Vistas exterior e interiores de túmulos tracios, en Bulgaria (s. IV aC), que pautan el espacio y el tiempo (cuya regulación depende del día y la hora en que un rayo alcanza con precisión un punto determinado en el interior de la tumba)
Antes de la primera construcción, el espacio estaba vacío. Como se describe en el Himno homérico a Apolo, la tierra era una selva impenetrable, en la que no existían caminos ni asentamientos; razón por la cual los humanos deambulaban, perdidos, de un lado para otro, sin saber dónde, sin poder asentarse.
No es casualidad si los verbos sumerios que se refieren a la erección de edificios, y que se traducen habitualmente por construir o edificar, literalmente significan asentar o emplazar. Gracias al gesto del arquitecto, el ser humano puede al fin echar raices y detener el errático viaje -semejante al de un condenado a un destierro eterno-, en que consiste su vida terrenal.
La primera casa, la primera ciudad ordena al fin el espacio. El primer gesto de Apolo, el dios griego de la arquitectura (como bien señala Detienne) consistió en trazar líneas gracias a las cuales ordenó, organizó, dividió, parceló espacios habitables asignados a distintas comunidades; fue creando comunidades, o vecindades, como literalmente se describe en el Himno homérico.
El espacio, hasta entonces indiferenciado, se constituía como una base sólida, un plano sobre y desde el cual la vida (en común, vida verdaderamente humana) podía prender.
La ubicación originaria de santuarios, tumbas y urbes en el espacio pudo resultar de la casualidad o la necesidad, de la topografía o de las relaciones, a menudo conflictivas, entre sociedades. El orgullo de un monarca, compitiendo con los astros, tampoco es descartable.
Sin embargo, la mayoría de las edificaciones se disponen según las líneas que los movimientos de determinados cuerpos celestes trazan en el cielo. El curso del sol, de este a oeste, dibuja un eje tan utilizado por la mayoría de las grandes construcciones, sagradas soibre todo, que ha dejado de ser un referente compositivo destacable. En algunas culturas, sin embargo, un hito natural sirve para orientar un espacio acotado: en el Egipto faraónico, los ejes de algunos templos siguen el curso del sol, pero la mayoría se disponen según el eje norte-sur que el curso del Nilo dibuja nítidanmente en el desierto.
Por otra parte, algunas construcciones se disponen para ser contempladas desde determinados puntos marcados por construcciones anteriores o hitos naturales. Desde estos focos, se descubren ciudades y monumentos que se alzan sobre el horizonte. Los puntos que van marcando sobre éste coinciden muy a menudo con los lugares donde se alzan o declinan hasta desaparecer determinados cuerpos celestiales. La primera y la última apariciones anuales, por ejemplo del planeta Venus, o de determinadas estrellas y constelaciones, siempre en unas mismas fechas, coinciden con los días fastos durante los cuales determinadas tareas, a menudo agrícolas, esenciales para la supervivencia de la comunidad (arado, sembrado, siega, etc.), tienen que ser emprendidas. Así, por ejemplo, en Sumer, los puntos exactos por donde se alzaba y declinada la constelación del Campo en el horizonte, que regulaba las tareas agrócolas (indicando cúando se debían iniciar determinadas tareas), observados desde la entrada del templo de Inana, permitía saber dónde se tenía que situar el santuario de Enki. Del mismo modo, la posición del recinto de Inana, observado desde las puertas del templo de Enki, coincidía con un punto del horizonte por donde se alzaba o declinaba un cuerpo celestial asociado a la diosa Inana (por ejemplo, el planeta Venus). Los dioses y sus astros se saludaban por medio de sus templos, gracias a los cuales los humanos sabían dónde se hallaban y en qué momento del año se encontraban.
Finalmente, la disposición de templos y de santuarios, su orientación y el emplazamiento de los núcleos de acceso, se acordaban de manera que permitieran la entrada de la primera o la última luz solar, una fecha señalada -casi siempre coincidiendo con los solsticios o los equinocios-, hasta un punto destacado del edificio (una tumba o un altar principal). De este modo, se sabía que cuando la luz lo alcanzaba, la hora de emprender determinadas tareas (casi siempre agrícolas), de cuya correcta realización la vida o la supervivencia de una comunidad dependía, había llegado .
Así, por ejemplo, en el norte de Bulgaria, se piensa que la disposición de los numerosos túmulos funerarios repite la planimetría celestial un día y un año señalados, que conmemora, posiblemente, un hecho destacable (una victoria, una llegada al poder, una coronación, un enterramiento) -una relación entre el plano del cielo el día de la fundación de una urbe y la planimetría de ésta demostrable en el caso de las ciudades mayas o, más recientemente, de Bagdad, cuya planta originaria circular, en la que destaca el emplazamiento de determinados edificios religiosos y públicos, reproducía la planta del cielo el alba del 6 de octubre del 808, como se ha descubierto recientemente-.
La ordenación del espacio, la construcción de edificios y ciudades, entonces, pauta el tiempo y el espacio. Hasta entonces, antes del primer gesto fundaciónal, tiempo y espacio estaban indivisos. La vida no podía instalarse. El espacio estaba vacío, y el reloj de la historia no se había puesto en marcha.
Gracias al primer gesto fundacional, la primera construcción (de los dioses Enki, en Mesopotamia, Apolo, en Grecia, Jano en Roma -gestos que los hombres de los tiempos venideros, tiempos ya históricos o humanos, repitieron a fin de asegurar el buen funcionamiento del cosmos-) espacio y tiempo fueron mesurados, regulados. La vida iba a desarrollarse cíclicamente. El curso de ésta podía iniciarse. El mundo terrenal, marcado por límites eespacio-temporales, se definía.
El gesto fundacional del arquitecto, entonces, crea el mundo habitable. Organiza el tiempo y el espacio: instaura las coordenadas gracias a las cuales la rueda de la historia se pone en funcionamiento. Hacer arquitectura, pues, es un remedo, una repetición, una reactualización de la creación del mundo, cuando los dioses, jugando o no, echaron los dados que, desde entonces, no han dejado de dar tumbos.
La arquitectura no requiere las coordenadas del tiempo y del espacio para encarnarse. Antes bien, crea dichas coordenadas o categorías fundacionales. El mundo fué determinado por un arquitecto, originado un dios-arquitecto, cuyo primer gesto alumbró el espacio y el tiempo. Delimitó y pautó. Asignó un lugar a cada especie: los emplazó. Pasaron siete días.
Cuando la historia finalice, ya no necesitaremos arquitectura. Nada nos será necesario.