lunes, 14 de agosto de 2017

Tú rista

Varias ciudades europeas, Barcelona entre ellas, están siendo la sede de manifestaciones, más o menos agresivas, en contra del turismo -o de los turistas. Se les reproche ser los agentes directos o indirectos de la degradación de la vida ciudadana (aumento del precio de la vivienda, expulsión de residentes, ruido -nocturno, sobre todo-, problemas de circulación, comportamientos "incivicos", etc.).
¿Qué es un turista?
Un turista podría ser quien no vive en la ciudad, o el que no está empadronado en ella, si esta definición no echara del ámbito urbano a todos los que trabajan regularmente en una ciudad pero no viven en ella sino en pueblos o ciudades más a menos cercanos.
Trabajar en la ciudad se convierte en un criterio de difícil aplicación cuando el trabajo a través de internet gana terreno.  Ya no es siempre necesario residir en un lugar para ser considerado un ciudadano. Los que no tienen trabajo ni lo han tenido, los jóvenes que no han podido entrar en el mundo del trabajo, los refugiados, tampoco cabrían en la ciudad. No tendrían derecho al espacio público.
El pago de cotizaciones a la ciudad (pago de impuestos, contribuciones) también se revela como un criterio esquivo o dudoso puesto que echa fuera de la ciudad a todos los refugiados, los acogidos, y a quienes no cotizan por falta de ingresos -pero no reciben, porque no quieren o no pueden, ayudas públicas.
Por otra parte, achacar los males -físicos y morales- de una ciudad a los turistas implica que se considera que los ciudadanos son, en cambio, impólutos. El turista se convierte así en un chivo expiatorio.
¿Significan esos comentarios que la dificultosa circulación por una ciudad atestada de viandantes, o que el ruido que invade los dormitorios con las ventanas abiertas de par en par, no constituyen graves molestias que pueden causar problemas físicos y de convivencia? No. Solo significa que el exceso de viandantes, y las conductas "incivicas", esto es, causadas por la falta de empatía, la incapacidad o el desinterés de ponerse en el lugar del otro, son nocivos, sean quienes sean los causantes, ciudadanos o "turistas", que también son ciudadanos, a menos que revivamos la excluyente noción ateniense y espartana de la autoctonia, que condena al destierro, a la falta de derechos e incluso a la muerte a los "extranjeros". Todos o casi todos somos o hemos sido turistas. La tierra, la ciudad no es "nuestra". La noción de autóctonia, reactivada últimamente en Europa, implica que la ciudad pertenece a un determinado grupo social, a los ciudadanos, que son quienes tienen raíces en la tierra en la que viven desde tiempos "inmemoriales", y tienen todos los derechos, entre estos el derecho a vida a muerte sobre quienes no pueden "ser" de la ciudad.
Se ha comentado que existe una diferencia entre el turista y el viajero, diferencia que se funda en el carácter exclusivo del viaje emprendido: quienes viajan solos o en compañía de unos pocos, y que pueden morar largo tiempo en una ciudad serían quienes, no siendo ciudadanos, serían empero aceptados por la ciudad. Esta concepción pone en jaque uno de los logros de la república francesa en el periodo de entreguerras: la concesión de vacaciones pagadas, y de viajes colectivos, para quienes no disponían de tiempo y de dinero para desplazarse cuando quisieran. 
Un turista no se interesaría por las culturas locales: quienes se comportaran como antropólogos -que consideran a sus semejantes como "objetos" de estudio- serían en cambio bienvenidos.
En verdad, un turista es un espejo en el que proyectamos, en el que se reflejan nuestra insecuridad, nuestros temores, limitaciones y prejuicios, nuestro miedo a la pérdida, a la muerte. Un turista es el otro en el que no me quiero reconocer. Apelar a la aceptación del inmigrante en detrimento del turista revela, en el fondo, la confusa conciencia de la difícil defensa del rechazo a quien está de paso -y que manifiesta, con su condición de pasajero, los aspectos más grises de la ciudad a los que nos enfrentamos cuando nos quedamos solos.

Dicho eso, "esos" que chillan en una lengua que no entiendo y es tan fea, al pie de casa....

domingo, 13 de agosto de 2017

Dar clase

Falta un mes para el inicio de las clases universitarias. Preparando las clases del curso que viene, se cae en que:

"El pensamiento es movimiento. Pensar , es estar atrapado en un flujo dinámico; pensar es, por su naturaleza, quinésico." (Sheets-Johnstone)

Un profesor explica lo que está pensando en este momento, el momento de dar clase. Lo que piensa son las palabras -el pensamiento "es" la palabra, no se expresa a través de la palabra-, una palabra dotada de un doble movimiento: el de la enunciación, alzando y bajando la voz, acelerando, manteniendo, frenando, suspendiendo el débito, y el movimiento de todo el cuerpo, que se desplaza, gesticula, avanza, gira, retrocede, se inclina, cuando, porque habla a los estudiantes.
Si no se expresara, si no actuara en público, no pensaría. Sus movimientos verbales y corporales son lo que quiere comunicar.

JOSEPH JARMAN (1937): NON-COGNITIVE ASPECTS OF THE CITY (1966)



Non-Cognitive Aspects of the City, basada en un poema del propio músico, es también el título de un disco en directo de The Art Ensemble of Chicago, de 2006, con la participación del músico de jazz norteamericano Jarman.




