lunes, 5 de agosto de 2024

¡Fuera!

 Nota : En agosto, sin clases, quizá podamos echar la vista atrás pensando en lo que ha ocurrido, y prepararse por lo que puede ocurrir o para evitar que lo que aconteció vuelva a ocurrir.


De pronto, el profesor se calla. Interrumpe la explicación. Se queda quieto y tenso. Desciende a veces de la tarima y se dirige, casi siempre hacia las últimas filas de un aula atestada.

¡Fuera! ¡Fuera de clase! Y el alumno, nervioso o condescendiente, recoge sus cosas y sale. La clase reemprende. Ya no es la misma. Algo se ha quebrado. Quizá la confianza.

El grito puede también apuntar en dirección contraria: ¡No entre! ¡Ha pasado la hora! Algún profesor, incluso, atranca la puerta para impedir el acceso de un estudiante una vez la clase ha empezado -a la hora o a destiempo.

Fuera, fuera: ¿qué implica esta expresión pronunciada de malos modos, con cara severa, irritada o agria?

Fuera, en latín fuoris, es un adverbio que denota no una posición, sino un movimiento. No se está fuera, como si el no estar dentro designará un espacio propio, consustancial con quien está fuera, sino que se va fuera, nunca libremente,  sino por una orden de obligado cumplimiento. Fuera implica una expulsión. Se expele a quien no se acepta. La expulsión se logra mediante el ejerció de la fuerza: se empuja a quien se resiste a irse. Un atropello. El expulsado pierde sus derechos. Se le condena.

Las expulsiones acontecen, necesariamente en espacios acotados. La cota o el límite cualifica el espacio. Lo escinde entre el espacio de la bienaventuranza y el exterior, ilimitado, desordenado, en el que es inevitable perderse, perdiendo también los beneficios que aporta el estar dentro: la protección, la salvación, la redención de la presencia y el verbo de quien puede ordenarse que te alejes, amputándote del colección. La expulsión es siempre hacia un lugar sombrío. La luz, en efecto, solo brilla en ls iglesia. La calidez que impera dentro contrasta con el frío, la frialdad fuera. Uno queda desvalido, sin la validez que otorga la pertenencia a un grupo. Quien sufre una expulsión ha cruzado los límites de lo que se acepta o tolera en el seno de la comunidad o la iglesia.

Los espacios acotados y cerrados definen espacios segregados, separados del espacio no cualificado convencional. Se trata de un lugar especial, con unas leyes o reglas de comportamiento, de juego propias que no rigen fuera del nicho o del nido. Son unas leyes de obligado acatamiento. Quién es expulsado ha faltado a dichas leyes o las ha cuestionado. Ha desobedecido al mandato y, por tanto, ya no puede permanecer en el seno de la comunidad.

Tales lugares pertenecen a comunidades cerradas y, por tanto, excluyentes: áreas de juego, espacios sagrados, ejércitos, misiones, órdenes sectarias. Dentro, los miembros deben atender a las palabras del árbitro, el sacerdote, o el profesor. Literalmente, lo enunciado va a misa. Es incuestionable. Se escucha, se asume, se asiente, se obedece. La escucha puede no darse en realidad. Lo que cuenta es la imagen sumisa y devota. No es de recibo cualquier gesto no regulado, que no entra en la lista de movimientos que deben ejecutarse conjuntamente -levantarse, sentarse, arrodillarse, juntar u darse las manos, moverse rítmicamente, etc-, como buscar un teléfono móvil, teclear en un aparato electrónico, girar la cabeza para hablar en voz baja, cuando el silencio debe imperar al servicio de la voz del profeta, del mandamás, conlleva el alejamiento del grupo. Son gestos inaceptables, manifestaciones de ingratitud, cuendo deberíamos alabar incesantemente al buen pastor. La oveja negra -el color es simbólico, al igual que el animal escogido, símbolo de mansedumbre, salvo cuando adquiere un tono sombrío- es arrinconada, desestimada -pierde la estima, el aprecio, la honra, convirtiéndose en un don nadie-, y finalmente echada “fuera”. Al vacío, a las tinieblas, donde solo cabe la disolución, la pérdida de ligámenes , la desaparición.

Una secta está compuesta por seguidores -es lo que literalmente significa el verbo sequor, en latín: seguir-. Se sigue, se está de parte de quien lleva la voz cantante. Solo el líder tiene voz. Solo él o ella puede hablar. Los seguidores callan y asientes. Son todo oídos. Las palabras del líder son sagradas. De obligado cumplimiento. No se discuten. No hay discusión posible en el seno de una secta. 

¿Es lo que debería ser una clase? Un espacio acotado donde puede ocurrir lo que no tiene lugar “fuera”; un lugar de calma y reflexión, ajeno al ruido externo, a las prisas, las presiones que rigen fuera de las paredes del aula. Un lugar donde el profesor plantea dudas y preguntas, habla y escucha, invita al diálogo, y, necesariamente, para no acallar las voces distintas, discordantes, debe reflexionar sobre lo que dice y hace, debe “cuestionarse”.  Una clase es el lugar donde se plantean cuestiones, se abordan soluciones, se someten a juicio afirmaciones y dogmas, y donde la diferencia, que no puede ser atendida “fuera” merece -o debe ser- recibida y estudiada. El aula es un centro de estudio; la aplicación, el celo, el esfuerzo, la concentración son gestos y actitudes que definen el comportamiento en una clase, sin que se excluyan distracciones y ensimismamientos, que facilitan el regreso a la atención: el movimiento siempre es un avance y un retroceso, y el gesto una toma en consideración, un agarre de un problema, y el abandono para abordarlo desde otro punto de vista, o para dejarlo descansar. En clase se descansa de las visicitudes externas; es el lugar adecuado para olvidarse de lo que nos afecta fuera. Es un lugar mágico, donde todo puede ocurrir, todo lo que es imposible que acontezca fuera. El aula es donde todo puede ser, donde el ser amanece y se fragua. El adoctrinamiento, el seguidismo, la mansedumbre no tienen cabida. Una clase es un espacio donde voces distintas resuenan, una orquesta, donde las voces se conjugan, se alzan, discrepan, se callan, regresan, bajo la dirección de un director que rige y atiende. 

La expulsión conlleva una ruptura. La fe, o la confianza -que es lo mismo- se quiebran.  Recuperarlas se convierte, entonces, en una tarea quizá ya imposible. 



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