viernes, 19 de mayo de 2023

Originalidad y falsificación

Exista o no, el genio se define como una facultad anímica, un don innato que no necesita cultivarse ni adiestrarse, pero que solo poseen unos pocos creadores y que les faculta y legitima para producir cualquier tipo de obra, considerada siempre como innovadora, distinta, sorprendente y genuina, una obra modélica que puede inspirar a quienes carecen de dicho don. Tal es al menos el concepto de genio que se definió en occidente en la segunda mitad del siglo XVII y prosperó  con el Romanticismo, aunque hoy se halle muy devaluado.

Dicho concepto proviene del antiguo concepto Romano de genius (un concepto ajeno al mundo del arte, sin embargo): se trataba de una figura alada que protegía a cada miembro de una familia, un protector personal, semejante al ángel de la guarda (inspirado precisamente en el genius). Dicho genius cuidaba del carácter, de la personalidad, del ingenium de su protegido, y se podía confundir con el talante de éste. 

Las obras de un genio eran necesariamente originales. La palabra original remite al término origen. Éste, compuesto a partir de un radical indoeuropeo gen-, que se encuentra también en verbos como generar y engendrar, en virtudes como generosidad y en rasgos definitorios como género, evoca no solo la creación artística, sino la creación vital. El genio alumbra obras que están llenas de fulgor y de vida. Y actúa desprendidamente, genuinas muestras de generosidad. Obras que son el origen de nuevas vidas, que llenan de vida y goce a quienes las contemplan. 

Origo, en latín, de donde proviene origen, significa nacimiento, alumbramiento. La relación con la luz, con el despedirse, con la salida de las tinieblas que la creación original brinda se acentúa si pensamos que el latín origo está emparentado con el sustantivo orior, que, adivinamos, significa oriente y apunta al lugar por donde el sol emerge. Orior evoca el despertar o la Resurrección: significa también levantarse de la cama. El sueño, en el mundo antiguo, se asocia a la muerte, de que la que la creación genuina, original y genial escapa y permita que escapemos. Nos da vida.

Vida a la que los falsarios niegan el sal de la vida. Las obras de los genios se oponen a la de los falsarios y los falsificadores. Falsear (fallere), en latín, significa engañar, y también engañarse. El engaño confunde; se opone a la luz. El alumbramiento del genio es la antítesis de la nocturnidad en la que opera el falsificador que pretende que su obra lleve a engaño sobre la autoría. Lo falso es una falta. Falta a lo que da la vida. Se trata de un fallo que pone en jaque a la vida. Un falso es una falacia, que nos lleva a equivocarnos sobre sus verdaderas intenciones. Un falso no es lo que parece. Es, por tanto, imposible de apreciar justamente.

Las falsificaciones se distinguen, empero, de las copias. Éstas, por el contrario, difunden y multiplican las obras geniales. El sustantivo copia, en latín, no es propio del vocabulario artístico. Significa abundancia, copiosidad. Las copias no engañan -aunque hoy, copiar sea considerado una falta-, alimentan el espíritu. Cuando Jesús multiplicó panes y peces cabe el lago de Tiberiades para alimentar a una multitud hambrienta, realizó, cuenta Mateo, copias. Las copias no son despreciables, porque no engañan. 

En cualquier caso, las palabras originalidad, genialidad, falsificación y copia abren un abanico de funciones y finalidades de la creación artística, orientadas unas hacia la luz , el alumbramiento y el despertar, y otras hacia la noche y la perdición. Sean cuales sean las “verdaderas” intenciones de las creaciones humanas, éstas remedan la creación divina, y contribuyen a la vida o la niegan. No son gestos y obras inocuos. Dependemos, para bien y para mal, de éstos


A Marcel Borràs y Nao Albet.


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