RANDY NEWMAN (1943): FEELS LIKE HOME (2008)




sobre este célebre compositor, véase su página web

TORO Y MOI (CHAZ BEAR Ó CHAZWICK BRADLEY BUNDICK, 1986): LABYRINTH (2017)



Sobre este cantante y compositor norteamericano, véase su página web.

sábado, 12 de agosto de 2017

EVELYN LAMBART (1914-1999)& NORMAN MCLAREN (1914-1987): MOSAIC (1965)

Historia de la arquitectura (o: arqueología y restauración)

Las trazas de un yacimiento arqueológico casi siempre se asemejan a una tela de araña: una red de fragmentos de muros -o de cimientos- discontinuos superpuestos. Son necesarios meses de prácticas antes de entender que un yacimiento no ofrece la planta de un edificio, extrañamente planificado a base de estancias inconexas, inalcanzables y de formas absurdas, sino que muestra, a poco que se haya excavado hasta cierta profundidad, las distintas tramas de los edificios que se han ido construyendo en un mismo lugar a lo largo de siglos o de milenios, o las sucesivas reformas -ampliaciones y recortes- de un mismo edificio, los sucesivos derribos seguidos de restauraciones. Yacimientos con un único nivel de ocupación son excepcionales: edificios construidos de golpe y abandonados tras unos pocos años que no hubieran sufrido alteraciones. Ni siquiera el denostado palacio que Nerón mandó construir entre varias colinas de Roma -la Domus Aurea-, inconcluso y enterrado a la muerte del emperador, en un intento de borrar su recuerdo, escapa a la casi inevitable superposición de estratos. Aunque fue construido en unos pocos años,  y abandonado y sepultado a su muerte, sus gruesos muros sirvieron de cimientos para las termas que Trajano ordenó construir sobre el montículo de tierra bajo el cual quedó ocultado el odiado palacio neroriano. Hoy, partes de la planta, de los volúmenes del palacio se reconocen nítidamente, pero en otras zonas, los restos de las termas distorsionan la comprensión de las ruinas del palacio. El mismo Partenón, perfectamente visible, destacado en lo alto del acrópolis ateniense, se alza sobre restos de construcciones anteriores que si fueran excavadas dificultarían en gran medida la comprensión del templo -para quienes no somos arqueólogos.
Esta superposición, esta sucesión de construcciones y destrucciones, es particularmente visible en yacimientos mesopotámicos. Las construcciones eran de adobe. Necesitaban restauraciones y reconstrucciones constante: las ocasionales pero violentas lluvias socavaban las estructuras más gruesas. La ideología religiosa impedía construir en terrenos vírgenes: un edificio tenía que alzarse donde ya hubo una construcción anterior, pues los dioses solo autorizaban la construcción en determinados lugares señalados por ellos. La ausencia de máquinas -grúas, etc.- impedía derribar de raíz un edificio por  lo que la nueva construcción o reconstrucción se levantaba sobre las trazas, los cimientos del edificio. Las excavaciones, milenios más tarde, exponen esta superposición de tramos de muros y de cimientos.
Dado que la construcción, en la antigüedad, era lenta, y que los cambios de reinado, las guerras y las inclemencias afectaban un edificio antes de que estuviera concluido, las restauraciones, las modificaciones, los replanteos se iniciaban casi al mismo tiempo que las obras originales. Un edificio estaba en permanente construcción. Se asemejaba a un organismo vivo, algunas de cuyas partes crecían y se modificaban al mismo tiempo que otras decaían. En Mesopotamia, las refecciones acontecían unos veinticinco años tras las primeras obras -si guerras e inclemencias imprevistas no afectaban antes de tiempo un edificio.
Un edificio en contante evolución no tiene historia. Su historia no está fechada. No se puede datar el inicio ni el final de las obras. Las célebres murallas de Babilonia, que aún se alzan en el sitio, se iniciaron mucho antes de la fecha con la que convencionalmente se data su origen -siglo VII aC- pues sucedieron a murallas, a construcciones cuyos primeros testimonios se remontan a principios del segundo milenio aC. La terminación de las murallas, por otra parte, aun no ha concluido. Ocurre lo mismo con el Partenón, cuyas obras (de restauración, reconstrucción o incluso de obra nueva) prosiguen hoy, y cuyo origen no se remonta a la época de Pericles sino a los orígenes míticos de la ciudad de Atenas que se pierden en la noche de los tiempos. El Partenón que hoy vemos en un eslabón en una sucesión interminable de templos dedicados a Atenea, cuyo origen se desconoce -ni se conocerá pues se hunde en el tiempo del mito.
La arquitectura no tiene historia; vive en un continuo presente. Todos los edificios que forman parte de un yacimiento arqueológico han sido rescatados, consolidados modernamente -obras de consolidación que no pueden cesar, como bien se demuestra en Pompeya, por ejemplo. Los únicos edificios que tienen una historia fechable, cuya historia pertenece al pasado, son aquellos que no han sido desenterrados o descubiertos aún. Pero, en este caso, nada pueden contarnos. La arquitectura no es tanto un palimpsesto -como se ha escrito a menudo- sino se asemeja más bien a la tela que Penélope tejía y deshacía diariamente: una obra en constante evolución, que nunca concluye, sin origen ni final.
Es por este motivo, que la congelación que se practica cuando se restaura un edificio primando un determinado aspecto, altera esencialmente lo que es un edificio: una obra viva, que no es inmortal, sino que como todo organismo vive, nace, muere y renace constantemente. La restauración es, en verdad, una momificación, y demuestra el temor a la vida, impidiendo que los edificios vivan, sufran, caigan y vuelvan a recuperar su prestancia, siempre cambiante.