Apenas desembarcaban en la tierra prometida (por el dios Apolo que les guiaba), los colonos griegos, tras dar las gracias al dios que les había llevado a buen puerto, se ufanaban en organizar el espacio que ocuparía la ciudad que se disponían a fundar.
Lo primero que realizaban, tras la erección de un altar dedicado a Apolo, era una primera división espacial. Acotaban espacios para los hombres, en las zonas bajas, y para los dioses, en algún altozano (la acrópolis o ciudad alta). Luego, la ciudad baja se parcelaba alrededor de un espacio central público.
Los dioses tenían un lugar en la ciudad. Pero estaban confinados. El espacio sagrado, alrededor del tiempo, era un espacio delimitado -o limitado. Así como los dioses mesopotámicos eran los dueños de la ciudad, a los dioses griegos solo se les concedía una parte de la ciudad; elevada, sin duda, pero acotada, y sin influencia en los negocios, comerciales y políticos que se traficaban en el centro de la ciudad.
Es cierto que los dioses podían estar en cualquier sitio. Aparecían y desaparecían a voluntad, disfrazos de personas conocidas, sin que los griegos a quienes se les aparecieran se dieran cuenta de que estaban hablando con una divinidad, salvo cuando ésta se esfumaba súbitamente sin dejar rastro alguno. Moraban en el Olimpo y en cada templo, en cada estatua de culto. Su presencia se multiplicaba en la tierra. Pero en la práctica, solo se les concedía el espacio del acrópolis, Esto no significaba que la ciudad baja careciera de templos: incluso el ágora acogía santuarios dedicados a los dioses del comercio y de la fabricación bienes de consumo (Hefesto, por ejemplo), y la ciudad estaba protegida por un círculo mágico punteado de santuarios metropolitanos. Pero esas concesiones no invalidaban que los dioses protectores de la ciudad y las principales divinidades tuvieran que contentarse con un espacio delimitado fuera del cual se extendía el espacio profano (que significa ante o delante del lugar de los fenómenos sobrenaturales).
Esta acotación, de algún modo, implicaba tanto una pérdida de poder o de influencia por parte de los dioses, como una cierta mirada condescendiente o distante por parte de los hombres. Ahora que a los dioses se les asentaba en lo más alto de los dioses, también se les negaba el poder sobre los espacios en los que los humanos vivían y comerciaban. De algún modo, la desacralización del mundo estaba en marcha, y la acotación de los dioses, fijados en un sitio dado, mermaba su influencia. Con los griegos, ya en el siglo VII aC, a los dioses se les fue relegando y apartando de los asuntos humanos.
Recomiendo la lectura del ensayo de Aida Míguez Barciela: Talar madera. Naturaleza y límite en el pensamiento griego antiguo, La Oficina, 2017
Agradecimiento a la arquitecta y profesora de Teoría (UPC-ETSAB), Mónica Sambade por la recomendación de este libro.
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