Voltaire fue uno de los primeros pensadores que ofrecieron una imagen matizada de Babilonia y la torre de Babel. Así como, en la Biblia, Babilonia era presentada como la Gran Prostituta, y la torre de Babel como un símbolo del orgullo humano -imagen que las iglesias reformadas, protestantes, ennegrecieron aún más, asociando Babel con la codicia papal y la construcción de la basílica del Vaticano, para Voltaire, Babel es el signo de la capacidad humana de superar sus limitaciones, siendo la ambición un sentimiento que anula la entrega, el abandono y el pesimismo ante la dureza de la vida.
Recordemos, sin embargo, que la escritora Cristina de Pisan, a finales del s. XIV, colocó a la mítica reina Semiramis, fundadora de Babilonia, como uno de los fundamentos de la proyectada Ciudad de las Mujeres -su célebre ensayo-, que remendaba la Ciudad de los hombres, la Jerusalén terrenal.
BABEL
I
Babel significa para los orientales «Dios Padre», «el poder de Dios», «la puerta de Dios», según el modo que se pronunciara la palabra. Por eso Babilonia fue la ciudad de Dios, la ciudad santa. Cada capital de nación se llamó la ciudad de Dios, la ciudad sagrada. Los griegos las llamaron todas Hierápolis, y tuvieron más de treinta ciudades de ese nombre. Torre de Babel significaba, pues, «la torre del Dios Padre».
Flavio Josefo dice que Babel significa «confusión». Calmet y otros afirman que Babel significa en caldeo «confundido», pero todos los orientales sostienen la opinión contraria. Si significaba «confusión», sería un extraño origen de capital de un vasto Imperio.
Los comentaristas se han esforzado en averiguar hasta qué altura llegó la famosa torre de Babel. San Jerónimo dice que tenía veinte mil pies de altura. El antiquísimo libro judío titulado Jacult le atribuye ochenta y un mil pies. Pablo Lucas dice que vio las ruinas (lo que es mucho ver), pero sus dimensiones no han sido las únicas dificultades con que han tropezado los eruditos.
Han querido averiguar cómo los hijos de Noé, «habiéndose repartido entre ellos las islas de las naciones, estableciéndose en diferentes países que cada uno hablaba su lengua, tenían sus familias y su pueblo particular», según dice el Génesis, se encontraron todos los hombres en seguida en la llanura de Sennaar, para edificar allí una torre, diciendo: «Hagamos célebre nuestro nombre antes que nos dispersemos por toda la tierra.»
El Génesis habla de los Estados que fundaron los hijos de Noé. No se ha podido averiguar cómo pudieron los pueblos de Europa, de África y de Asia reunirse completamente en Sennaar, hablando todos la misma lengua y teniendo una misma voluntad.
La Biblia coloca el diluvio en el año 1656 de la creación del mundo, y la destrucción de la torre de Babel en 1771, esto es, ciento quince años después de la destrucción del género humano y durante la vida del mismo Noé. Los hombres debieron multiplicarse con prodigiosa celeridad, y todas las artes renacieron en muy poco tiempo. Si reflexionamos en el sinnúmero de oficios diferentes que se necesitan emplear para construir una torre tan alta, nos asombra tan maravillosa obra.
Pero aún se nos presentan mayores dificultades, según atestigua la Biblia; Abraham nació cerca de cuatrocientos años después del diluvio, y ya habían existido una serie de reyes poderosos en Egipto y en Asia. En vano se empeñan Bochart y otros escritores doctos en recargar sus voluminosos libros de sistemas y de palabras fenicias y caldeas, que ellos no comprenden; en vano se esfuerzan en tomar la Tracia por la Capadocia, la Grecia por la Creta y la isla de Chipre por la isla de Tiro; no por eso dejan de nadar en el mar de una ignorancia que no tiene fondo ni playas. Hubiera sido más breve confesar que Dios nos dio, después de haber transcurrido algunos siglos, los libros sagrados para hacernos hombres de bien, y no para que fuéramos geógrafos, cronologistas y etimologistas.
Babel es Babilonia, y la fundó, según dicen los historiadores persas, un príncipe que se llamaba Tamurath. La única noticia que tenemos de esas antigüedades consiste en las observaciones astronómicas de mil novecientos años, que envió Callisteno, por orden de Alejandro, a su preceptor Aristóteles. A esa certidumbre debe unirse la gran probabilidad de que una nación que contaba con una serie de observaciones celestes de cerca de dos mil años debió fundarse y constituir una potencia considerable muchos siglos antes de hacer la primera observación celeste.
