miércoles, 28 de diciembre de 2011

Viaje a las fuentes de la civilización

Versión de un artículo publicado en La Vanguardia, suplemento Cultura(s), núm. 497, 28 de diciembre de 2011, ps. 2-5
El texto se basa en parte en las crónicas publicadas desde Iraq en este blog.




Vehículo militar norteamericano, en retirada hacia Kuwait
El zigurat de Eridu, a lo lejos

Fotos: Tocho, octubre/noviembre 2011


No bien llegamos al aeropuerto de Bagdad (Iraq), a las seis y cuatro de la mañana del pasado viernes 21 de octubre, fuimos retenidos. Los visados no eran válidos. Se nos concedió una hora para solventar el problema. Si no, se nos deportaría de regreso a Estambul en el vuelo del mediodía. Era viernes, día de descanso en los países islámicos. Una ronda desesperada de llamadas entre la Embajada de España en Bagdad, la Universidad de Bagdad y la Dirección General de Antigüedades y del Patrimonio iraquí (SBAH), logró que se nos permitiese comprar un nuevo visado, válido para diez días. Nos íbamos a quedar doce.
El viaje había empezado nueve meses antes, tras la obtención de una beca de la fundación alemana Gerda Henkel, de Düsseldorf. El proyecto consistía en el estudio del estado de conservación de cinco yacimientos arqueológicos sumerios (Kish, Uruk, Eridu, Ur y Tello), y compararlo con el que tenían hace unos noventa años, cuando se iniciaron las misiones arqueológicas norteamericanas, británicas y francesas, a través de la documentación gráfica y textual, en parte inédita, en los archivos del Oriental Institute de Chicago, el Museo de la Universidad de Pennsilvania en Filadelfia, el Museo Británico de Londres y el Museo Ashmolean de Oxford.

El gobierno iraquí no concede visados turísticos. Solo se puede entrar en el país con un visado de trabajo, que  los Ministerios de Asuntos Exteriores y del Interior iraquíes  conceden o deniegan tras la presentación de una carta de invitación oficial. La concesión suele tardar unos cuarenta días. Lo solicitamos en febrero. A finales de mayo, no teníamos ninguna respuesta. La creciente ola de atentados, sin duda ligada a la retirada de las fuerzas norteamericanas, tanto para forzar la retirada, hoy cuestionada, como para denunciarla,  obliga a extremar las medidas de seguridad para los extranjeros, y a limitar las entradas en el país. Si bien las matanzas masivas han disminuido –aunque aumentaron durante nuestra estancia, y se supone que seguirán creciendo hasta marzo de 2012-, y la seguridad ha mejorado desde el bienio negro de 2006-2007, el creciente número de secuestros y de asesinatos selectivos, casi siempre entre conductores detenidos en los semáforos, lleva a los iraquíes a temer por la suerte de cualquier extranjero, cuya presencia se convierte en un dolor de cabeza y motivo de honda preocupación.
Pensábamos desplazarnos por Iraq, desde Bagdad hasta Nasiriya, en el sur, cerca de las marismas en la desembocadura del Tigris y el Éufrates, en un coche particular con chofer, de manera lo más discreta posible. ¿Discreta?  Una copia de nuestro pasaporte tenía que ser entregada a los innumerables controles de carretera en manos del ejército iraquí, así como a las fronteras entre provincias; el itinerario divulgado. Muchas, demasiadas personas sabían de nuestro viaje. El sur de Iraq es considerado una zona segura (si bien no pudimos movernos libremente, sin guardias).  Pero la carretera que une Bagdad con Basora cruza la provincia de Babilonia, peligrosa, y se nos desaconsejó la visita del yacimiento de Kish, en esta zona,  insegura. Pocos son los bagdadíes que se aventuran en esta provincia.

