La publicación de Los furores heroicos, en 1585, un diálogo, inspirado en los diálogos platónicos, en el que el humanista italiano Giordano Bruno, paradójicamente, daba la vuelta a la concepción platónica del poeta inspirado -según la cual un poema de un creador entusiasmado era deslumbrante sin que la fama recayera en el poeta, un mero instrumento en manos de las musas que lo utilizaban como portavoz, incapaz de saber lo que escribía ni de proseguir con la obra una vez el trance concluido tras el abandono de las fuerzas sobrenaturales-, sosteniendo, en cambio, que los poemas brillantes eran obra de poetas dotados de genio, un don innato que muy pocos poseían, y que les facultada para crear obras siempre innovadoras sin ninguna ayuda o posesión externas, dando lugar a composiciones que superaban a las del padre de la poesía inspirada, Homero -una afirmación peligrosa en tiempos del humanismo renacentista, que igualaba al poeta con la divinidad, y hacía que ésta fuera prescindible en la creación poética, que, de hecho, acabó por llevar a Giordano Bruno a la hoguera-, vino precedida por la invención de la perspectiva pictórica un siglo y medio antes, toda vez que aquélla invertía el punto de vista plasmado.
Las composiciones medievales, bizantinas, respondían a la visión de la divinidad. Las figuras de mayor tamaño eran las que se encontraban más lejos del espectador pero más cerca del ojo de Dios, mientras que las figuras de menos tamaño estaban muy cerca de nosotros, los humanos espectadores y, por tanto, alejadas de la divinidad, apagadas, reducidas, disminuidas por la distancia física y, sin duda, moral.
La perspectiva renacentista, por el contrario, muestra lo que el pintor ve: la naturaleza tal como se despliega ante sus ojos, una naturaleza que solo se revela en función del punto de vista escogido por el artista, convertido en una figura omnisciente que domina el mundo y lo somete a su particular visión, que sustituye a la visión divina que los pintores medievales plasmaban con devoción y humildad. El pintor renacentista ya no necesitaba someterse a la visión de Dios: sus ojos eran los que descubrían y, en cierta manera, componían el mundo según sus deseos. De algún modo, el papel de la divinidad en el desvelamiento del mundo iba menguando hasta quedar reducido a nada en el siglo XIX. Masaccio y los pintores florentinos del Cuatrocientos y Giordano Bruno, entre otros, permitieron la divinización del artista y el apagamientos de las divinidades.
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