Es deplorable que ninguno de los cálculos de los antiguos autores profanos esté acorde con los de nuestros autores sagrados, y que ningún nombre de los príncipes que reinaron después de las distintas épocas en que se coloca el diluvio fuera conocido ni de los egipcios, ni de los sirios, ni de los babilónicos, ni de los griegos.
No es menos deplorable que no quede en el mundo, ni en los autores profanos, ningún vestigio de la torre de Babel ni de la historia de la confusión de las lenguas. Un suceso tan memorable permaneció desconocido para todo el universo, como los nombres de Noé, Matusalén, Caín, Abel, Adán y Eva.
Este contratiempo aguijonea más nuestra curiosidad. Herodoto, que viajó mucho, no menciona a Noé, ni a Sem, ni a Réhu, ni a Salé, ni a Nemrod. Nemrod es desconocido de toda la antigüedad profana. Sólo algunos árabes y persas modernos lo mencionan, falsificando los libros de los judíos. Para caminar por entre las ruinas de la antigüedad, no tenemos otro guía que la fe en la Biblia, que fue desconocida de todas las naciones del universo durante algunos siglos.
Herodoto, que con algunas verdades mezcla muchísimas fábulas, afirma que en su época -la de la mayor importancia de los persas, que eran soberanos de Babilonia-, todas las ciudadanas de esa famosa ciudad tenían la obligación de ir una vez durante su vida al templo de Mylitta, diosa que se cree que era la misma Venus Afrodita, a prostituirse a los extranjeros, y que su ley las mandaba recibir de ellos dinero, como tributo sagrado que se pagaba a la diosa.
Ese cuento, digno de las Mil y una noches, es del mismo género que el que Herodoto refiere en la página siguiente, en la que dice que Ciro dividió el río de la India en trescientos sesenta canales que todos tenían la embocadura en el mar Caspio. ¿Creeríais a Mezerai, si éste nos refiriera que Carlo-Magno dividió el Rhin en trescientos sesenta canales que desembocaban en el Mediterráneo, y que todas las damas de su corte estaban obligadas a ir una vez durante su vida a la iglesia de Santa Genoveva y prostituirse allí por dinero a todos los transeúntes?
Hay que fijarse además en que la fábula de Herodoto es más absurda en el siglo de Jerjes, que era cuando aquél vivía, de lo que lo sería en la época de Carlomagno. Los orientales eran mucho más celosos que los francos y los galos, y las esposas de todos los grandes señores de aquellos países eran vigiladas constantemente por los eunucos. Esa costumbre subsistía desde tiempo inmemorial. Hasta en la historia judía encontramos que cuando un pueblo pequeño deseaba, como los pueblos numerosos, que les gobernara un rey, Samuel, para que desistieran de esa idea y para conservar su autoridad, les dijo «que un rey los tiranizaría, que les cobraría el diezmo de las viñas y de los trigos para darlo a sus eunucos». Los reyes realizaron esa predicción, pues en el libro a que ellos dan título consta que el rey Acab tenía eunucos, y Joram, Jelín, Joaquín, Sedecías, los tuvieron igualmente.
Bastante tiempo antes el Génesis menciona también a los eunucos de Faraón, y dice que Putifar, que compró a José, era eunuco del rey. No es, pues, extraño que hubiera en Babilonia multitud de eunucos para vigilar a las mujeres, y era imposible que las obligaran a cohabitar por dinero con el primero que las solicitara. Babilonia, la ciudad de Dios, no era, pues, un vasto burdel, como se ha querido suponer. Esos cuentos de Herodoto, como todos los cuentos de esa clase, no son creídos por los hombres honrados, y ha progresado tanto la ilustración, que hasta las viejas y los niños no los creen. |
En nuestros días, sólo un hombre, Larcher, trató de justificar la fábula de Herodoto, y le parece que la referida infamia no tiene nada de particular. Trata de probar que las princesas babilónicas se prostituían por lástima al primero que llegaba, porque dice la Sagrada Escritura que los amonitas hacían pasar por el fuego a sus hijos cuando se los presentaban a Moloc; pero esa costumbre de algunas hordas bárbaras, la superstición de hacer pasar los niños por entre las llamas o quemarlos en hogueras sacrificándolos a Moloc, esos horrores iroqueses, propios de una horda infame, ¿tienen acaso algún punto de contacto con una prostitución increíble en la nación más celosa y más civilizada del Oriente conocido? ¿Lo que sucede entre los iroqueses puede ser una prueba de las costumbres de la corte de Francia o de la corte de España?