El día que aterrizamos, llegaban un centenar de guardias de seguridad armados privados, vestidos como Rambo, norteamericanos e italianos, en dos vuelos.
La electricidad falla constantemente en Iraq. Estuvimos tres días sin ella. Existen generadores públicos que permiten encender una bombilla en las casas. El resto de la energía procede de generadores privados para quienes pueden pagárselos.

 Sin embargo, lo que no escasean son las compañías de seguridad armada. Ofrecen coches blindados, tropas y control desde el aire. Cuestan unos ocho mil euros  diarios. Era inviable, y cuestionable, recurrir a estos servicios.
¿Sin guardias?  La Embajada española se preocupó; la Dirección General de Antigüedades se extrañó; el gobierno iraquí nombró al fin a un arqueólogo para que nos acompañara, solucionara los complejos y desconcertantes temas de circulación, y nos concedió un convoy militar: entre cuatro y dieciséis policías armados, según la peligrosidad del lugar  –policías de los que el propio gobierno iraquí desconfiaba: temía que  algún jefe de policía, tras dejarnos pasar, avisara a quien efectuaría el “trabajo”-. Por eso,  se nos pidió que no divulgáramos nuestros planes; y que nos desplazáramos siempre en dirección opuesta a la anunciada. No podíamos saber qué yacimiento íbamos a visitar. Camino de Uruk, torcimos el rumbo a mitad del camino: se sospechaba que nos seguían.

El convoy militar cambiaría en cada frontera interprovincial; en los recintos arqueológicos, sobrevolados por helicópteros y aviones militares (como en Ur  -controlado también por dos bases militares, iraquí y norteamericana- y en Uruk) se sumarían los policías o los soldados del lugar.  Los cambios de guardia tenían que realizarse sin tardanza, apenas sin pararse. Amigos y autoridades iraquíes estaban demasiado preocupados por nuestra seguridad.
La ciudad sureña de Nasiriyia fue otrora las capital del arte y la poesía de vanguardia, gobernada por el partido comunista, laico y culto; hoy, sin embargo, se trata de un enclave en manos de clérigos chiitas que han obligado, como mínimo el porte del hijab; son mayoría las mujeres con chador o una especie de burka, negra, que enluta todo el cuerpo, incluso  el rostro, sin ni siquiera el recurso de una máscara de rejilla. La pregunta, seca, en la calle: are you American?,  sonaba así a amenaza[1].

Hacía mucho tiempo que en Nasiriyia no se había visto foráneos pasear. Habitualmente, solo extranjeros relacionados con la industria del petróleo llegan hasta este enclave, envueltos en excepcionales medidas de seguridad.
Tres días de espera en Bagdad hasta obtener todos los permisos. Desde 2008 (fecha de un primer viaje), el comercio en la capital se ha incrementado: tiendas y centros comerciales, sobre todo en la larga calle Kharada. Varios recientes suicidas-bomba devastadores, sin embargo, han limitado los desplazamientos a pie, salvo entre los jóvenes que ya nada parecen temer: no pueden seguir viviendo enclaustrados indefinidamente. Bares y restaurantes han abierto; algunos, incluso, sirven cerveza “no islámica” (en tazones, que traen ya llenos, para que parezca té, y pedida en voz baja). Un reciente atentado contra una tienda de vinos y alcoholes, ha llevado a extremar las precauciones. Se nos suplica que no se nos vea solicitar ni tomar bebidas alcohólicas.

Existe una vida nocturna, o al caer la noche, a partir de las cinco y media, en ciertas áreas de la ciudad. Sin embargo, hacia las once y media de la noche, los bagdadíes se apresuran a regresar. A la una de la madrugada, toque de queda: ya no se puede circular en coche. Y a pie….
El Museo Nacional está a punto de reabrir. Las condiciones (vitrinas, iluminación, peanas) son aun precarias.  Aunque sigan faltando unas siete mil quinientas piezas, la devolución de objetos robados, tanto por iraquíes como por gobiernos extranjeros, no ha cesado. Si no fuera por el estado de la célebre gran vasija de Warka, cubierta de franjas de relieves que ilustran sobre la estructura del mundo, de unos seis años de antigüedad, robada y recuperada, rota y con la pérdida irreparable de fragmentos, el Museo, aún cerrado, daría una impresión de casi normalidad. 

