domingo, 18 de febrero de 2018

La huella

Una bofetada deja una huella. La marca roja da la mano. La forma de los dedos impresa. Una huella física y psicológica. Temporal o permanente. A veces la piel no se recupera, y la huella perdura como un recordatorio visible de un encuentro o un desencuentro violento. La bofetada deja trazas indelebles. Todo el mundo que la contempla sabe qué ha ocurrido. La marca es un símbolo parlante. No deja lugar a duda alguna. La huella cuenta una historia que acaba abruptamente o prosigue con negros presagios. La presión (violenta) no cesa. El pasado, el presente y el futuro se resumen en esa placa amoratada que cubre un rostro.
Una huella resulta de la aplicación de un ente (un miembro, un objeto) sobre una superficie. Ésta recoge las "huellas" (dactilares) de lo que se ha posado y se ha ejercido una cierta presión. Las huellas son el verdadero rostro de quien las deja voluntaria o involuntariamente. Conducen, remiten a quien ha estado allí.
Las huellas solo cobran sentido cuando lo que -o quien- las ha impreso ha desaparecido. Son la prueba visible de lo que ha ocurrido. Son un texto que cuenta lo acaecido. Pistas que llevan hasta la verdad, hasta quien ha marcado un lugar, un ser o un ente. La huella apunta a un paso. Algo o alguien ha pasado. Pertenece al pasado, mas su paso escuece: las huellas no siempre se borran, no deben borrarse, salvo cuando el pasado se clausura o se quiere cerrar. La huella es una herida abierta que solo podrá cicatrizar y desvanecerse cuando el autor de la impronta vuelve al lugar y cubre, sin violencia, la marca que ha dejado, reconociendo el acto ejecutado. La marca rememora un hecho o un acto e invita a tenerlo presente, a recordarlo o revivirlo -para que no vuelva a ocurrir más.
Entre las huellas ejemplares se hallan las marcas de las manos en las paredes rocosas de las cuevas, las figuras en el espejo, las marcas en el suelo, las imágenes que formamos y plasmamos. Entre éstas, el paradigma de la huella: el rostro ensangrentado del hijo de dios, camino del Calvario. inscrito en un paño tendido por Verónica para aliviar el sufrimiento, y convertido en el prototipo de todo retrato. Una tela que recogió todos los rasgos y la expresión de un condenado. Un testimonio veraz del padecimiento de un hombre-dios, torturado y ejecutado por ser quien era y por lo que sostenía. El único testimonio de la venida de la divinidad entre los mortales, tras su muerte, resurrección y ascensión. Quedaron tan solo los testimonios verbales y escritos de quienes lo vieron o lo soñaron, y gráfico, ejecutado mágicamente: una imagen de un rostro que coincidía punto por punto con éste, y que legitimaba la representación plástica de la divinidad -una imagen realizada por la propia divinidad, convertida en modelo ejemplar de toda imagen, cuya "virtud" principal consistía en mostrar para siempre lo acontecido.
Esta imagen (el llamado velo de la Verónica) conservaba una parte del rostro de la divinidad: la sangre, el sudor y el polvo del camino ascensional. De algún modo, la imagen robó parte del rostro. Éste quedó expuesto. Perdió su condición anónima. La imagen proclamó la dolorida presencia del modelo. El dolor no pudo ser borrado. La imagen testimoniaba, una y otra vez, que la tortura había acontecido. No se podía obviar, olvidar.
Las imágenes nos recuerdan lo que queremos y no queremos recordar. Muestran lo que no siempre querríamos mostrar, lo que no querríamos que hubiera ocurrido. Son una parte del modelo arrancado y proyectado sobre la tela que registra todo lo ocurrido.
La imagen, por tanto, tiene la capacidad de dañar al modelo, porque impide que las heridas se cierren, porque cuentan la verdad -que quizá no se quisiera que se supiera-. El olvido, necesario en ciertas condiciones, no puede actuar. tropieza, una y otra vez, con la existencia, con la verdad de lo ocurrido. No querríamos siempre testigos de lo que hacemos o sufrimos. No todos los actos son memorables. quizá la vida no lo sea. Pero la imagen nos pone ante los ojos lo que no queremos ver. Nos fuerza a mirar, y a admitir, lo que pasó. El pasado vuelve a la memoria, se presenta nuevamente. Para que asumamos un pasado al que hemos dado la espalda.
La imagen es un grito.
Por esto, tantas culturas han prohibido las imágenes (naturalistas o no). Hacen demasiado daño. Las heridas, que no han cerrado sino que tan solo fueron cubiertas por el olvido, vuelven a sangrar. Esperando ser sanadas esta vez.
La imagen recuerda la próxima venida. Y el final de los tiempos. Anhelado o temido.   

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