Desde finales del paleolítico, las construcciones se han edificado a partir de plantas circulares, cuadradas o rectangulares.
Los primeros edificios, quizá del XIII milenio aC (en Gobekli Tepe, cerca de Sanliurfa, en Turquía), eran de planta circular. Se enterraban parcialmente, y los muros, de tierra, se apoyaban sobre un murete de piedra. La techumbre se apoyaba sobre pilares de madera. La forma y la relación con la tierra evocaban las cuevas plenamente paleolíticas. Eran espacios en conexión con el mundo de los muertos, con lo sobrenatural. Se asemejaban a cuevas, a lugares de enterramiento, a vientres maternos. Los humanos posiblemente no vivieran en esas construcciones, sino que las utilizaran para llevar a cabo rituales comunitarios, quizá ritos de paso, gracias a los cuáles, los participantes abandonaban una condición, morían con respecto a ésta, y renacían habiendo adquirido o alcanzado una nueva condición: esas construcciones, de función quizá sagrada, asumían las funciones de la tumba y de la cuna. Desde luego, su íntima conexión con la tierra debía de suscitar imágenes de ruptura y renacer.
Las construcciones profanas, que empezaron a erigirse casi simultáneamente, también tenían una planta circular, pero podían construirse a partir de una forma hasta entonces desconocida: rectangular o cuadrangular. Las chozas circulares, también enterradas en parte, se asemejaban a los edificios comunitarios, pero eran de menor tamaño. Acogían a una familia (entendida en un sentido distinto, o más amplio, que el actual), pero también preservaban a los muertos, enterrados bajo la construcción. La conexión con el infra-mundo se mantenía, y las imágenes de un espacio concebido como un vientre materno estaban presentes en la imaginación de los primeros pobladores.
Sin embargo, muy pronto, las viviendas profanas adoptaron una planta cuadrangular. Cuatro paredes definían los límites, y sustentaban la techumbre, a dos aguas o plana. Las imágenes evocadas eran necesariamente distintas. Las construcciones de planta circular estaban orientadas hacia el subsuelo, y se concebían como imágenes de la tierra madre, que alumbraba y en cuyo seno los difuntos descansaban.
Las moradas cuadrangulares, por el contrario, estaban orientadas hacia el cielo; se presentaban como imágenes o réplicas del cielo.
El cielo, en la antigüedad, no era circular o esférico -lo que lo hubiera confundido con las entrañas de la tierra-, sino cuadrado (o cúbico). Se sustentaba sobre cuatro pilares cósmicos. presentaba cuatro esquinas. El curso del sol, y la posición de determinados cuerpos siderales (estrellas, planetas, constelaciones, sobre todo las Pléyades, la Osa Mayor -llamada El Carro en culturas como la mesopotámica-, etc.) determinaban la posición de los límites del cielo.
Las formas cuadrangulares, o los volúmenes paralelepipédicos, por tanto, englobaban un espacio que se constituía como un cielo en miniatura. Las casas tenían que estar orientadas según los puntos cardinales. El sol era el cuerpo sideral que daba sentido al espacio humano. La parte quizá más sagrada de un edificio eran las llamadas piedras angulares, idénticas a las que sustentaban la bóveda celestial. Un recuerdo aún vivo de esta creencia se halla en la presentación que Cristo hizo de sí mismo: era la piedra angular de un edificio cósmico, la iglesia que, en tanto que capaz de albergar a toda la humanidad, se configuraba como una imagen del cosmos. El mismo Cristo también se mostraba como un pilar que sustentaba la construcción.
Numerosos pueblos de la antigüedad concebían los límites del mundo visible como rectangulares o cuadrados. Horos significaba, en griego, límite. El horizonte era uno de los lados del espacio. Sobre él descansaba una de las paredes de cristal que delimitaba el volumen del cosmos. Las aguas de la lluvia resbalaban por esas paredes vítreas.
El paso de la arquitectura de planta circular a la de planta cuadrangular revela un cambio drástico en el imaginario humano. Las fuerzas ya no son subterráneas, sino celestiales. Lo erguido y no lo recogido, lo recto y no lo vuelto sobre sí mismo, esto es, los valores "masculinos", y ya no los "femeninos", el cielo o el éter, y no el húmedo humus, acabaron por imponerse; y los espacios de los hombres siguieron esta cambio en la concepción del mundo.
Esto no es óbice para que las moradas mantuvieran su asociación con lo femenino, en tanto que espacios donde se nacía y se moría. Pero los cadáveres ya no eran enterrados debajo de las casas, sino en lugares separados del espacio de los vivientes. La casa alumbraba ciertamente, pero la vida que generaba y se alzaba se dirigía hacia lo alto, para explorar, conocer y conquistar quizá el mundo.
Cuatro paredes, cuatro esquinas: eran lo que la casa y el cielo tenían en común.
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