques escalonados, que lejos de despuntar al cielo, se dejan vencer por los vientos, hinchar y retorcer como veletas, y contrastan con volúmenes bajos  que culebrean por entre las dunas - de un asentamiento, agazapado detrás de las dunas, y expandiéndose en la pineda que adquiere en ocasiones aires de modesta selva tropical, bien planteado con amplias calles y plazas entrelazadas, volcadas al mar.
La Grande Motte es la obra de diez años, en un territorio virgen, sin raíces ni referencias -que mira sin embargo hacia las pirámides precolombinas y los zigurats mesopotamicos-, y que conjuga con desenvoltura formas extraídas de esqueletos de monstruos prehistóricos propios de un Museo de las Ciencias Naturales, que tanto gustan a los niños, con referencias a Disney -esas curvas sacadas de Mickey Mouse-, el Pop Art, Tati y Le Corbusier -sin la adustez ni la autocomplacencia del arquitecto suizo. Balladur es el rococó de Le Corbusier. Fragonard levantándole juguetonamente las faldas de los pesados ropajes de los adustos devotos jansenistas de Port Royal, cosquilleando la severas elucubraciones de Poussin.  El hormigón, desplegado en piezas recortadas sorprendentes de un puzzle que componen fachadas y volúmenes, nunca es pesado. Los edificios se coronan con mechones, con dientes de sierra que no inquietan, y los parques abrazan juegos infantiles que son una versión reducida de los edificios grandullones. La Grande Motte, en perfecto estado de conservación, sin una arruga, como una Doris Day hecha piedra, es la joie de vivre encapsulada de los “felices años sesenta”, un Chandigarh o una Brasília que no intimida, que invita a recorrerla como en un permanente decorado felliniano, en compañía de una alegre y ruidosa banda de muchachos y muchachas  con la sonrisa en los labios, ironizando y admirando tanto desparpajo y sabiduría. Lo que hubiera podido ser un siniestro parque temático se ha convertido en la imagen de un tiempo pasado inevitablemente mejor que ya no volverá. El sueño de todo arquitecto: evocar o suscitar felicidad consciente de su fragilidad -y del artificio que la envuelve.