sábado, 26 de diciembre de 2015

IGNACIO RUPÉREZ (1943-2015)

Mientras preparaba en 2005 un libro sobre el dios mesopotámico de la arquitectura, dios de las marismas de los ríos Tigris y Éufrates, habiendo leído que el presidente iraquí Saddam Hussein había intentado desecarlas en los años noventa para expulsar a los disidentes que se habían refugiado en el intrincado territorio de los cañaverales, y queriendo describir este espacio que aun no conocía personalmente, envié un mensaje a la embajada española en Bagdad solicitando información actualizada sobre esta zona. No tenía muchas esperanzas de obtener respuesta. 
Pero ésta llegó al cabo de una hora. La remitía el Excmo. Sr. D. Ignacio Rúperez, embajador. No solo respondía con franqueza a la pregunta, sino que manifestaba interés en un estudio llevado a cabo desde una Escuela de Arquitectura y aportaba un dato que desconocía: arquitectos como Sert, Wright y Le Corbusier habían construido o proyectado en la capital iraqui. 
Ante tal sorprendente noticia, me puse en contacto con el Colegio de Arquitectos de Cataluña, cuyo responsable cultural, Manel Parés,  propuso organizar una pequeña exposición sobre este tema que muchos desconocíamos. Tras el rápido intercambio de mensajes siguientes con Ignacio Rúperez, se fijaron las bases de la muestra itinerante Ciudad del espejismo. Bagdad, de Wright a Venturi, 1952-1982, que se inauguraría dos años más tarde, en 2008.
La muestra se beneficiaría de la aportación de estudiosos iraquíes. Pero, en 2006, los contactos con Iraq eran muy difíciles. Internet funcionaba dificultosamente, apenas se hallaban páginas webs "civiles" iraquíes, las llamadas internacionales eran imposibles, por lo que no se sabía si la universidad de Bagdad estaba abierta ni si existía una escuela de arquitectura siquiera. 
Fue gracias a Ignacio Rúperez y a un par de blogs iraquíes que se pudo  obtener respuesta a estas preguntas.
Una vez el contacto con la universidad de Bagdad establecido, Ignacio Rúperez se encargó personalmente de la recogida de libros que editoriales y colegios de arquitectura españoles regalaron a la desvalijada biblioteca de la escuela de arquitectura de Bagdad, del envío por valija diplomática, y de la entrega.
Facilitó visados a estudiantes y profesores iraquíes para que pudieran venir a España cuando el espacio Schenguen estaba cerrado a los iraquíes y ningún país europeo aceptaba que vinieran siquiera en tránsito (una situación que aún sigue). Abrió la embajada a estudiosos iraquíes, pese al atentado que ésta sufrió. Alentó y facilitó la comunicacio entre iraquíes y españoles. Creía en puentes y lugares de encuentro.
Invitó, con todas las facilidades, a Bagdad, morando en la embajada, en 2008, cuando los occidentales debían desplazarse en convoyes militares armados vestidos con chaquetas antibalas, en una ciudad colapsada por los controles y los atentados con coche-bomba.
Ignacio Rúperez, al igual que el reducido equipo de la embajada y los trece geos que la protegía, vivía encerrado en la embajada, sin poder salir, salvo para escasos encuentros con el gobierno de Iraq y con otros embajadores, mientras su familia residía en Madrid ya que no estaba autorizada a desplazarse a Iraq. Vivía en una casa amplia y cómoda, pero como un topo. El gobierno español, como todos los gobiernos, obligaba a sus responsables a vivir escondidos y protegidos tras muros y soldados, sin ningún contacto con la ciudad. Pero Ignacio Rúperez, sin faltar a las órdenes, nunca quiso dar la espalda a los iraquíes, a los habitantes atemorizados y amenazados de Bagdad. La embajada y la casa del embajador habían sido ubicadas en un mismo edificio, rodeados de jardines vallados con un alto muro de hormigón y alambradas, en la llamada Zona Roja de Bagdad, más insegura que la Zona Verde aunque de más fácil comunicación, si bien sufrió un grave atentado en 2008. Vida no era -aunque era más segura, pero más asfixiante e irreal, que la de los iraquíes. Vida enclaustrada a la merced de cualquier atentado mortal. 
Ignacio Rúperez nunca se quejó. Había escogido este trabajo y creía en lo que hacia. Trataba de establecer lazos lo más  francos y seguros, y nunca irreales o ilusos, con la  población de Iraq que vivía en condiciones difícilmente imaginables. Trataba que la embajada, pese a su escasa dotación (en comparación con la francesa, por ejemplo) fuera un lugar de encuentro. Nombrado por el gobiernos socialista, siguió bajo el gobierno del presidente Aznar cuya política internacional, con la participación española en la Segunda Guerra del Golfo, denunció y a la que se opuso. Conocía y repudiaba las ventas españolas de armamento.
Culto, abierto, lúcido, nunca desencantado pese a conocer a fondo la doble moral o los juegos difícilmente asumible de la política real, Ignacio Rúperez acabaría siendo embajador español antes todos los paises árabes. No hace mucho, viajó a la ciudad sirio de Alepo subido sobre un burro ( del que resbaló rompiéndose fatalmente una pierna), atravesando las montañas del Tauro, desde Turquía, para conocer de primera mano la realidad de la ciudad asediada y destruida, adentrándose hasta el centro (el devastado hotel Baron), y no cesó en el estudio y la denuncia de las guerras en el Próximo Oriente, sabiendo qué parte de culpa tenemos.
Ignacio Rúperez falleció ayer. Aun no somos conscientes de lo que hemos perdido. La política española hacia el Próximo Oriente, y la vida en Palestina, Siria e Iraq empeorarán. Un ser humano puede ayudar a cambiar la visión del mundo. Falta ya su ánimo y su hálito. Nos volveremos más cínicos, desencantados, distanciados. 

3 comentarios:

  1. Tomás Alcoverro, hará un par de días, hizo una extensa necrológica en La Vanguardia con parecida admiración y respeto.
    La bondad es el indicador más alto de la persona inteligente.
    Saludos.

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  2. Tomás Alcoverro, hará un par de días, hizo una extensa necrológica en La Vanguardia con parecida admiración y respeto.
    La bondad es el indicador más alto de la persona inteligente.
    Saludos.

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    Respuestas
    1. Su sencillez y generosidad eran singulares. Y hablaba sin insultar ni cuchichear francamente. Era una delicia escucharle

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