Los dioses griegos no necesitaron encarnarse para ser víctimas de pasiones plenamente humanas. al igual que los héroes, los dioses se engañaban. Los sortilegios y los afeites de Afrodita eran ávidamente solicitados por diosas de mediana edad como Hera, la esposa de Zeus, poco ducha en el arte de la seducción. La misma Gea, la diosa de la tierra, logró engañar a Urano, el cielo, para poder dar a luz a sus hijos, el primogénito de los cuales, Cronos, castraría a su padre y tomaría el poder en el Olimpo.
Los helenistas han afirmado reiteradamente que los griegos dieron más importancia a la astucia que a la valentía. La saga troyana pone en la misma balanza al indómito -pero de cortas luces y obstinado- Aquiles y al artero Ulises que no dudó en sacrificar a sus compañeros para lograr sus fines y llegar sano y salvo a Ítaca. Los griegos parecían sentían más simpatías por éste último. Hasta Atenea le ayudaba en sus tretas. Si logró derrotar a los pretendientes que asediaban a su abandonada esposa Penélope fue porque recurrió al disfraz, haciéndose pasar por quien no era.
Todas las panteones han conocido a un dios ingenioso a quien las demás divinidades confiaban la resolución de problemas por cualquier método y a toda costa. Así, por ejemplo, Enki o Ea, el dios de la arquitectura en Mesopotamia, cumplía esta función. Más que ingeniero era ingenioso. Se las sabía todas para levantar o derribar muros. En Egipto, Bes, la cara oculta del dios constructor Ptah, también se las arreglaba para proteger a viajeros, comerciantes y ladrones, como el astuto Hermes en Grecia -quien no cesó de engañar a Apolo.
Los griegos distinguían entre el engaño y la mentira, sin embargo. El primero era lícito porque permitía sortear obstáculos y dificultades sin grandes daños; la mentira, por el contrario, era el arte de los cobardes que solo buscaban injuriar y socavar la honra o la imagen de quienes eran víctimas de sus tretas.
Dioses y héroes se engañaban, pero no se insultaban. Recurrían a artimañas para salirse con la suya, cuando la fuerza era inútil o contraproducente. Desde luego, el valor que los héroes practicaban en la guerra de Troya, tal como la Ilíada la cuenta -guerra que concluye con un engaño, el caballo de madera en el que los aqueos se esconden para acceder sin ser vistos en el centro de la ciudad de Troya y sorprender, de noche, sus defensores-, desaparece en la Odisea, protagonizada por magas y un héroe acomodaticio, Ulises.
La tragedia (o tragicomedia) Helena, de Eurípides, cuestiona la frontera entre el lícito engaño (que hasta los gobernantes sabios podían practicar, según Platón, para evitar que ciertas verdades estuvieran al alcance de los cuidadanos que se suponía no estaban preparados para enfrentarse a ciertos hechos) y la ilícita mentira. Helena trastoca el orden cósmico. Perseguida por un rey, en Egipto, que trata de esposarse con ella, y rescatada inesperadamente por su esposo, Menelao, que se pensaba había fallecido en la Guerra de Troya, a fin de poder escapar de la vigilancia del rey, junto con Menelao, planea un dudoso engaño. Cuenta al rey que su esposo -que está junto a ella, pero que es irreconocible, debido a los harapos que porta- ha fallecido y, antes de aceptar a aquél por esposo, tiene que cumplir con las sagradas ceremonias fúnebres. Debe rendir homenaje a su esposo supuestamente muerto. Dado que se habría ahogado, solicita un barco para entregar al mar toda clase de ofrendas. Una vez que haya obtenido de su crédulo pretendiente una nave en condiciones, Helena y Menelao desaparecerán tras el horizonte. Menelao acepta hacerse pasar por otro. Renuncia a combatir. No le importa hacerse el muerto. Helena, por su parte, se burla de las afligidas viudas y de los ritos funerarios. No parece temer a las potencias de los infiernos. Simula tener pena, llora lágrimas de cocodrilo, se desgañita falsamente. Nada queda de la manera casi inhumana con la que Ifigenia afrontó su sacrificio, del castigo que Edipo se infligió, o del suicidio heroico de Antígona. Helena actúa como una descreída -esta rasgo, por otra parte, casa bien con la imagen que se tenía de Helena, pues se pensaba que había engañado a su esposo Menelao y lo había abandonado para partir con el príncipe troyano Paris, lo que desencadenó la guerra de Troya, cuando, en verdad, Helena fue raptada por Paris. Peso eso aconteció en tiempos de Homero. Siglos más tarde, Eurípides describió a Helena como una figura que no duda en bromear sobre los muertos. Nada parece sagrado.
En tiempos de Eurípedes ya no habían dioses y héroes, sino tan solo sombras de aquéllos, ahora plenamente humanos, caracterizados como patéticos seres que recurren al engaño y la mentira para sobrevivir.
Eurípides, por eso, fue un objetivo narrador de la condición humana. Los enfrentamientos de cuerpo presente entre los vivos y los muertos en la tragedia Antígona de Sófocles, se resuelven con mentiras en Helena de Eurípides. Los muertos deben ser sombras incapaces, y la única honra que cuenta es la de seguir vivo a toda costa, aunque sea haciéndose pasar por muerto.
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