El dios de los Cielos reunió a los dioses en en conciliábulo y, tras deliberar, decidieron limitar severamente, el número de humanos. Para eso, lanzaron una plaga mortífera sobre la tierra.
Mas el hijo menor de An, el dios de las aguas, el mañoso Enki, conocedor de toda clase de trucos con los que solucionar, por las buenas o las malas, toda clase de problemas, decidió advertir a los hombres del peligro que corrían, y explicarles cómo sobrevivir a la amenaza. Los humanos eran sus criaturas: los había modelado con barro. No podía echarlos a perder. Así, cuando una inmisericorde sequía se abatió sobre la tierra, los humanos, aconsejados por el dios Enki, empezaron a dirigir todas sus oraciones hacia el dios de las tormentas quien, halagado, y apiadado, abrió finalmente las compuertas del cielo. Los humanos se salvaron. Y volvieron a crecer.
El dios del Cielo, entonces, volvió a reunir a los dioses en un cónclave, y decidió castigar a los hombres con una nueva y más grave plaga. De nuevo Enki intervino y halló la manera de que los hombres se sobrepusieran a este nuevo cataclismo.
La situación se repitió tres veces.
Cuando la cuarta, el dios del Cielo, no solo planificó la más mortífera destrucción -que acabaría con todos los humanos- sino que exigió que ningún dios se dirigiera a aquéllos. Las órdenes del Cielo debían cumplirse. El dios Enki, esta vez, no podía traicionar al Cielo.
Pero el dios del cielo había exigido que nadie hablara con los humanos, pero no que no se hablara con otros seres o entes.
He aquí, entonces, que Enki se dirigió a los cañaverales, "soplándoles" lo que iba a ocurrir, justo en el momento en que Utnapishtim, un humano, navegaba por las marismas, rozando los juncos que, agitados por el viento, amplificaban los soplos.
Es así como Utnapishtim supo qué iba a ocurrir y cómo debía actuar. Utnapishtim era un hombre sabio y prudente. Era un sacerdote al cuidado del templo de Enki, precisamente. Oyó que debía apartarse de la ciudad y construir un arca de madera calafeteada, tan grande como el mundo, en la que encerraría ejemplares de todos los animales, y representantes de todos los gremios, en cuanto cayeran las primeras gotas.
Pues el definitivo castigo divino iba a ser un diluvio que anegaría la tierra y ahogaría a todos los pobladores.
Mas, preguntó Utnapishtim, cómo podría ausentarse de la ciudad y desatender el templo, sin levantar sospechas.
Los juncos le contestaron que decía contar que había sido apartado de la vida comunitaria por una señal divina, a fin que no disfrutara de unos bienes que iban a caer del cielo. Explicaría que Enki lo odiaba: No mentiría; el término que se traduce por odiar también indica una señal mágica; que es lo que había ocurrido.
Los bienes iban a ser un verdadero maná: un tipo de galletas; alimentos dulces en abundancia.
La palabra que Enki utilizó era kukkum: un tipo de pastel.
Pero kukkum, sin duda, sonaría como kukkûm: tinieblas.
Utnapishtim tampoco mentiría a sus conciudadanos.
Pues en cuando las tinieblas se abatieron sobre la tierra, Adad, el dios de las tormentas avanzó, los dioses de la peste y de los infiernos, Erra y Nergal, abrieron las compuertas del cielo, y el dios de la guerra Ninurta hizo que los pantanos desbordaran. El diluvio, que duraría seis noches y siete días, se desató.
Agradezco al arquitecto Marc Marín, doctorando en arquitectura y arqueología del Próximo Oriente antiguo, estudioso de asiriología, en la Universidad de Filadelfia, el comentario sobre este punto esencial del Mito del Diluvio.
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