lunes, 25 de enero de 2010

La casa y el ojo malo




En Mesopotamia, como en todas las culturas antiguas y tradicionales, no se construía ningún edificio, incluso modesto, sin la ejecución de ritos y el uso de objetos con vistas a lograr la protección de la obra, siempre amenazada por poderes invisibles, celestiales o infernales.
El recurso a amuletos era (y aún lo es en algunas sociedades) una práctica habitual. En Sumer, se depositaban estatuillas de bronce y preciosas ágatas circulares bicolores, con un óculo central oscuro, semejante a ojos bien abiertos, en los cimientos.
Innumerables fetiches de terracotta, insertados en los muros, representados a deidades, seres híbridos protectores y animales guardianes (leones, perros, símbolos de divinidades) y ladrillos y tablillas estampilladas con invocaciones, plegarias y maldiciones, trataban de apartar a los malos espíritus: al mal de ojo, echado por un vecino o una divinidad, que podía causar la ruina de la casa y de la familia o el clan que moraba.
Entre estas tablillas destaca una, del II milenio aC, conservada en el Museo del Louvre (AO 8895).
El texto cuenta todo el daño que un inquietante ojo suelto, como un omnipotente astro sombrío y errante, como el ojo que Caín temiera, que nunca desaparece, y que quiere siempre el mal, similar a un dragón venenoso, puede causar (desatres ecológicos, enfermedades), e invoca a una divinidad protectora.
Si Enlil, el dios del aire, que trasmitía las órdenes del padre de los dioses, An (el Cielo), había creado el mundo, su hermano Enki lo había completado, ordenado y dotado de sentido. Antes de que Enki interviniera, los canales estaban secos, los pastos cubiertos de maleza, los caminos abandonados y los terrenos se perdían tras el horizonte, carentes de límites: la vida no podía sentirse segura; la tierra no ofrecía cobijos en los que refugiarse.
El trabajo de Enki consistió en colocar a cada cosa en su sitio, a emplazarlas y a otorgarles los límites que les correspondían. Enki definió el mundo.
Pero las fuerzas del mal no se rendían. Podían siempre deshacer el mundo perfecto que Enki había completado -o el mundo que había perfeccionado. La abundancia y la fertilidad de la tierra, los animales y los humanos podía acabarse, y el mundo volverse estéril. Las casas, armónicamente planificadas en medio de vergeles o de ciudades correctamente urbanizadas, según la planimetría celestial, dejarían de erigirse como un espacio protector.
Es por este motivo que las tablillas profilácticas que se insertaban entre las filas de los ladrillos guardaban invocaciones contra el mal que el ojo negro podía causar: es decir, invocaban a Enki, el dios que ordenó y armonizó el mundo, y al que se le imploraba como la deidad protectora del hogar, del espacio construido:
"Ojo es una serpiente mush-mush (mush, en sumerio, significa reptil), ojo
de hombre es un dragón mush-mush...
Se aproxima al cielo -y ya no llueve,
Se aproxima al campo -y la hierba ya no crece,
Se aproxima al buey -y el yugo se rompe,
Se aproxima al corral para el ganado -el queso se pudre,
Se aproxima al joven -su cintura se suelta (¿?),
Se aproxima a la muchacha -que deja caer su vestido,
Se aproxima a la nodriza con un niño -sus brazos ya no lo recogen,
Se aproxima al vergel - la lechuga y los berros se marchitan,
El ojo del mundo inferior, del mundo inferior, ha escapado...
Que el ojo malo, el ojo enfermo sea arrancado.
Cuando se halla en la esquina de una calle
Inmobiliza al muchacho que no tiene a un dios personal.
El ojo que es un soplo impalpable, que Enki lo golpee".
Una hermosa invocación o imprecación. La fe haría que fuera eficaz.










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