Los servicios básicos (agua, electricidad, recogida de basuras, transporte público) no han mejorado. Y los altos muros Texas, de hormigón, que protegen edificios públicos, cortan calles y amurallan barrios enteros siguen almenando toda la ciudad. La circulación no ha mejorado debido, en gran parte, a los controles, y al cierre imprevisible de calles y puentes.
Dos explosiones sordas, que retumbaron en los estómagos, nos despidieron, de madrugada,  de la ciudad. Empezaba el viaje hacia los yacimientos arqueológicos del Sur, a través de palmerales, cada vez más ralos, a medida que nos adentrábamos en el desierto. De tanto en tanto, en el horizonte, montículos indicaban la presencia de ruinas de ciudades, la mayoría sin excavar. Se han identificado unos diez mil yacimientos arqueológicos.

Los yacimientos visitados (Ur, Uruk, Eridu, Tello, Kish y Obaid) no han sufrido de las guerras que han asolado Iraq desde 1980, aunque impactos de bala marcan los muros restaurados del zigurat de Ur , y las bóvedas de las tumbas reales de Ur se han asentado a causa del constante paso de vehículos militares. El bramido de los aviones  que vuelan bajo tampoco es inocuo;  sí padecen del abandono forzado por aquéllas (el presupuesto del gobierno iraquí se destina en su mayor parte a las fuerzas militares, no a cultura. Quizá sea comprensible, hoy). Tampoco han sido saqueados. Los profundos hoyos que horadan el terreno son madrigueras: lobos y zorros son habituales.
El daño, empero, es obvio. Mientras que hace cinco o seis mil años, las ciudades sumerias, casi todas portuarias, se ubicaban cerca de los ríos Tigris o Éufrates, o se miraban en las lagunas del delta, o daban incluso al mar, hoy se hallan en medio del desierto. El mar se ha retirado unos doscientos quilómetros, debido al acarreo de sedimentos, y el curso de los ríos, los afluentes y los canales naturales se ha desplazado. Sin embargo, hoy como ayer, el nivel freático es muy alto –la tierra en los yacimientos se hunde, y Tello es un barrizal-, las sales afloran, cubren y desfiguran las ruinas. Ayer arruinaron los campos y las ciudades mesopotámicas. Hoy, han convertido el sur de Iraq en un páramo, una planicie blanquinosa.

El mayor daño ha sido causado por la mano del hombre; no siempre de los saqueadores actuales, sino de los arqueólogos de finales del siglo diecinueve y de principios del siglo veinte que buscaban tesoros de piedra y de oro, así como tablillas inscritas, con las que llenar los museos occidentales que pagaban las expediciones, y se desinteresaban de las ruinas arquitectónicas, todas ellas de adobe. El descubrimiento del tesoro de las tumbas reales de Ur, entre 1927 y 1932, compuesto por un gran número de piezas de oro (hoy en Bagdad,y sobre todo en  Londres –potencia colonial-, y Filadelfia), que rivalizó con el de la tumba de Tutankhamon, en Egipto, no hizo sino acrecentar  la avidez de las misiones, compuestas por centenares o incluso miles de trabajadores (presos, en el siglo XIX), a las que la Segunda Guerra Mundial, y la creación del estado de Iraq, independiente y ya no bajo un mandato colonial británico, en 1948, puso freno. Hoy, todos los hallazgos tienen que permanecer en Iraq.
Los primeros arqueólogos no supieron distinguir entre la tierra del suelo y las estructuras de adobe enterradas. Algunos yacimientos, como Tello, mal excavados y documentados, son irrecuperables: reducidos a  un ramillete de romas colinas artificiales (llamadas “tells”) que salpican la desértica planicie, cuya superficie está cubierta de un sinfín de conchas marinas –las ciudades sumerias lindaban con las aguas- y fragmentos de cerámica, alabastro y piedras coloreadas, entre las que no es raro encontrar vasijas rotas, ladrillos enteros estampillados y conos de fundación inscritos (como en Tello).

