jueves, 27 de septiembre de 2018

Arte degenerado (Tartufo)

Una apasionante discusión teológico-artística recorría los cenáculos de la Alta Edad Media: ¿cómo representar a Jesucristo? ¿Se debía escoger un modelo apolíneo o hercúleo, en todo caso, un modelo heroico, y adolescente, como había ocurrido en el arte tardoimperial cristiano en el que es difícil de distinguir a Cristo de Apolo, o se debía, por el contrario, mostrarlo como un hombre feo o incluso repulsivo? Por otra parte, ¿se le debía representar en su plenitud física, o más bien moribundo en la cruz, con el cuerpo famélico, ensangrentado y llagado?

La respuesta a esta pregunta era esencial pues  partía de la sospecha que los incultos podían ser incapaces de distinguir a un modelo de su imagen y, por tanto, podían caer en el pecado de la idolatría, fascinados por un cuerpo hermoso, tentadoramente ofrecido a la vista, lo que llevaba a adorar a un humano, a un ser carnal expuesto públicamente y no a un dios espiritual.

Los presupuestos teóricos que inducían la pregunta eran claros: la cualidad de la imagen depende exclusivamente de la cualidad del tema, motivo o modelo. Así, una obra hermosa era la que mostraba naturalísticamente un cuerpo hermoso. La imagen era, como sostenía Platón -que tanta influencia tuvo en las consideraciones de los Padres de la Iglesia-, un espejo y devolvía, sin deformarla, la imagen de lo que se miraba en él. Toda vez que las imágenes eran peligrosas porque podían inducir al error y llevar al espectador a creer en la realidad de lo que la imagen mostraba, una imagen cristiana hermosa, es decir una imagen de un cuerpo hermoso, el cuerpo hermoso de Cristo, podía hacer creer que Cristo era un Apolo y que se hallaba al alcance de la mano de la mano. ¿Quién sabe qué pensamientos pudiera despertar un cuerpo joven hermoso y desnudo?

Esta teoría que permite distinguir entre imágenes aceptables, dignas de ser mostradas al público (inculto) e imágenes inaceptables, ha revivido -junto con la actualización de teorías estéticas de los años treinta- en la reciente prohibición de unas fotos de unos bomberos ejerciendo de modelos, por parte del ayuntamiento de Zaragoza. Por ley, los bomberos deben de tener ciertas condiciones físicas y ciertas medidas o mesuras. Por tanto, es imposible que sus cuerpos no llamen la atención por su singularidad.
La prohibición se basa en que se trata de cuerpos hermosos cuya imagen puede suscitar la creencia en la existencia de dichos modelos, puede ser tentadora. La mano, el estilo, la forma o manera de representar, el papel de la luz y la composición, el "arte" en suma del artista (el fotógrafo), no son tenidos en cuenta. No juegan papel alguno en la cualidad estética de la imagen. Ésta solo deriva de la cualidad del modelo. Por tanto, una imagen es hermosa, y por tanto puede suscitar deseos y creencias en la existencia de cuerpos ideales, si lo que muestra es hermosa. La obra es transparente. No modifica nada de lo que muestra o refleja.

Esta interesante teoría simplifica mucho el endiablado juicio estético y, por tanto, lo que se puede y no se puede mostrar. Un retrato de Francisco Franco es feo porque Franco no era un Adonis y, pues, se puede mostrar, porque no suscitará deseos libidinosos (el deseo es siempre profundamente perturbador; altera el orden público; los ánimos se inflaman, y las mases, alteradas, deslumbradas por la visión de cuerpos hermosos, pueden descuidar, como comentaba Platón, sus tareas y diligencias ciudadanas y familiares. Pueden perderse), mientras que un retrato de la Gioconda es hermoso porque la modelo lo es y debe, así, ser retirado de inmediato, no fuera a causar desórdenes públicos.
Los retratos de enanos y deficientes mentales de Velázquez son dignos de ser mostrados -son feos porque el modelo es feo, y su incapacidad de atraer los convierte en obras modélicas porque nunca turbarán la paz ciudadana y de los hogares-, mientras que los retratos de ciertas jóvenes reinas... ¡ay!

La aplicación de este juicio o punto de vista ayudaría a controlar lo que se muestra. Se retiraría toda la estatuaria clásica, reemplazada por imágenes de santos torturados, de cuerpos mutilados, obviamente difíciles de contemplar, que dan lugar a imágenes repulsivas, y, por tanto, perfectamente mostrables por sus efectos narcotizantes. Nadie puede quedar seducido o abducido por un cuerpo deformado por el dolor. Se levantarían piras purificadoras -en la que las imágenes de modelos hermosos se reducirían a ceniza (la ceniza del Viernes Santo-, como en los tiempos de la Florencia de Savonarola, el Andalus de los talibanes, o el Ayuntamiento de Zaragoza.

Los poderes públicos, hoy, en los años treinta o cuando la Santa Inquisición, deben de velar por la salud mental y moral de los ciudadanos -o, mejor dicho, de los súbditos (considerados menores de edad, incapaces o incapacitados de reflexionar, prohibiéndolos cualquier desvío). Nada les puede distraer. El sueño, la ensoñación, la ilusoria creencia en otras formas o modelos, aun sabiendo que son tan solo sueños, está proscrita. Un soñador siempre es peligroso.

¿Recordamos la deliciosa escena de la comedia de Molière, Tartufo, en la que el pudibundo (e hipócrita) protagonista, Tartufo, ordena, mirando intensamente de reojo, el escote de una joven noble, que "esconda este pecho que no debiera ver"...?
La grandeza de los clásicos es que no cesan de estar de actualidad.

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