Emblema de la Academia de los Desconfiados, Barcelona, principios del siglo XVIII: explorando el tumultuoso e ignoto mar, aún con el riesgo de un naufragio
La ciudad griega de Atenas y, a continuación y por eso mismo, la civilización occidental, deben su supervivencia y su vida hasta hoy a un héroe: Akademos.
El rapto de la espartana princesa Helena, casada con el rey de Esparta, Menelao, por el príncipe troyano Pâris, desencadenó la guerra más mortífera que jamás se produjera: la guerra de Troya, con la que los dioses quisieron diezmar a los ruidosos humanos que turbaban el placido sueño divino.
Mas, este rapto no fue el primero que la bella Helena sufrió. Cuando apenas era una adolescente, el príncipe ateniense Teseo se fijó en ella y se la llevó a Atenas.
Los hermanos de Helena, Castor y Pólux, partieron de inmediato en su búsqueda y rescate. Llegados a Atenas amenazaron con arrasar la ciudad (lo que no les hubiera costado: eran los Dioscuros, los hijos favoritos de dios, el Dios-padre Zeus); ante la inminencia del ataque, un ateniense, llamado Akademos, les reveló el nombre de la isla donde Teseo había encerrado a Helena. Los Dioscuros perdonaron a Atenas.
A la muerte de Akademos, los atenienses rodearon su tumba con olivos y cipreses, que acabaron por confirmar un bosque tan sagrado que en las sucesivas guerras que Atenas emprendió y sufrió, pese a las destrucciones padecidas, el bosque nunca fue arrasado.
Ya en la historia, cuando en el mundo los humanos sustituyeron a los héroes, Platón fundó un centro de estudios en el que impartía y debatía cabe la arbolada tumba de Akademos. Nacía la Academia que sobreviviría ocho siglos, con las enseñanzas de discípulos platónicos y neoplatónicos, hasta su cierre en el siglo VI dC, a manos cristianas.
El nombre propio Academia devino un nombre común a finales del Renacimiento en la Europa occidental.
Una academia era el nombre de una institución de educación superior opuesta a la universidad. La oposición estaba causada por los temas o las enseñanzas impartidos. Todas las especialidades no tratadas o mal tratadas por la universidad, marcada por el peso de la religión cristiana, católica en particular, devinieron objetos de estudio de las academias.
Existía otra razón, no ya intelectual, sino clasista. Las academia fueron fundaciones aristocráticas, frente al carácter más plebeyo de las universidades (o Estudios Generales). En las academias, los nobles podían discutir, libres de la tutela eclesiástica, toda vez que los estudiantes universitarios solían ser clérigos y que la Santa Inquisición y la iglesia controlaban los contenidos de las especialidades universitarias, que comprendían teología y derecho canónico.
Por otra parte, las universidades estaban dedicadas al estudio de enseñanzas humanísticas y teológicas. Las ciencias experimentales quedaban fuera de sus objetivos, ciencias juzgadas sospechosas porque hurgaban en el origen de las cosas, un origen divino que no podía ser cuestionado.
No es casual que la segunda academia de Barcelona, fundada a principios del siglo XVIII, cerrada al concluir la guerra de sucesión europea, se llamará la academia de los desconfiados: la duda, el cuestionamiento de las afirmaciones no demostradas sino tan solo apoyadas en dogmas de fe supuestamente irrefutables, intocables, eran los acicates de las preguntas acerca del mundo que los académicos trataban, de las fundadas dudas acerca de las verdades irrefutables basadas en la tradición que planteaban..
La cierta libertad religiosa de la que las academias gozaron desde sus inicios contrastaba con la dependencia real, especialmente en el reino de Francia -y en el reino de España, con la llegada de un rey emparentado con la casa real francesa-: las academias, a través del estudios del lenguaje, de la depuración de la gramática, de las enseñanzas en el hablar y el escribir con corrección, prudencia y precisión, favorecían las cuidadas alabanzas del buen gobierno monárquico, de las luces del rey que permitía, que invitaba incluso, a los académicos en explorar, a través del lenguaje, la correcta denominación de las cosas, sometidas entonces a estudios y experimentos para descubrir sus causas y sus funciones: las letras y las ciencias, ambas al servicio del cuestionamiento de las cosas terrenales (y no celestiales, más propicias de las enseñanzas universitarias), eran los pilares de los estudios académicos.
Las academias fueron particularmente importantes en Barcelona en el siglo XVIII: suplieron el cierre del Estudio General (un centro, por otra parte, desfasado en el naciente siglo de las luces, luces que las academia aportaban en contra del oscurantismo religioso que la universidad respetaba o fomentaba).
Las academias fueron espacios acotados de saber propiamente científico, liberado en parte de presupuestos incuestionables. Espacios cultos, aristocráticos, exclusivos, en los que cierta nobleza ilustrada se atrevía a plantear cuestiones que la universidad pública no podía abordar.
Cinco fueron las academias que la ciudad de Barcelona, poseyó, a imitación de las de París (y las principales ciudades provincianas del reino de Francia), Madrid (una corte francesa y afrancesada) y ciudades italianas como Roma y Turín.
Ya citamos que la primera academia de los reinos de Portugal y de España, fue la academia de Santo Tomás, fundada en el siglo XVII, una academia de eruditos, marcada por la lectura reaccionaria tomista del mundo, pero abierta sin embargo a la creación literaria y poética “profana”.
Las academias canónicas se fundaron un siglo más tarde. A la ya mencionada Academia de los Desconfiados, se sumaron la Academia Matemática Militar -sin duda la más importante y liberal, como veremos-, la Academia de Buenas Letras -sustituta de la Academia de los Desconfiados, cerrada debido a su apuesta por el archiduque Carlos de Habsburgo, frente a Felipe de Borbón, pese a que el archiduque renunció al trono de España en favor del trono del Sacro Imperio Germánico que le fue ofrecido-, la Academia de Ciencias Naturales (o de Artes y Ciencias), la Academia de Medicina y la Academia de Nobles Artes.
Fundadas por aristócratas, en las que el acceso de plebeyos fue, tras discusiones, aceptado ocasionalmente, cuyos centros inicialmente fueron casas nobles o palaciegas, pronto obtuvieron el calificativo o título de Real.
Se trataba de centros, al igual que en el resto de las ciudades europeas, dedicados a la teoría y del experimento, en contra de la ciega, incuestionada, reiterativa práctica artesanal. La teoría planteaba preguntas, abría vías de conocimiento que los gremios -la antítesis de las academias- y las mismas universidades no necesitaban o no se atrevían a afrontar.
La experimentación o los modelos teóricos requerían la superación las prácticas probadas. Se trataba de abordar nuevos enfoques y nuevos temas que la costumbre no concebía.
La mayoría de dichas academias, aunque sin el lustre que tuvieron en el siglo de las luces, han sobrevivido hasta hoy. Nuevas academias, como la Academia o Instituto de Estudios Catalanes, fundado en el siglo XX, con la necesaria o normativa misión de depurar y fijar el correcto uso de la lengua -una función propiamente académica, que estuvo en el origen de la academia francesa, y de la real academia española-, fueron ocasionalmente creadas modernamente.
Las academias barcelonesas gozaron de una ventaja imprevista: el cierre del Estudio general y el desplazamiento de las enseñanzas teologales e incuestionadas, basadas en la letra ya sabida, memorizada, a Cervera. Una nueva mirada era posible sin las trabas que hoy calificaríamos de académicas.
Otras instituciones también se beneficiaron del destierro del Estudio General, de incierta suerte en el árido páramo, geográfico y cultural, de Cervera….
….como comentaron en un nuevo “capítulo”.
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