viernes, 1 de agosto de 2014

Arte simbólico (o D´Or is)

Toda obra de arte es simbólica. No solo las piezas primitivas, de formas masivas y cerradas, incapaz de materializar la incorporeidad del espíritu,  como sostenían teóricos del arte decimonónicos, sino cualquier obra es un símbolo de los años, la cultura que la creó o en la que se creó. Al mismo tiempo, las grandes obras de arte trascienden su época porque son capaces, no solo de poner en contacto al presente o el futuro con el pasado sino que también se anticipan a lo que vendrá, y son señales de nuevos tiempos, semejantes a los del pasado.

Por este motivo, atesorar obras de arte permite un contacto directo con las voces del pasado que, sin mediación alguna, manifiestan lo que encierran a los hombres del futuro. La obra de arte, todo y siendo un reflejo y un fruto de su tiempo, trasciende el tiempo.

Existen razones espurreas para coleccionar hoy la obra de la pintora Doris Malfeito: acaba de fallecer, por lo que sus obras pronto dejarán de estar en el mercado, y, en este momento circunstancial, su cotización ha bajado (de unos nueve mil a cincuenta euros); pero la razón verdadera para atesorar la obra de esta artista es porque es un maravilloso y certero reflejo de un tiempo que se desvanece.
Hasta hace pocos años, ¿qué prócer no habría comprado, alegre y libremente, una obra cósmica -aunque Doris Malfeito también sabía retratar la realidad cotidiana-, de la que se escribía que "muestra un gran conocimiento de la astronomía; mediante un minucioso trazo de objetos celestes transporta al espectador hasta la inmensidad del macrocosmos. Erupción matérica y explosión de colores que denotan un gran dominio de la técnica plástica y que nos hacen reflexionar sobre la insignificante y minúscula existencia humana en un universo en constante transformación y movimiento", no una obra sino una exposición entera de cuadros y esculturas de quien era la esposa del Excmo. Sr. D. Maciá Alaavedra, fundador de Convergencia Democrática, y consejero, sucesivamente, de Gobernación, de Industria y Energía, y de Finanzas de la Generalitat de Catalunya, antes de, por azares de la vida, ver menguada su vida política y empresarial, junto a la de su esposa, por algunos temas anecdóticos?
Doris Malfeito exponía con las obras ya vendidas, aquí y en Nueva York, realizó encargos olímpicos, entró a formar parte de las mejores colecciones (como la Fundación Vila Casas) y fue, durante unos años maravillosos, la artista catalana por excelencia.
Hoy, que añoramos estos venturosos años, en los que las antipáticas fronteras entre lo público y lo privado, la vida política e industrial, eran flexibles (las obras cósmicas de Doris Malfeito supieron trasmitir la nebulosa, la incierta frontera entre lo humano y lo divino, así como los alargados y ondulantes apolíneos cuellos de los cisnes que serpentean hasta rodear, como un abrazo, del oso o no, a su conquista), así como las, tan humanas y convencionales, que separan países como Cataluña y Andorra, bueno sería recordar la obra de Doris Malfeito, intuyendo que, muy pronto, esta época, dorada o plateada, resurgirá, y Doris Malfeito volverá a anunciar e iluminar esta bendita y anhelada época. Los años cincuenta, en Cataluña, no se entienden sin Pedro Pruna; Montserrat Gudiol, y Joan Pere Viladecans alumbran a los sesenta; ¿cómo adentrarse en la edad de oro, entre los años ochenta y el primer decenio del siguiente siglo, sin la fuerza cósmica, la sensibilidad por los gustos, los anhelos y procedimientos de una sociedad, de Doris Malfeito?




















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