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Aix-en-Provence (Francia).
Érase un rey medieval de un país del Lejano Oriente. Se hallaba rodeado de reinos de infieles. China le amenazaba. ¿Un rey? No solo, También un sacerdote. Se le conocía como el sacerdote Juan, o Preste Juan.
Su comportamiento era ejemplar. El reino, cristiano, resistía las embestidas paganas y heréticas. Las cortes europeas lo admiraban. Esperaban que el emperador del Sacro Imperio Germánico lo tomara como modelo y encabezara una última cruzada para reconquistar y defender Tierra Santa.
El sacerdote-rey Juan moraba en un gran palacio. Éste poseía varios pisos. El último acogía la biblioteca donde el rey pasaba el tiempo estudiando. El palacio comprendía un extenso jardín. Cubría casi todo el país. Era tan grande que llegaba hasta donde se ubicaba el paraíso, y en una de sus esquinas echaba sombra sobre la misma ciudad de Babilonia. Algunos, incluso, afirmaban que el Edén y Babilonia, el bien y el mal, formaban parte de los jardines del palacio. Pero eso era imposible: el palacio se hallaba en el cielo. No se vislumbraba desde la tierra.
El Preste Juan vivía en una construcción celestial. Fue el mismo diios quien se la entregó. Ésta ya existía. Se trataba del palacio que el apóstol Tomás -el patrón de los arquitectos- construyó para el rey de la India Gundosforo, respondiendo así a un encargo imposible: un palacio deslumbrante que no se pareciera a ninguno, que no pudiera asociarse a ninguno, que no evocara ninguna construcción existe; un palacio inimaginable; invisible pues. Un palacio al que no se podía llegar en vida, pues la vida se desenvuelve en la tierra, una vida mortal que no soportaría la luz celestial con la que Tomás levantó el palacio. Solo las almas puras, etéreas, liberadas de la materia, podían, mientras ascendían, podían llegar ante las puertas del palacio y recogerse en él, como bien cuenta la leyenda del apóstol Tomás.
El palacio que Tomás construyó en el cielo no era único.
Siglos antes, el faraón Nectanebo había retado al emperador de Babilonia, como solía ocurrir, planteándole una misión imposible de acometer: la construcción de un torre en el cielo.
un año antes, este trabajo no hubiera constituido dificultad alguna. Esopo -el fabulista griego, cuyo nombre significa Pies Torcidos (
podos)- no vivía ya en Grecia, sino que atendía al emperador de Babilonía, del que eran el gran visir. Su trabajo consistía en solventar problemas irresolubles, como los acertijos que, de tanto en tanto, el Faraón le planteaba, y de cuya solución dependía la ganancia o la pérdida de tierras.
Había acontecido que el sobrino de Esopo, envidioso de la fama de su tío, lo había denunciado como espía egipcio. El emperador de Babilonia había ordenado de inmediato la ejecución de Esopo, que, en estos momentos, ante el último -y quizá "último"- reto del Faráon, tanto lamentaba. Solo Esopo hubiera sido capaz de sacar al Emperador del atolladero.
Sin embargo, el soldador que hubiera tenido que decapitar a Esopo había desobedecido. Esopo, en verdad, seguía vivo, prisionero. No bien el Emperador supo que su visir no había sido ejecutado, amén de bendecir al soldado, mandó que fuera liberado de inmediato, la dignidad y el rango devueltos, e introducido ante su presencia. ¿Un reto imposible? replicó Esopo a la escucha de lo que el Emperador le contaba. Nada era más fácil de solventar.
Esopo escogió a niños y a enanos, y les enseño a cabalgar águilas que también adiestró para que alzaran el vuelo potando una argolla al cuelo, unida a una cadena, manejada desde la tierra, a fin de evitar la huida del pájaro.
Entonces se presentó ante el Faraón, en la frontera entre ambos reinos. Las águilas emprendieron el vuelo controlado, alzando a los pequeños constructores. Solo faltaba que se les suministrara materiales de construcción, lo que incumbía al Faraón. Mas ¿cómo podía hacer llegar piedras y ladrillos a los albañiles voladores? El Faraón no era capaz de cumplir con su parte. El emperador de Babilonia, en cambio, había dispuesto operarios en el cielo. ¿Quién era el vencedor del reto?
La torre en los aires demostraba el ingenio de Esopo, el constructor. Todo verdadero arquitecto tenía que superar esta prueba: construir sin apoyarse en nada, un edificio "puro", sin raíces, ni lugar, un objeto puro, sin conexión con el mundo material, un edificio ideal, es decir, celestial, ubicado en un espacio abstracto o indeterminado.
Las construcciones aéreas no están sometidas a necesidades terrenales. Son construcciones utópicas. Demuestran el ingenio, y el talante visionario del arquitecto. Pero no carecen de función o sentido. No son una mera y deslumbrante demostración de inventiva, un tanto estéril. Por el contrario, son espacios de acogida. Proporcionan un techo protector. En ellas se puede vivir eternamente. Los males, que la tierra trae, no le afectan. las mismas almas se han liberado de la amenaza de la muerte. La han superado. Su última, su verdadera morada, es el palacio de Tomás, o la torre de Esopo, que Laurent Chehere recrea con humor.