En Uruk y Eridu, pequeños conos coloreados, en perfecto estado, destacan, como si fueran fósiles. Se trata de piezas que se hundían en los muros de arcilla hasta que solo destacara la base circular; junto con otras circunferencias, dibujaban cenefas con motivos geométricos –franjas quebradas, a menudo- que animaban las fachadas de los templos, al tiempo que evocaban las aguas primordiales de las que, según los mitos, surgieron divinidades, humanos y las primeras ciudades.  Importantes fragmentos de cerámicas de hace seis mil años, desperdigados sobre la arcilla o la arena, son comunes. 
Mas, fundas de bombas plásticas se mezclan con los restos arqueológicos en Eridu. Casquillos de bala se confunden con algún colgante de cobre oxidado, cabe una necrópolis. Algunos yacimientos, como Eridu, están minados. Se tiene que andar con mucho cuidado, sin salirse de una estrecha franja, no acotada, que rodea el gastado perfil del zigurat, la construcción emblemática de la arquitectura mesopotámica.

Se trata ésta de una pirámide escalonada de unos sesenta metros de altura (en Ur y en Uruk) que apareció hacia el 2100 aC. Estaba coronada posiblemente por una capilla ocupada por las divinidades cuando descendían del cielo, evitando poner los pies en la tierra, lo que les hubiera hecho perder su aérea condición inmaterial, divina. Cada ciudad poseía un zigurat que destacaba en medio del patio del recinto sagrado del templo principal. Estaban construidos con adobes, impermeabilizados con capas alternadas de cal, de alquitrán mezclado con juncos, y de esteras de cañas o juncos que absorbían las tensiones internas y aseguraban la estabilidad del conjunto. Las caras y los pisos de los siete niveles del zigurat se cubrían con ladrillos cocidos, unidos con alquitrán, que aseguraban una correcta impermeabilización. Actualmente, solo destacan los zigurats de Kish, Ur (bien restaurado en 1960), Eridu (convertido en un montículo informe, pero que aún domina la planicie), y Uruk, a cuyos pies aún se descubren, cubiertas por una fina capa de arena, las trazas de los muros o los cimientos del conjunto de templos que constituían el centro de una de las áreas sagradas de Uruk, dedicada al dios del Cielo, An.
El culto a las alturas. En el sur de Iraq solo cabía, y cabe, mirar al cielo, casi siempre inclemente, debido al sol inmisericorde y las tormentas sobrecogedoras. Devastado por las inclemencias (lluvias torrenciales, cambios de temperatura y tormentas de arena), expuesto desde hace demasiado tiempo a la intemperie, reducido a unas estructuras convertidas en muñones, la base escalonada del Templo Blanco en Uruk, que recuerda a un zigurat, aunque no lo sea, es una de las tres estructuras más hermosas evocadoras, todo y su ruinosa e irrecuperable condición,  de la arquitectura y las ciudades sumerias. La base no fue proyectada como una pirámide escalonada, sino que resultó de la superposición de sucesivos basamentos, construidos unos sobre otros, en un mismo lugar, considerado sagrado, a medida que los templos anteriores, de adobe, se desmoronaban.; era necesario reconstruir los edificios de barro cada treinta años. Sobre este volumen aterrazado, un templo, cuyas fachadas, muros interiores y suelo estaban recubiertos de una gruesa capa de cal que centelleaba bajo el sol cegador. Construido hace unos cinco mil quinientos años, el Templo Blanco domina, desde lo alto de su basamento piramidal, los cimientos continuos, más altos que un hombre, de un enigmático templo de planta laberíntica. Sus galerías pueden recorrerse. Hace seis mil años, quizá solo canalizaran agua; ésta recordaba las turbulentas aguas sapienciales de los inicios de las que el mundo emergió, cuya presencia este templo, llamado Giparu, aseguraba, garantizando que Uruk sería una ciudad eterna.

