sábado, 10 de febrero de 2018

Satrapía

La ciudad-estado de Atenas, en el siglo V aC, se sentía orgullosa de su sistema político. El territorio se gobernaba desde la capital. Las leyes y su aplicación estaban en manos de diversas asambleas, muchas de las cuales tenían su sede en el centro de la ciudad -el ágora. Unas asambleas dictaminaban leyes y otras velaban por su correcta aplicación. Estas asambleas, a su vez, se dividían en vez: asambleas en la que participaban representantes de los diversos estamentos -político, económico, militar- y distritos (instituidos de manera a que acogieran a personas y familias no unidas por lazos de sangre a fin de evitar presiones y corruptelas) que configuraban la ciudad-estado, y asambleas, con un número menor de participantes, formadas por representantes de las distintas facciones de las asambleas mayores. De este modo, la aplicación de la leyes era más efectiva y rápida. Al mismo tiempo, quienes formaban parte de las distintas asambleas, siempre elegidos por votación, no podían permanecer en el cargo más de un tiempo limitado; en ocasiones, la rotación se producía cada veinticuatro horas.
Los atenienses sostenían que su sistema político se oponía al de las satrapías persas. Éstas consistían en delegaciones locales, a manos de sátrapas, del poder imperial. El emperador estaba refugiado en una capital lejana -situada en Persia-, voluntariamente aislado de todos, rodeado tan solo por una corte de fieles, pero sus órdenes imperiales debían cumplirse, aplicadas por delegados suyos, los sátrapas, con escaso o nulo poder de decisión. El ordenamiento y la gestión del territorio, la dirección de súbditos dependía del buen querer del emperador. Éste obtenía el cargo hereditariamente, nombrado por el padre o el padre espiritual, mientras que los sátrapas, bendecidos por el emperador, eran escogidos por un consejo cercano al monarca.
El imperio persa duró lo que un suspiro.
Si hoy es martes...   

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