Refiere también dicho autor, como prueba, la fiesta de las Lupercales que celebraban los romanos, «durante la cual -según él dice- los jóvenes de la alta clase y los respetables magistrados corrían por la ciudad desnudos, con un látigo en la mano, dando latigazos a las principales damas que se acercaban a ellos sin ruborizarse, con la esperanza de tener por ese medio un parto feliz». En primer lugar, los distinguidos romanos a que alude es falso que recorrieran desnudos las calles; Plutarco dice que iban vestidos de la cintura abajo. En segundo lugar, por el modo de defender costumbres infames, parece que quiera decir el autor que las damas romanas se arremangaban las ropas para recibir los latigazos en el vientre desnudo, lo que es completamente falso. En tercer lugar, la fiesta de las Lupercales no tiene ninguna relación con la supuesta ley de Babilonia que manda a las mujeres, a las hijas del rey, de los sátrapas y de los magos, venderse y prostituirse por devoción a los transeúntes.
Cuando no se conoce el espíritu humano ni las costumbres de las naciones; cuando no se tiene más remedio que limitarse a compilar los pasajes de los autores antiguos, que casi todos se contradicen, debemos presentar con modestia nuestra opinión. Debemos saber dudar y sacudirnos el polvo del colegio, y no expresarnos nunca con insolencia que ultraje. Herodoto, Clesías, Dioro de Sicilia, refieren un hecho; lo leemos en griego, luego ese hecho debe ser verdadero. No es ésa la manera de raciocinar en Euclides; pero todavía es más sorprendente en el siglo XVIII, aunque siempre habrá más autores que compilen que autores que piensen.
No nos ocuparemos en este artículo de la confusión de lenguas que sucedió de repente durante la construcción de la torre de Babel, porque fue un milagro que refiere la Sagrada Escritura, y nosotros no explicamos ni examinamos los milagros.
Nos contentaremos con decir que la caída del Imperio romano no produjo más confusión y más lenguas nuevas que la caída de la torre de Babel. Desde el reinado de Augusto hasta los tiempos de Atila, de Clodovico y de Goudeband, esto es, durante seis siglos, terra erat unios habii, en la tierra conocida sólo se hablaba una lengua. Se hablaba en latín desde el Eufrates hasta el monte Atlas. Las leyes que gobernaban a todas las naciones estaban escritas en latín y el griego servía de diversión; el dialecto bárbaro de cada provincia sólo lo usaba el populacho. Pleiteaban en latín, lo mismo en los tribunales de África que en los tribunales de Roma. El habitante de Cornouailles que salía de su pueblo para viajar hasta el Asia Menor podía estar seguro de que le entenderían en todas partes en el largo camino que iba a atravesar. La lengua única fue un beneficio que los romanos hicieron a los hombres; éstos fueron ciudadanos de todas las ciudades, lo mismo en las márgenes del Danubio que en las riberas del Guadalquivir. En la actualidad, un hijo de Bérgamo que se dirija a los cantones suizos, de los que sólo le separa una montaña, necesita un intérprete como si fuera a la China. Ésta es una de las mayores calamidades de la vida.
II
La vanidad fue siempre la que hizo edificar los grandes monumentos, y por vanidad se edificó también la torre de Babel. «Construyamos -dijeron- una torre cuya cumbre llegue al cielo, y hagamos célebre nuestro nombre antes de dispersarnos por todo el mundo.» Esa empresa la acometió una tal Faleg, que tuvo a Noé por quinto abuelo. Como se ve, la arquitectura y todas las artes accesorias progresaron extraordinariamente en cinco generaciones. San Jerónimo, que dice que vio faunos y sátiros, no vio la torre de Babel; pero asegura que tenía veinte mil pies de altura, que no es una bicoca. El antiquísimo libro Jacult, que escribió un docto judío, demuestra que su altura era de ochenta y un mil pies judíos, y es sabido que el pie judío era poco más o menos de la misma longitud que el pie griego. Parece más verosímil que tuviera esas dimensiones que las que supone San Jerónimo. Esa torre subsiste todavía, pero ya no es tan alta. Varios viajeros muy verídicos la han visto. Yo, que no la he visto, no me ocuparé de ella, como no me ocuparé de mi primer padre Adán, con el que no tuve el honor de conversar. Pero consultad con el reverendo padre Calmet, que es hombre de ingenio sutil y profundo filósofo, y él os explicará detalles. No sé por qué dice el Génesis que Babel significa confusión, puesto que Ba, padre en las lenguas orientales, y Bel significan Dios; luego Babel debía significar la ciudad de Dios, la ciudad santa. Los antiguos daban este nombre a todas sus capitales. Babel significará confusión, ya porque los arquitectos quedaran confundidos después de haber verificado su obra, ya porque allí se confundieron todas las lenguas; y es evidente que desde entonces los alemanes ya no entendieron a los chinos, aunque si hemos de creer al sabio Bochart, el chino fue en su origen el mismo idioma que el alto alemán.
(Voltaire: Diccionario filosófico)
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