 Uruk, la mayor y más poblada ciudad del mundo (quizá con 350000 habitantes, a finales del cuarto milenio aC), hasta la Roma Imperial, en el siglo II dC; una ciudad tan poderosa que se contaba que su muralla había sido mandada edificar por el mítico rey Gilgamesh, hijo de una diosa y un humano, a quien hasta las mismas divinidades temían, y al que ávidas diosas como Inanna (la Venus mesopotámica, diosa de la creación y la destrucción) desearon.   
Los sumerios rendían culto a sus dioses (entre los que se hallaba el colérico dios de las tormentas, Enlil, semejante –o idéntico- al bíblico Elohim, otro nombre del dios hebreo Yavhé), pero no confiaban en una vida ulterior. Las tumbas, entonces, eran modestas: a los difuntos no les hacía falta mucho equipaje para un viaje hacia la nada. Por eso, sorprende el tamaño, la perfección, y el simbolismo de las llamadas tumbas reales de Ur, de hace cuatro mil setecientos años. Descubiertas por el arqueólogo inglés Woolley, a finales de los años veinte del siglo pasado, no lejos del zigurat, comprenden cámaras sepulcrales y accesos mediante rampas.  Construidas con ladrillos cocidos, presentan una altísima antesala abovedada. Una bóveda similar, de medio punto, cubre la tumba. Evoca una nave invertida, quizá la barca en la que estos reyes y reinas bogaron hacia el inframundo, o el arca con la que Utnapishtim, el Noé sumerio, sorteó las devastadoras aguas que, desatadas por una maldición divina para borrar a la humanidad de la faz de la tierra, inundaron el orbe. Admira la destreza, la inteligencia de los constructores sumerios para, en ausencia de material de construcción más adecuado –piedra, madera-, levantar, con solo ladrillos de terracota, estas grandes estructuras abovedadas, contemporáneas de las pirámides de Egipto, y técnicamente más elaboradas.

Mientras se desciende, no se puede dejar de pensar en las decenas de personas (músicos, concubinas, etc.) que fueron sacrificadas, con un certero golpe metálico en la testa, para acompañar al rey y a la reina en su último viaje: un ritual excepcional, aunque no único, en Mesopotamia. Los cadáveres, perfectamente dispuestos, encogidos y de lado,  que yacían ante la entrada de las tumbas, fueron hallados por Woolley. Las tumbas están cerradas al muy ocasional turismo que accede desde Kuwait; el área, vallada; el descenso es inseguro; una de las bóvedas ha tenido que ser reforzada, si bien el mantenimiento es mínimo: el interior está cubierto de deposiciones y plumas de pájaro, que evocan, casualmente, la condición incierta del alma; pero, excepcionalmente, se nos permitió el acceso.
La última parte del viaje estuvo dedicada a las marismas. Los sumerios vieron en ellas las aguas de los inicios. Los tupidos juncos (que utilizaban para crear islas artificiales, y como material de construcción), los pájaros, peces y los rebaños de bueyes y toros, constituían un fértil entorno que la Biblia llamó Edén. 

El modelo inmemorial de las casas comunales de juncos ha seguido vigente hasta hoy. El interior es umbrío y fresco. Pero el presidente Saddam Hussein decidió desecar las marismas para expulsar a la población que escapaba a su control. Construyó muros para desviar el curso final de los ríos; gaseó la zona que, durante la Segunda Guerra del Golfo, fue gaseada de nuevo, esta vez por las tropas de la coalición, en 2003-2004: la tasa de cánceres y de malformaciones en recién nacidos es espeluznante, y  poco divulgada. La catástrofe ecológica solo es comparable con la desecación del mar de Aral, en Centro Asia.
Desde 2005, se está tratando de recuperar los humedales. El agua vuelve lentamente, y los pobladores de la zona regresan para vivir y pescar.

