Hasta hace menos de ochenta años -en verdad hasta los años setenta del siglo pasado-, y contrariamente a la ladera este de una de las tres cordilleras paralelas de los Andes peruanos, las estribaciones orientales de la cordillera, en el sur de Colombia, cerca ya del área amazónica, no eran muy conocidas o muy apreciadas por sus yacimientos arqueológicos.
Aunque las tumbas y las grandes estatuas consideradas como cofres fueron expoliados por las poblaciones nativas en busca de oro desde el siglo XVII, las primeras misiones arqueológicas al sur de Colombia empezaron a principios del siglo XX. En los años treinta misiones extranjeras trabajaron en favor de grandes museos europeos y norteamericanos para dotar sus colecciones de obras hasta entonces desconocidas, en los mismos años en los que las grandes compañías fruteras norteamericanas mantenían a la población local en condiciones de trabajo serviles. En los últimos años el gobierno colombiano ha logrado, sin embargo, la recuperación de unas setenta estatuas de grandes dimensiones.
El hallazgo de la llamada cultura ágrafa de San Agustín de la que casi nada se sabe a fe cierta, en los años cuarenta, y sobre todo desde 1984 -convertida en patrimonio de la humanidad hace veintiocho años-, ha puesto el acento en esta área sudamericana. El uso de pigmentos vegetales con los que se revestían las estatuas ha permitido datar las imágenes de una cultura que despuntó a mediados del cuarto milenio aC y desapareció, sin que se sepa porque (cambio climático o problemas de sustento), antes de las invasiones europeas en el siglo XVI.
La iconografía, sin embargo, y la función de las obras halladas, casi todas estatuas de piedra, se asemejan a efigies mayas, aztecas o incas, al menos tras una primera ojeada. Se trata de figuraciones antropomórficas masculinas o femeninas en apariencia con rasgos de peces (los ojos globulosos), felinos ( los colmillos de jaguar) y de aves de presa (ojos también, de rapaces, en este caso), con una característica única: algunas de las figuras tienen a un recién nacido en las manos. En verdad, los rasgos animales correspondían a máscaras portados por guardianes. En algunos casos, casi siempre en el caso de figuraciones femeninas, el rostro, libre de máscara, se aproxima a un retrato esquemático aunque expresivo.
Estas figuras, orientadas hacia el Sol naciente, guardaban importantes túmulos funerarios, masculinos o femeninos, bajo la protección de deidades (¿?) femeninas o masculinas.
Las tumbas estaban precedidas por un dromos o avenida de acceso, y recubiertas de tierra, creando montículos artificiales coronados por una densa vegetación selvática. Se ubicaban en altas mesetas a mil setecientos metros de altura, contra el alto y sombrío perfil andino. Los recintos funerarios, por el que culebrean hermosas aunque (o puesto que) mortíferas al momento pequeñas serpientes coral bicolores, se disponían en un área en forma de media luna -la diosa de la luna era una diosa madre-, y su distribución en el territorio seguía la composición de la constelación de Orión, con las tumbas mirando a oriente, hacia la Estrella Sirio. En raras ocasiones, los guardianes se mostraban de pie. En la mayoría de los casos, sin embargo, adoptaban la posición fetal, encogidos con las piernas dobladas, a fin de evocar, se supone, el ciclo de la vida.
Ningún texto puede corroborar o desbaratar las interpretaciones que se dan, a medido por comparación con las culturas mayas, dotadas de textos, y que posiblemente influyeron en esta culturas andinas.
Solo el quince por ciento de los yacimientos ha sido explotado.
Agradecimientos al historiador Camilo Torres por sus explicaciones
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