lunes, 2 de junio de 2014

La reina Puabi y el tesoro de las Tumbas Reales de Ur.




A principios de 1928, el arqueólogo Charles Leonard Woolley hallaba lo que pronto llamó la tumba de la reina Puabi -un sello cilindro permitió saber el nombre de la difunta-, cubierta, al parecer, por un manto de perlas de oro y piedras preciosas y coronada por una tiara aun más aparatosa. Ya desde mediados del año anterior, el hallazgo de tumbas con ajuares funerarios de metales y piedras preciosos había llevado a Woolley a anunciar el descubrimiento de las Tumbas Reales de Ur.
Dicho anuncio llegaba a buena hora. Un año antes, Carter había revelado al mundo, gracias a la prensa, la tumba inviolada del faráón Tutankhamon, rebosante de "tesoros", y se estaba llevando todas las ayudas y la fama.
Por otra parte, era necesario que se hallara en tierras sumerias tesoros aun más fabulosos. Se sostenía que la cultura occidental no podía provenir de la semita -estamos ya a finales de los años veinte, y los estudiosos germánicos imponen sus ideas-, y hasta ahora los "sumerios" -que, se indicaba, no eran, como los babilonios y... los egipcios, semitas- solo habían dado barro a la historia. Si Occidente venía de Grecia, y Grecia no tenía nada que ver con Egipto, debía, por el contrario, entroncar con otra raza aria: los semitas. No podía ser que no hubieran producido deslumbrantes tesoros.

Leonard Woolley, su esposa Katherine, y el epigrafista francés, Legrain, de la misión arqueológica anglo-norteamericana de Ur, decidieron modelar la testa de la reina, cuyo cráneo, por desgracia, muy maltratado, se había conservado parcialmente. Sobre dicha testa, se dispondrían las joyas restauradas y remontadas -según el gusto de los años 20, involuntariamente, ya que las piezas se hallaron tan dispersas que la reconstrucción de los collares se hizo por intuición-: la reina sumeria Puabi ensombrecería al débil faraón Tutankhamon.
La escultura se realizó bajo los auspicios de Katherine Woolley -con la desaprobación severa de Legrain. Se ha especulado quien fue la modelo. La asirióloga e historiadora norteamericana Jean Evans ha escrito que algunas mujeres iraquís posaron. Pero el modelo más utilizado fue una fotografía de Greta Garbo.
La elección del modelo era lógica. Una reina, que tenía que competir con el embrujo de Tutankhamon, tenía que poseer unos rasgos perfectos; y fascinantes. La actriz sueca encarnaba la máxima distinción y elegancia. Y sus rasgos eran modélicos.
Que el rostro de una actriz de Hollywood hubiera sido el modelo de la reconstrucción de la faz de una reina sumeria otorgaba a ésta el carácter ideal necesario. Adquiría así la intangibilidad de una estrella. Más que distante se volvía inmaterial. Alcanzaba el mundo de los sueños.
Pero la imagen escogida pertenecía a la película Mata-Hari, de 1931: una espía, seductora y engañosa.
El aura de la reina Puabi se cargaba así de cierto carácter misterioso, casi maléfico, que cuadraba bien, en el imaginario occidental, con la imagen de una reina oriental, perteneciente a tiempos, no bárbaros, pero si muy anteriores a Grecia, unos tiempos que vieron el nacimiento del arte, un arte, por tanto, primitivo, que a Grecia le incumbiría pulir hasta la suprema elegancia clásica.
Puabi tenía que ser perfecta, mas de una perfección que no fuera la perfección clásica; una perfección teñida de un velo inquietante, enigmático. Los ojos grandes, las cejas pronunciadas, la boca bien dibujada le otorgaba un aire casi duro -que no empañaba la lisura de los rasgos, pero sí los dotaba de un carácter moral: el que tenía que tener una reina cuyos funerales exigieron sacrificios humanos, como en la noche de los tiempos que la luz griega disiparía.
La faz de Puabi, tal como se concibió a finales de los años veinte dice mucho más sobre nuestro imaginario, nuestros miedos y nuestra manera de ver o temer el mundo, lógicamente, que sobre la percepción del mundo por parte de los sumerios.

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