Mas un cierto saber inmemorial se ha perdido. Las nuevas construcciones de juncos carecen de la perfección de la que gozaban, desde tiempos de los sumerios, hasta los años noventa. Las aguas, turbias de barro, como en la antigüedad, están contaminadas. Huele a pescado podrido, a heces de búfalo y a basura. Y, sin embargo, comprado con lo que hubiera podido ocurrir, la recuperación de las marismas se asemeja a un milagro. La vida, sin duda imperfecta o herida, ha vuelto. Las estilizadas barcas, manejadas por mujeres enlutadas, vuelven a surcar los canales, la pesca es abundante, los juncos forman ya muros que delimitan canales, y los búfalos se bañan de nuevo en las aguas cargadas de limo.
Nunca sabremos a fe cierta porque se nos hizo regresar a Bagdad antes de tiempo. El vehículo militar que nos precedía enfiló, a toda velocidad, con las sirenas puestas, adelantando, incluso por el carril contrario de la autopista a fin de no tener que frenar. Los múltiples y mortíferos  atentados en Bagdad, ¿aconsejaron un final precipitado? O ¿se trataba tan solo de un inesperado problema de calendario? Las autoridades iraquíes, sabiamente, trataban de no alarmar.  Los innumerables controles, camino del aeropuerto, cuyo acceso es muy dificultoso para los iraquíes, recordaron que el viaje que se nos autorizó llevar a cabo, quizá tarde aún años en poder volverse a organizar.

Y, sin embargo, pese al estado de las ruinas fantasmagóricas, y las turbias marismas, pese al frágil estado del Museo Nacional, y la devastación del Museo de Nasiriyia, Iraq sigue estando en la tierra donde surgió la civilización –y su sombra excluyente y brutal: la civilización se basa en la defensa de los nuestros en contra de los otros, considerados incivilizados -, cuyo rostro resplandece entre el caos que, entre todos, hemos creado.

NOTA: El viaje, del 20 de octubre al 2 de noviembre, de Pedro Azara, Albert Imperial y Marc Marín (profesores y asistente, ETSAB-UPC), y Marcel Borràs (actor, escritor, director de teatro y de cine, UB), se llevó a cabo gracias a una beca de la Fundación Gerda Henkel, así como la ayuda de la Fundación la Caixa, la Embajada de Iraq en Madrid, la Embajada de España en Bagdad, la Embajada de los Estados Unidos en Bagdad, la Universidad de Bagdad, el Ayuntamiento de Bagdad, el Ministerio de Cultura de Iraq, la Dirección General de Antigüedades y del Patrimonio de Iraq, y la Universidad de Samawah. Damos las gracias a cuantas personas nos han ayudado y aconsejado, especialmente, al  Excmo. Sr. D. José Turpín Molina, D. Antonio González-Zavala Peña, D. Fernando Rueda,  Excmo. Sr. D. Yassar Al-Jubory, Dra. Amira Edan, Dr. Qaes Rasheed, Dr. Ghada Siliq, D. Mahdi Ali Raheem, D. Ahmed Rasheed, D. Mehmed Ali, D.  Ali Saad,  Dª. Concha Gómez, y el cuerpo de policías y militares que nos acompañaron en todo momento.
El viaje y el estudio estaban relacionado con una exposición de arte sumerio (Antes del diluvio, Sumer, 3500-2100 aC), que Caixaforum, en Madrid y Barcelona, prepara para finales de 2012 – mediados de 2013



[1] Messi, Cristiano Ronaldo, eran, empero, palabras mágicas que desactivaban la tensión y distendían los rostros. El tópico se hizo realidad.  Sorprende que en Iraq se rinda semejante culto al Futbol Club Barcelona, y al Real Madrid, cuyos partidos, televisados, paralizan casi el país. No son raras las camisetas, sobre todo del FCB, entre niños y jóvenes.

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